SOCIEDAD
La batalla silenciosa: el suicidio en adolescentes
Crónica de una madre que lucha por la salud mental de su hija.

Es un martes, mediados de mayo en San Antonio de Areco. Un pueblo rural de 26 mil habitantes. La noche es profunda y densa como un abismo insondable.
El otoño empezó a mostrarse lacerante. La calle tiene aroma a leña quemada como un incienso cálido que abraza al pueblo entero. El silencio es absoluto como si el tiempo mismo se hubiese detenido en una quietud apacible.
En casa la cena reúne a la familia. Belén de 21 años, comparte sus avances como diseñadora gráfica, Cata de 16 años come lento y con esfuerzo, pero le dice al padre que preparó un guiso bien espeso y campero con osobuco, verduras y legumbres: “Que rico cocinás”. Lola, de 8 años, cuenta emocionada sobre un cumpleaños que tiene el sábado mientras mi marido presume la olla que huele a hogar. Los miro con ese amor que no se explica. Siento que todo marcha bien y disfruto tanto ese rato que quisiera eternizarlo.
Una hora después, Cata sale de su pieza llorando con la libreta del colegio en mano. Todos nos miramos. Belén agarra a su hermana menor y se la lleva a la pieza tratando de preservarla de lo que viene. Veo que las notas bajaron drásticamente en relación con el bimestre anterior, un indicio claro de que algo no está bien.
Cata hace cinco años que está en tratamiento por Trastorno de Alimentación (TCA), una depresión profunda, autolesiones y pensamientos suicidas. Me convertí con los años en una estudiosa de TCA para tratar de entender y de ayudar a mi hija. Por eso, cuando Cata muestra su frustración por las notas, todos intentamos hacer de cuenta que sabemos cómo actuar, aunque la incertidumbre es monstruosa.

Cata en 2024.
Me acerco a mi hija para abrazarla y me empuja con una rabia impropia. Se sienta en el piso. Con un llanto entrecortado va al baño. La sigo y me cierra la puerta en la cara. En menos de cinco minutos sale y me mira fijo con sus ojos grandes y oscuros.
Llorando me dice con su natural voz baja, casi inaudible, aparentemente calmada e irremediablemente agotada: “Mira lo que me hice mamá, no quiero vivir más, no puedo, perdóname. Te amo, estoy viva por vos, pero no doy más”.
Las lesiones en los antebrazos son profundas y sangran. Mi hija desarmó el sacapuntas del delineador que está en el baño y se cortó antebrazos, piernas y abdomen desde las ingles hasta los pechos.
Se me hizo un nudo en la garganta y busco frenéticamente el contacto de urgencias. Llamo con la voz entrecortada. No puedo controlar el temblor de mis manos. Como si el tiempo fuera a pasar más rápido me quedo en la vereda esperando a la ambulancia. Pierdo la noción del tiempo, pero siento que si entro a casa la espera es más lenta y desesperante. Escucho la sirena acercarse y la taquicardia me ahoga.
Entro con el médico de guardia a casa. El profesional se sienta en el piso con Cata y no escucho qué le dice, pero ella asiente y se levantan agarrados de la mano. “Vamos mamá, tengo que llevarla al hospital”, me dice el doctor con suma gentileza.
Llegamos a la guardia. Cata se acuesta en una cama en posición fetal mientras llaman a la psicóloga de guardia porque no hay psiquiatra infanto-juvenil local. La licenciada determina la internación. Y prescribe 2 mg de clonazepam.
Me niego a darle más medicación porque ya tomó lo indicado por su médica: Olanzapina, un antipsicótico que la ayuda a dormir y a evitar cualquier acción autodestructiva y Sertralina, un antidepresivo que regula su estado de ánimo. Pero, la licenciada levanta el tono de voz y modulando exageradamente escucho la norma: “Ahora está bajo el sistema de Salud Mental de este hospital, hable con la psiquiatra que viene el jueves y sepa que la judicializan porque es menor”.
Cata en 2023.
Mientras mi hija esté hospitalizada mis derechos como madre los tengo que compartir con extraños porque si bien la Ley Nacional de Salud Mental (Ley 26.657) dice reconocer rol de los padres, la intervención judicial actúa como una salvaguarda adicional. Pero, esa ley también dice que una persona debe acceder a un lugar de internación que cuente con las herramientas necesarias y cuidados médicos periódicos. Y eso no está pasando. ¿Puede una psicóloga medicarla? No. Solo los médicos psiquiatras tienen la facultad de prescribir medicamentos. Y acá no hay ninguno en este momento.
Una semana atrás un pibe de 18 años se tiró de una torre de la Cooperativa de Luz a una cuadra de mi casa. Cata no sólo mencionó el caso, sino que tenía datos que había recopilado durante días con una fijación perturbadora llegando, incluso, a contactar a amigos cercanos del adolescente fallecido.
Primero armó una estrategia para no invadir ni molestar. Buscó amigos en común, les habló de su situación, de su tratamiento y no tardó en llegar a los más cercanos del joven con quienes empatizó y pudo saber todo sobre el adolescente. Una vez que terminó de empaparse de la tragedia, me contó todo. Mientras la escuchaba me invadió un espanto inexplicable por la forma en que mi hija se siente seducida por la muerte.

