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Camila Fabbri: ”La escritura es un espacio sagrado al que trato de no demandarle nada”

La dramaturga, cineasta y autora de la novela La reina del baile y El día que apagaron la luz cuenta cómo es su proceso creativo, la construcción de personajes y el oficio de dar talleres en Argentina.

Por detrás del ventanal del café la lluvia cae impiadosa contra el techo de un colectivo que recorre la calle Cabrera en el barrio de Palermo. Los transeúntes se refugian bajo el toldo del lugar y encienden cigarrillos mientras esperan que escampe. La escritora Camila Fabbri entra por la puerta con un paraguas que deja su rastro de agua en el piso y un piloto azul empapado, pero no alcanza. Su cabello pelirrojo, mojado y húmedo, está oscurecido por el diluvio.

Si ser artista es pensar por fuera del tarro, Fabbri lo aplica a la perfección. Si una sala de teatro no es suficiente para transmitir una historia, ella la monta en una pileta del Club Vasco Argentino. Si el cine cae en una diatriba comercial, ella reafirma con su ópera prima “Clara se pierde en el bosque” la importancia de la cámara en mano. Dueña de un fraseo irreverente en su literatura y de una abarcativa trayectoria, la autora de La reina del baile —finalista de la 41ª edición del premio Herralde de novela— destaca por su trabajo silencioso que retumba como un eco cavernoso cuando tiene algo para decir.
Formada en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático (EMAD) como dramaturga, comenta sobre la reedición por Anagrama de El día que apagaron la luz, su crónica sobre Cromañón, la catástrofe que terminó con la vida de 194 personas en un recital de Callejeros.

¿Cómo fue el proceso creativo de ese libro?

—Durante mucho tiempo tuve ganas de escribir algo sobre el tema porque siempre estuvo muy presente en mí. En mi biografía personal y generacional, como esos temas que te imantan un poco, que te obsesionan. Y comencé a delinearla como una obra de teatro y después viró hacia la narrativa. Empecé a escribir en primera persona, que es la voz que estructura todo el libro y luego me pareció buena idea empezar a escuchar a hablar a otros. Le fui pidiendo a conocidos, amigos y familiares que me mandaran audios contándome qué se acordaban de esa noche, dónde estaban, qué estaban haciendo. Como una forma más coral de narrar. Y que no fuera solamente Cromañón sino también un poco la periferia.

Una vez dijiste que la escritura se domestica, ¿cómo se logra?

—Reconociendo la autocensura. La escritura es más el proceso de corrección que el proceso anterior, el de volcar ideas. El grueso viene cuando uno empieza a tomar decisiones. Me refiero a eso con la domesticación, con ir encontrando el verdadero circuito de esa novela o ese cuento.

¿Sería encontrar la voz propia?

—La voz puede estar de entrada, pero hay que ir puliendo esa pieza. Al principio hay una reticencia a volver a leer, a decidir y a reescribir. Cuando uno está así es porque todavía está en la antesala. Después, cuando se encuentra el encanto a eso es como: ”Ah, bueno, ahora sí estás trabajando”.

Además de formarte en talleres también los das. ¿Hace cuánto tiempo?

—Entre una cosa y la otra hace casi 10 años. Ahora me siento mucho más cómoda haciéndolo. Es también un oficio que uno va armando. Y es un oficio muy argentino el taller, el tallerista.

¿Por qué?

—Porque no hay tanto espacio de taller en otros lugares. Me parece que acá es como una religión, como ir al psicólogo. Hay una cosa muy devota de reunirse y de la educación no formal también. Como esa idea menos solemne de la escritura de que hay que formarse como lingüista para poder escribir ficción. Acá no estamos tan agarrados de eso.

¿En tu cotidiano pensás en la formulación de relatos o personajes?

No es un pensamiento tan consciente. Es como si todo eso quedara guardado en la caja negra de uno. Después vas haciendo asociaciones de cosas que viste, pensaste, relacionaste, en una especie de mapa sinóptico que estás elaborando todo el tiempo y que aparece cuando estás escribiendo. 

¿Estás trabajando en una novela?

—Sí, quizás un poquito más larga que La reina, que es bastante corta. Para mí, es muy difícil escribir largo. No estoy habituada a esa extensión.

Tampoco es algo que se pueda calcular ¿no?

—No, es muy intuitivo. Hay una intuición de que después de un libro, después de determinado tiempo, tiene que venir otro. Porque soy escritora, porque yo lo determiné así, porque de un día para el otro podés dejar de serlo también.

¿Cuál es tu ambición como escritora?

—Que sea un oficio más estable para mí desde lo redituable. Eso es algo que me concierne mucho en el día a día. Porque tiene muchos picos, es algo muy desordenado. No te digo que en un momento se acomode y sea solo sentarme a esperar que lleguen las regalías, pero sí que haya salidas laborales posibles para los artistas que no sea necesariamente vender su propia obra.

¿Cuál crees que sería una solución?

—Sindicalizar un poco el oficio no estaría mal. El cine—igual ahora no existe en Argentina— tiene su instituto y su sindicato. Todo trabajo tiene una remuneración específica. En el ámbito de la literatura eso está muy desarmado. Presentar libros, escribir contraportadas, prólogos, no tiene ningún tipo de remuneración. Que un autor perciba solo el 10% de su libro es raro también. Igual eso no pasa solo en Argentina, es mundial. Pero el autor tiene un lugar muy marginal en el mercado. No sé cómo se podría cambiar eso.

¿Te da placer escribir?

—No necesariamente. Pero hay una especie de relajo que me pasa con la escritura que no lo tengo para nada en mi vida. Es como un espacio sagrado al que trato de no demandarle nada. Que tenga el tiempo que tenga que tener. Pero no soy una persona que viva así en general, por eso me llama la atención esa dualidad. Entre exigirle a la vida un montón de cosas y a la escritura nada (se ríe).

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