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BIPO


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UNO

Es 2006 y Natacha está en el consultorio de un psiquiatra a punto de escuchar algo de lo que no tiene idea. El hombre es amigo de sus padres, históricos militantes del viejo Partido Comunista Argentino. Están sentados frente a frente y él, en un solo paso, en sólo dos palabras, la diagnostica y la define para siempre: “Sos bipolar”. Poco después, la rutina psicotrópica bajo receta anularía cada vez sus ganas de volar en pedazos como una kamikaze y anestesiaría el único sentimiento genuino que tenía: una tristeza bestial.

Como desde hace 10 años, vive sola en Once, en un departamento de 2 ambientes que le dejaron sus papás: Norberto Rapallo y Perla Lichtensztein. Los ve muy poco. Después de su separación, en 2005, él se volvió a casar, con una mujer 20 años menor. Ella, productora de cine, nieta de sobrevivientes del holocausto judío, se fue a vivir y trabajar a España. El año pasado, Natacha le escribió un mail larguísimo en el que contaba cómo iban sus estudios y la ponía al tanto de los últimas novedades sobre amigos y familiares. La respuesta de Perla fue: “Gracias por escribirme. Beso”.

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“Tati” (el apodo más dulce y primitivo que recuerda haber recibido Natacha alguna vez) pasó parte de su infancia exiliada en México con sus padres y su hermana mayor. Plena dictadura argentina. Habían decidido irse en 1978, poco después de que desapareciera un primo de Perla, madre de Natacha. Hasta ese momento, la todavía cortísima vida de Tati, sus momentos de ocio, sus alegrías, sus enojos, los temas de conversación de los adultos, giraban fundamentalmente en torno al partido y la coyuntura.

DOS

Es la noche del 30 de julio de 2013 y Natacha está acostada en las escaleras de la Facultad de Psicología de la UBA. No quiso dormir en su casa por miedo a algo que, si le preguntaran, tardaría en precisar.
Tiene los ojos cerrados. No está dormida. Está despierta y piensa en que los que tendrían que haberla protegido la abandonaron, y que el enemigo, el inmenso e invisible que la sigue desde su niñez, está muy cerca de encontrarla. Y si la encuentra la va a matar.

Ahora escucha los ruidos de la calle semivacía. La alarma de un patrullero, a lo lejos, le provoca un escalofrío que casi la desmaya. La noche no avanza, no se mueve, no cambia de forma. Sola, en la oscuridad de sus ojos cerrados, todo el tiempo es de noche. Y la noche siempre es fría.

TRES

Es 2012. Natacha está en el primer piso de la Facultad de Filosofía y Letras, apoyada contra la mesa del partido en el que quiere militar. No es casual: una escisión del Partido Comunista. Ella es flaca y anda un poco encorvada. La cara perfectamente triangular, la nariz alargada, el pelo castaño apenas por debajo de los hombros. Lleva una musculosa azul, descolorida y vieja. Tiene un tic: el movimiento rápido del hombro derecho hacia arriba y abajo.

Está haciendo el CBC para Bibliotecología. “Entré enseguida porque, después de todo, sin revolucionarios no hay revolución. Y yo tengo un compromiso con la causa del pueblo. Como mis viejos y mis bisabuelos. Es como dice la canción, mi amor es del Partido Comunista”, asegura.

Durante su primera actividad cuenta, como si fuera su carta de presentación, que es “bipolar”. Enseguida habla de la militancia de sus padres, de los campamentos del partido cuando era chica, de su amor por los escritores soviéticos del Realismo Socialista (más allá de su odio a Stalin), de sus ganas de contribuir con material de estudio, novelas y ensayos. Habla de su tío desaparecido, de su infancia en el exilio mexicano durante la dictadura, de la nostalgia: “Extraño coger”, dice.

CUATRO

“Desde adentro/apagada/puro carbón y ceniza/ me arranco el corazón y lo tiro en tu café”, recita Natacha una noche de otoño de 2016. El poema es suyo. La luz del living es tan tenue que apenas alcanza a iluminar la mesa de cerámica en la que desayuna, almuerza y a veces cena. De fondo, el murmullo constante de la radio siempre prendida de su cuarto, clavada en la AM 530: Radio Madre.

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En la mesa hay libros y cuadernos, repasadores, carpetas y facturas de gas y electricidad. A un costado, la biblioteca: Martí, Gorki, Ostrovski, Dostoievski; también Lenin, poetas futuristas rusos, ensayos sobre cine soviético.

Al lado de una estantería con fotos, vasos y algunos adornos, la antena de una tele de fines de los 80 apenas sintoniza un par de canales. Fue en 2004 que se casó con Horacio, compañero de su padre en el PC. “Salí linda”, dice mientras muestra una foto en la luna de miel. Nada en esa cara anuncia lo que pasaría dos años después. Porque la historia termina mal. Horacio pierde su trabajo y se hace adicto a la cocaína, y Natacha empieza a consumir con él. La relación se vuelve imposible y ella, borracha, una tarde llama a un teléfono del Rubro 59 y pasa la noche con una “puta” que le cae bien “al instante”. Deja de haber plata, y sin plata no hay comida. Horacio se va. “Estaba sola. Lloraba de hambre. Vivía de mate y galletitas de agua”, se acuerda.

CINCO

La noche anterior a la que Natacha pasó en las escaleras de la facultad de Psicología, moría en Roma a los 99 años el ex jerarca nazi Erich Priebke. Esto marcaría un inesperado punto de inflexión en la vida de ella. “Estoy desesperada”, dijo esa vez a un compañero del partido, “están buscando a mi vieja”. La pregunta ¿quiénes? era respondida de la forma más inverosímil: “Los nazis”.

Tras enterarse lo de Priebke, Natacha se deshizo del chip de su celular: “Yo había ido a hacer la recarga a un kiosco, había un gendarme y se reía con el kiosquero… Me di cuenta de que habían puesto algo en el teléfono para espiarme”.

La psicosis había fundido en uno el terror nazi que llegaba a su vida como un eco de la persecución sufrida por sus bisabuelos, con el otro, mucho más próximo, de la dictadura cívico-militar argentina. Pocos tiempo antes, cuentan algunos ex compañeros, había empezado a mostrarse inquieta por la presencia de un Falcon verde estacionado en frente de su edificio, además de una obsesión que la llevaba a identificar “gente de los servicios” en cualquier desconocido.

Al día siguiente de la segunda noche fuera de su casa (que, esa vez, había pasado en lo de un compañero de militancia), un tal “tío Jorge”, hermano de Norberto, la pasó a buscar por un bar de Belgrano y Entre Ríos. La iba a internar en el Alvear. Natacha sonreía, quizás sin entender qué pasaba y todavía sin entenderse a sí misma, pero aliviada porque ahora nadie la iba a poder atrapar.


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