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CRÓNICAS MUSICALES DE UNA CIUDAD ALIENADA


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Unos salen rápido de los vagones del subte; otros se lanzan con prisa para no perderlo; algunos, con nerviosismo, se lamentan que se haya ido; el resto espera con ansiedad el próximo. Sin embargo, y para bien de todos, por unos instantes los músicos de Buenos Aires dulcifican la monotonía de la ida y la vuelta laboral con melodías y letras que surgen de instrumentos añosos y voces templadas.

Por Germán Masserdotti

Instalado en el andén de la Estación Diagonal Norte de la línea C que lleva a Constitución, Abraham Palermo, violinista bajo tierra, ofrece un bálsamo musical a la gente, esa categoría indeterminada que no sabe para qué va y viene, y además, al final del día, cuenta con 15 pesos menos en la SUBE.
“Yo vengo con mi música a enseñarle a la gente que su día puede ser diferente”, apunta Abraham con una sonrisa. “La música puede llenarlos en todos los ámbitos. La vida sin música sería vacía”. No hace música en el subte para ganarse la vida. “Lo hago para deleitar”, señala.
Para ganarse la vida trabaja de mesonero a la noche. Pero toca música por pasión. “Lo mío responde a enseñar que la música es amor. Es ayudar a los necesitados. Las personas no valoran la música. De repente, pasan su día muy rápido, no tienen un segundo para la música”.

El cartel de fondo rojo dice en letras blancas que por la escalera se llega a la línea B. Se sube a pie. A pie y con 30 grados de calor. A pie y entre medio de transeúntes sin nombre que tapan sus oídos con auriculares; que ven el whatsapp mientras pisan los escalones, que hablan con algún personaje real o imaginario por un micrófono del teléfono celular que le cuelga delante del pecho, que suben con una valija después de un viaje que los dejó en la terminal de micros en Retiro; que no saben si van en la dirección correcta y, entonces, se detienen y se arma un tumulto; que saben a dónde van pero que atienden una llamada en medio del ascenso, y el tumulto aumenta, y hace más calor, y no anda la ventilación, y por los parlantes informan que el servicio de la línea B está suspendido por un accidente en la Estación Dorrego. Hasta que se pisa el último escalón y, si todavía queda aliento, debe tomarse por el andén de la línea D hasta el final para llegar a una escalera que baja y comunica con un pasillo ancho que remata en un hall en el que se abren nuevas posibilidades de cruzarse con auriculares; whatsapp; micrófonos que cuelgan delante del pecho; valijas; llamadas que se atienden; enfermeros que toman la presión en el puesto sanitario del Gobierno de la Ciudad; los vendedores de empanadas express que incluye gaseosa en el combo; los policías de la Metropolitana; los piqueteros que suben con banderas y bombos, y bolsas, y trompetas. Entonces es que puede bajarse por otra escalera que termina en el doble andén de la Estación Florida.

“Buenas. Soy Wally Escobar, violinista. Nací en Quilmes. Ahora vivo en Valentín Alsina. Estamos ofreciendo música a la gente en el subte”. Wally aterriza temprano con sus pertrechos entre las escaleras del doble andén de la Estación Florida. Su música puede llevársela tanto el que termina su viaje en Leandro N. Alem, la antigua terminal, como el que quiere ir para el lado de la Estación Juan Manuel de Rosas, la nueva.
La mañana pasa rápido. Son la una de la tarde. “Lo que me motiva –explica con entusiasmo Wally– es que estás dando show todos los días. Cinco o seis horas todos los días. Tocando con una banda de música en un local, los amigos van a verte la primera vez. Después ya no te van a ver. De a poquito, poco público. Pero acá estás dándole música al público todo el día”.
Wally estudia en el Conservatorio de Bellas Artes en Quilmes. “Primero hago música por pasión, porque me gusta tocar –aclara–. También te deja en lo económico. Te puede ayudar y estudiar libremente pudiendo manejar los horarios”. Si le ofrecieran pasar al circuito comercial, cumpliría el sueño del pibe. “Es como jugar en primera”, afirma. “Mi viejo dijo: «¿Querés ser músico? Bueno, pero no quiero un guitarrero de esquina. Sos músico con papeles, dando clases y, si Dios quiere, vas a ser una estrella de rock vas a llenar el Luna Park»”, comenta entre risas.
“Mi viejo y otros se juntaban a zapar y uno hacía el punteo con la criolla, el otro hacía el acompañamiento, el otro cantaba, y yo quería sumar y ya veía que mi viejo y mi tío estaban haciendo cosas”, recuerda.
Wally sostiene el violín y, con el arco, confecciona melodías sobre las cuerdas. “Y dije: ¿qué puedo hacer? Como la música, al menos la de León Gieco y la de Creedence estaba ligada al country, vi un instrumento que era chiquito, maniobrable y poderoso: el violín”.

Un cartel señala que por la escalera se sale a Florida y Corrientes. Auriculares; whatsapp; micrófonos que cuelgan delante del pecho; valijas; llamadas que se atienden y generan tumulto y se pisa la vereda de la avenida. A lo largo de la calle Florida rumbo a Retiro se oye una palabra constante: “cambio”. “Cambio dólares; cambio…”. “Cambio”. “Cambio dólares; cambio…”. “Cambio”. “Cambio reales; cambio…”. “Cambio”. “Cambio euros, cambio”. “Cambio”. “Cambio dólares; cambio…”.

La tarde porteña en Florida y Córdoba se beneficia del oficio musical de Fabricio Geronelli. Entre los dedos de la mano derecha sostiene la clavija que acaricia las cuerdas de la guitarra eléctrica. Durante la primavera y el verano, salvo que se nuble, le pega el sol en la cara. Por eso busca un refugio debajo de la sombrilla que cubre una de las mesas de la confitería de la esquina. “Soy de Rosario y toco en las calles de Buenos Aires. Toco en la calle porque soy músico y trato de ganarme la vida”, declara.
Fabricio forma parte de una banda de rock. “Vine a Buenos Aires por la música. La ciudad brinda muchas oportunidades”. Con sus compañeros viene tocando hace varios años. “Hacemos rock clásico y blues. Rock más tirando a lo negro, no tanto lo más actual”, precisa. Su referente en el blues nacional puede ser Pappo y La Renga y Los Redondos en el rock. “Si estuviera jugado económicamente entraría en el circuito comercial –aclara–. Es muy difícil hacer música como independiente sin tener que vivir de otra cosa”.

A las seis de la tarde cae el sol en el horizonte de Buenos Aires desfigurado por el cemento de los edificios, los fierros de los andamios y los cables de las líneas telefónicas; el asfalto devuelve el calor concentrado durante el día y el aire sofocante entra por la escalera de Florida que conduce al doble andén de la estación. Los ringtones de los celulares; las voces de los que hablan con personajes reales o imaginarios a través de micrófonos que cuelgan delante del pecho; el ruido de tacos, tacones y suelas de quienes vuelven a su casa al finalizar la jornada laboral; el motor de los colectivos, autos y camionetas que transitan por las avenidas y calles porteñas suprimen los ecos de adagios, de allegros con brío, de ronckanrolles y bluses. Hasta mañana cuando amanezca, y los mismos transeúntes de la city, la mayoría indiferentes, algunos atentos, y los menos generosos, deambulen, de prisa y alienados, delante de los Abrahames, los Wallys y los Fabricios.


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