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El refugio


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El patio interno, espacio común entre los monoblocks del barrio Padre Mugica, está desierto. Mónica golpea una puerta. Una mujer de pelo castaño, abrigada con un saco color ladrillo y un pañuelo rosa viejo en su cuello abre la puerta y corre la cortina. Como si eso pasara varias veces al día, saluda y la invita a entrar.

—¿Qué estás cosiendo hoy? —pregunta Mónica mientras mira lo que su vecina tiene entre las manos.

—Viste, todos los días invento algo. Este títere es para mi nieto —Bety levanta su mano envuelta por un pulpo de peluche lila que sonríe y mira hacia un costado—. Pasá.

El departamento es amplio. La mesa cubierta por un mantel a cuadros está en el centro. Sobre una pared, la luz encendida de la máquina de coser ilumina el rincón creativo de Bety. Varios muñecos de tela se apilan sobre un costado. Junto a la puerta, un sillón parece desprender el eco de los cuerpos que apaña. Una mujer llama desde la reja, por la que apenas pasa un dedo índice, compra cigarrillos y sigue.

—Acá vienen todos los pibes, mi casa ahora es el aguantadero —suelta Bety mientras limpia las migas de pan que resisten sobre el mantel.

A mediados de mayo los vecinos y vecinas del barrio cortaron la Avenida General Paz a la altura de Castañares para denunciar la violencia ejercida por la banda narco liderada por “Dumbo” agravada por el tiroteo deliberado de una vivienda. “Dumbo” o “El Muchacho” dirige la venta de drogas en la zona. Se organiza en la Platea 11 pero despliega sus operativos en el límite con Bermejo. Lo relacionan con “Karinto”, actualmente preso en Devoto; el hijo de “La Ñata” de la 1-11-14 y con Marco Estrada, que está cumpliendo una condena de veinticuatro años de prisión.

Mónica Núñez habla con pausa y calidez. A sus 45 años, tiene siete hijos, tres nietos y no llegó a terminar el tercer grado. Organiza junto a sus vecinos y vecinas un comedor comunitario del Movimiento Popular la Dignidad, el almacén popular de Buen Vivir, la herrería, la olla, el barrido y limpieza de las calles, la fumigación y la desinfección de los pasillos de los edificios y la distribución de viandas a los vecinos aislados por Covid.

El perro, blanco con pintas café con leche y orejas caídas, descansa sobre el sillón y ladra cuando un niño se acerca a la reja.

—Está tu mamá, ¡Lauti no! —dice Bety en tono firme sin levantarse de la silla. 

—Ahí va uno de mis hijos —Mónica sonríe y comienza a relatar lo que sucedió el día del tiroteo—. Los pibes se juntaban a hacer fuego frente a lo de Ariel, el vecino al que le balearon la casa. Los tranzas empezaron a tomar desconfianza, a sentirse perseguidos. Los pibes se juntaban a la tardecita a tomar mate, hacer tortas fritas, o un pollo al disco para comer entre todos. Ellos (los tranzas) no quieren eso. No quieren que los pibes estén juntos.

—Saben muy bien que la unión hace la fuerza y entonces empezaron a perseguirlos —dice Bety.

Todos la llaman Bety pero su nombre es María de los Angeles Medina. Tiene 55 años, 9 hijos y 15 nietos. Está cursando el primer año del profesorado de historia en el Joaquín V. González.

—Mi hijo fue soldado de Dumbo —cuenta—, hasta que yo me enteré y lo vi. Fui, lo agarré del forro del culo y lo traje a casa. A partir de ahí, me vinieron a patear cuatro veces la puerta para agarrarlo. La última vez, le pegaron a mi hija, a la chica de al lado, a la señora del tercero. Y ellos piensan que son vivos. En un momento dado cuando se calma todo siempre viene uno a mediar. Yo se la hice corta: ‘Vos me tocás a mi hijo y yo te vuelo la platea’.

En el barrio Padre Mugica hay 600 viviendas organizadas en nueve plateas —tiras de edificios de cinco pisos—. Dos o tres familias viven, hacinadas, en cada uno de los 60 departamentos que hay por tira. Muchas de ellas, como la de Mónica y la de Bety, vivían en la Villa Cartón bajo la AU7 hasta que les adjudicaron los departamentos a partir de 2011.

Daniel, el marido de Bety, prepara té. Apoya la tasa sobre la mesa y la acomoda junto a un plato con galletitas de vainilla.

—Dumbo maneja como a 200 pibes. 45 por turno de 8 horas, pero cada 6 ingresa un nuevo grupo y van rotando —cuenta Daniel—.Está el vendedor, los satélites, que son los que vigilan que no entre la policía, dan aviso. Se fijan dónde están los pibes. Son chiquitos así —indica con su mano hasta la altura de la mesa—, tienen cinco, seis años, son los que informan todo.

—Tienen como una organización empresarial —agrega Mónica—. Ellos tienen horarios, qué grupo entra, qué grupo sale, el cobro. Creo que estaban pagando 12 mil por semana, ¿quién gana 12 mil por semana?

—De esos 12 mil por semana tienen que cubrir la consumición —continúa Bety—. Les dan desayuno, merienda, almuerzo y cena, pero después les descuentan lo que consumen.

