SOCIEDAD
Cerrar el aula también es castigo: qué pasa con los centros de estudiantes en las cárceles
El Ministerio de Seguridad de la Nación prohibió la asistencia de reclusos en espacios de estudios por fuera de hora de las materias asignadas para “no interferir con las obligaciones penitenciarias”.
Una silla, un cuaderno, un lugar para existir. En un contexto de fuerte defensa de la educación pública y las universidades, el Ministerio de Seguridad intentó avanzar con una resolución que prohíbe los centros de estudiantes en las cárceles. La medida pone en jaque una de las pocas herramientas capaces de transformar realidades y construir ciudadanía.
Más del 70% de las personas privadas de su libertad no finalizaron sus estudios, según datos del Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (SNEEP); y los centros de estudiantes funcionan como aulas colectivas que sostienen trayectorias educativas y vínculos comunitarios. Son espacios autogestivos que nacen desde la organización de los propios estudiantes para poder ejercer su derecho y obligación a estudiar.
“El centro de estudiantes era el único espacio donde de verdad se podía estudiar. En el pabellón no tenés silencio, no tenés luz, no tenés ni mesa. Y si lo tenés, viene un servicio y te la saca. Ahí nos organizábamos, compartíamos apuntes, hablábamos con los profes; es donde te posicionás como estudiante”, dice Abel Díaz que terminó el secundario en la Unidad Penitenciaria para varones de Santiago del Estero.
Allí estudió sociología en el Centro Universitario San Martín (CUSAM) durante su último traslado a la Unidad 48 de San Martín y hoy es docente de comisión de FinEs (Programa de Finalidad de Estudios Secundarios para adultos) que funciona en el Patronato de Liberados de Vicente López.
El Patronato de Liberados, institución que acompaña a personas que atravesaron conflictos con la Ley Penal, estima que el 75% de la población asistida no tiene estudios completos, y que un 15% es analfabeto. En articulación con la Dirección de Educación Jóvenes, Adultos y Adultos Mayores impulsan y estimulan la creación de espacios educativos con una convicción clara: la educación reduce la reincidencia.

En la comisión de FinEs funcionando en Patronato de Vicente López conviven estudiantes con arresto domiciliario, personas con problemas de salud mental, personas en situación de calle y adultos mayores. Varones y mujeres que vuelven a sentarse en un aula después de años.
“Muchos vienen más por la contención que por el título. Es el único lugar donde alguien les pregunta cómo están, si comieron, si entendieron el texto”, explica Abel. Los centros de estudiantes, en ese sentido, no son solo estructuras políticas: son aulas vivas donde se juega el derecho a imaginar otro futuro.
Muchos estudiantes del FinEs que cursan en el Patronato recuerdan que dentro del penal, anotarse para estudiar era, al principio, una excusa para salir del pabellón. “Pero no siempre te dejaban. Dependía de cómo se levantaba el cana”, cuenta uno de ellos, Juan, que pasó más de 11 años detenido entre traslado y traslado. Desde el programa de UBA XXII que funciona en la Unidad Penitenciaria de Devoto informan que, de 40 inscriptos, solamente bajan ocho. Las consecuencias concretas de estas decisiones son aulas vacías, talleres cerrados y menos alumnos.
Juan también recuerda que si la salida se otorgaba, estudiar en la celda era casi imposible. “No hay mesa, no hay silencio. Y en los lugares de todos, siempre había algún cobani haciendo bardo”, lamenta. En ese marco, los centros de estudiantes funcionan como trinchera y como aula: una mesa, un libro, una charla.
Son necesarios porque, además de la función social, son el único espacio donde quienes de verdad están interesados en estudiar pueden ejercer su derecho con calidad, al menos con la calidad que permite estudiar en un penal. Los centros de estudiantes dentro del penal funcionan mucho más que como un centro de articulación con las universidades. Son un espacio que acompaña a todas las trayectorias educativas, y donde quienes lo conforman se encargan de ayudar a sostener lo recorrido.

El barrio también puede educar
Fuera del penal, la educación popular sigue. En José León Suárez, territorio marcado por el camino del Buen Ayre, donde se elevan el predio del CEAMSE y el predio de Unidades Penitenciarias más grande del Partido de San Martín.
Yanina “Yeni” Benítez terminó el secundario en el FinEs de la Biblioteca Popular La Carcova. Ahí notó que muchas compañeras faltaban a clases por no tener con quién dejar a sus hijos, o que al ir a estudiar con ellos no terminaban de sentirse cómodas porque las tareas de cuidado seguían en el espacio donde debían estudiar.
Yeni entonces decidió tomar acción junto a otras compañeras de la Biblioteca. Improvisaron un espacio de infancias al lado de las aulas. Esa experiencia, que comenzó con juegos y meriendas, creció hasta convertirse en el Espacio de Primera Infancia (EPI) “Todo a su tiempo” que asegura el aprendizaje de 35 niños y niñas del barrio, conteniendo también a sus familias.
Las mujeres que sostuvieron ese espacio se fueron profesionalizando y hoy Yeni está recibida de Técnica en Socialización y Desarrollo en Primera Infancia por la UNSAM. Su mamá, Blasida “Doña Nena” Cubilla fue la que empezó el recorrido para finalizar el secundario en el FinEs. La convenció un profe de historia que la veía motivando pibes en la esquina.
Se animó, se entusiasmó y terminó el secundario a los 69 años, realizando maquetas con los mismos pibes a los que convencía para estudiar, a pesar de la diferencia de edad entre ellos. Es así que se forma una red educativa que trasciende los títulos, se teje una red que se sostiene por los agentes territoriales que están decididos a mejorar su contexto.

La educación popular se mete entonces en esos espacios donde la fuerza de voluntad está presente y el Estado no llega a dar respuesta. Hoy en día, estos espacios que nacen impulsados por experiencias en espacios de contexto de encierro motivan y son referentes para nuevas historias, mostrando otras oportunidades y realidades, nuevas formas de narrarse.
“Veo mi cambio y no lo puedo creer. Yo era una piba de la esquina, era ese mi lugar en ese momento”, comenta Yeni y sigue: “Veo que fui a la universidad, que tengo a cargo mío 30 pibes y no lo puedo creer todavía”.
Madres y vecinas destacan que el EPI no solo cuida: permite organizar el día, poder trabajar y estudiar. En ese tejido, donde se aprende a leer y a pensar, también se aprende a desear. Cerrar los centros de estudiantes es intentar romper ese entramado. Pero como muestran estas historias, los saberes que nacen del barro siempre encuentran forma de volver a brotar.
*Estudiante de la carrera de Periodismo y Producción de contenidos a distancia.
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