—Lo más feo es que contratan a los pibes del barrio para que sean los que cuidan su negocio. Entonces arman un conflicto de pibes contra pibes —Mónica prende un cigarrillo, hace una pausa y sigue—. No culpamos a esos pibes que están ahí del otro lado porque por ahí tienen problemas de consumo y si te dicen vení a trabajar conmigo, vas a tener esto todo el día. ¿Quién no va a ir? El que consume va a ir.

El silbido del churrero rompe el silencio afuera en la plaza vacía. Antonella, una de las hijas de Bety y Daniel entra al departamento. Saluda con alegría pero se la ve preocupada. Le pide a su papá que suba a ayudarla porque un sahumerio cayó sobre su equipo de música y casi lo prende fuego. Él sonríe y la acompaña.


El día del tiroteo Bety y Mónica estaban conversando en el comedor.

—El hijo de Mónica —cuenta Bety— entró corriendo con los dos más chiquitos. Nos preguntó si éramos estúpidas, si no entendíamos que estaban diciendo que a las ocho de la noche iban a venir a tirotear la casa del Ari.

—Tiene 8 años mi nene —dice Mónica—, pensamos que estaba hablando al pedo.

—No termino de cruzar y sentarme en casa que veo que corren cuatro o cinco —Bety señala con su mano la plaza que está en el frente de su casa, pasaje obligado para llegar de un lado a otro del barrio.

—Ni bien abro la puerta de mi casa —sigue Mónica—, entramos y escuchamos papapapa. Todos nos tiramos al piso.


Daniel vuelve. Nada grave pasó en la casa de Antonella. Se sienta y comienza a contar que a su casa van veinticinco chicos todos los días, van llegando durante el transcurso de la tarde, se sienten en casa. La olla se llena con lo que hay, todo se comparte. 

—Acá no va a venir ni la policía, ni los tranzas, por eso se sienten seguros. Si uno de los pibes viene corriendo, le digo cerrá la puerta y mandate —sigue Bety—. Vienen escapando de los peruanos.

—Ellos cuando salen a cazar a los pibes —cuenta Mónica—, vienen con un bate y le arrancan a palazos.

—Así los golpean —dice Bety mientras muestra la foto en su celular de un joven con la marca de un bate en el cuerpo y la herida de un puntazo entre las costillas.


Son las cuatro de la tarde y casi nadie camina por las calles del barrio. En cada intersección de los edificios camionetas de la Policía de la Ciudad custodian. Un auto del Instituto de la Vivienda estaciona en la puerta del comedor, bajan dos trabajadores con pecheras, y preguntan por Mónica. “Traemos cajas alimentarias para las familias aisladas por Covid”, dice uno de ellos mientras permanece en la vereda. Los vecinos hacen un pasamano para ingresar los bultos. Conversan un rato. Mónica les recuerda que necesita las rejas de entramado fino para su casa. Toman nota, saludan y se van.

—Acá la policía, más que chusmear, no hace nada —dice Bety—. Si hay un problema, no se meten.

—Nosotros estamos esperando en cualquier momento, a cualquier hora de la noche, que nos vengan a cagar a tiros —sigue Daniel.

—Yo tengo nafta en mi casa —continúa Mónica entre risas—. Vivo con todos mis hijos en la planta baja. Si los tranzas van a mi casa prendo fuego todo. De miedo dormimos todos en una sola habitación, en la del fondo. Tiene que haber un espacios de contención para los pibes, para las familias, para todos. Con todo lo que pasó, venimos muy traumados. Los chiquititos también, porque no tienen niñez. Los chicos juegan a armar. Vos ves como envuelven y decís: “La puta madre. Dónde carajo estás parado”. Es toda una generación de pibes que se está perdiendo. Hay pibes que sirven para mucho más. Que aprenden a hacer cosas mirando. Hay salida.

—Yo tuve a mis hijos para que el día de mañana sean alguien y que nadie los esté señalando con el dedo. Que tengan herramientas para defenderse en la vida. Mi marido y yo siempre laburamos. Y que venga un hijo de mil puta a arruinarles la vida no se lo voy a permitir —jura Bety con la voz atorada por el llanto—. A él se le ocurre llenarse los bolsillos a costa de los pibes. Cuando supe que tenía a mi hijo, yo lo enfrenté. No le tengo miedo.

El último té está servido y las propuestas brotan.

—Nosotras pensamos que la solución acá en el barrio es generar laburo para los pibes y que aprendan un oficio —dice Mónica con el gesto de entusiasmo en las manos—. Hay muchos que salen a cartonear, pero es una salida momentánea, no es tampoco algo definido para su vida, o para la familia que puedan llegar a tener en el futuro.

—Acá hay pibes que a los 12 años ya tiran de un carro —continúa Bety mientras fuma un cigarrillo— Tienen la voluntad de aprender. Hay que darles una oportunidad, una salida.

La tarde comienza a caer. La noche asoma. La hornalla salpica destellos de luz desde la cocina. La casa se llena de aromas y abraza a quienes golpean a su puerta, siempre abierta, como un refugio.


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