Cata en 2019, año en que fue diagnosticada.
El pabellón dispuesto sólo para pacientes de salud mental es frío y de un gris oscuro. Es de madrugada y no hay un alma, ni la enfermera del área porque su horario termina a las 20 horas y no hay cambio de guardia. Estamos solas.
Frente a la habitación hay una capilla repleta de cruces, estampitas, bancos de iglesia, velas, papelitos con promesas y un Jesús que mira con lástima.
Las puertas rechinan intolerantes cada vez que alguien pasa. Hay dos camas. Hace mucho frío. Cata y yo nos acostamos juntas y abrazadas. La cubro con algunas mantas que me dieron y unos ponchos que llevé conociendo las carencias del lugar. El baño pierde y se inunda. ¡Y esas gotas que no paran de caer retumban perversas y parecen burlarse de mí! Y pienso qué pasa con los 9 mil pesos que pagamos por tasa de salud para mantener en condiciones en hospital, son 234 millones en total. Una mentira siniestra.
Me agarro la cabeza mientras miro a Cata apagada con el ansiolítico. Este es el único momento del día en que tengo permiso para llorar hasta ahogarme. Y lo aprovecho. Respiro profundo.
A pesar de la situación estoy más tranquila que en la primera internación de mi hija, hace exactamente un año. Muchas veces intento relacionar el mes de mayo con la salud mental de mi hija y no encuentro conexión. ¿Las dos internaciones en mayo? ¿Tiene alguna relación? ¿Qué pasó en los mayos de Cata? ¿Por qué no puedo contestarme nada?
Me dedico al periodismo y estoy obsesionada con estudiar el hospital local desde adentro y con una mirada más aguda. Me pongo a leer datos que investigué sobre el único efector de salud que tenemos tratando de entender tanta ruina mientras el Gobierno de turno anuncia la compra de un resonador que no tienen dónde meter sin que se lo coma la humedad que dejan las inundaciones.
Tres días pasaron y Cata no quiere salir de la cama. Lo único que hace es dormir y pintar mandalas con los que adornamos las paredes rotas de la habitación. El cuarto día vino la psiquiatra por primera vez.
Discuto por el cambio de medicación, aunque no logro que la médica que atiende a Cata en la ciudad de Mercedes me atienda el teléfono. Le prescribe 1mg de Modafinilo, un neuroestimulante que evita la somnolencia diurna. “Es para que esté despierta en el día”, me argumenta.
No sé a quién consultarle esa decisión. Y traté de confiar en la psiquiatra, pero ese medicamento provoca una reacción extrema en Cata, se pone a correr por los pasillos, ríe, llora, grita y se le cierra el estómago hasta que desencadena en un ataque de pánico. La dosis que le dieron no la soportó y otra vez acudieron a ansiolíticos. Se duerme abrazada a mí y antes de cerrar los ojos con una dificultad desgarradora para modular me dice: “Pensé que esto (el TCA) me iba a matar, pero no quiero morirme. Ayudame mami”.
¿Y si no puedo ayudarla? ¿Y si le fallo? ¿Qué no me está contando? ¿No me tiene confianza? ¿Soy una mala mamá? ¿Por qué le pasa esto? ¿Qué no hay respuestas de nada? ¿Qué es lo que no la deja en paz y prefiere morir? No puedo ni siquiera imaginar una vida sin ninguna de mis tres hijas. ¿Cómo vivir sin Cata?
La ansiedad aumenta cada día dentro del deteriorado hospital, su peso se desestabiliza y esto provoca crisis adicionales como insultar balanzas después de pesarse, gritar sin parar que la saque de ahí, llorar profundamente por horas mientras yo me siento impotente y totalmente sola. ¿Por qué tienen balanzas en salud mental? ¿Por qué el office de enfermería tiene una ventana tan grande y no tiene llave? ¿Cómo es que las habitaciones del sector tienen cables, ventanas con vidrios, enchufes? Y digo en voz alta: ¿Cuándo van a habilitar un lugar seguro? ¿Por qué sobre el escritorio de enfermería hay una tijera si todos estos pacientes están acá por intentos de suicidio?
Estamos en el cuarto día y pongo un cartel en la puerta de la habitación prohibiendo el ingreso de evangelistas. ¿Cómo es que cualquiera puede meterse en la intimidad de una habitación del área de Salud Mental? “Hay muchos ingresos y poco personal”, se defiende una empleada de seguridad. Esa noche sentí olor a marihuana.
A la mañana del quinto día me dice la enfermera: “No te metas con ese, tiene ataques psicóticos; está en situación de calle”. Me siento más sola que ayer. No puedo esperar a la noche y estallo en llanto en el patio del hospital.
Me senté en el piso porque era imposible mantenerme en pie y alguien me abraza de atrás. Es Paola, la mamá de Sofía, una nena de 15 años. Nos unimos en esta desgracia, nos acompañamos, hablamos juntas con los médicos, psicólogos y enfermeras sobre nuestras hijas. Poco después se acerca Josefina, mamá de Almita de 14 años. Sofia y Almita logran que Cata salga al patio, al sol.
El séptimo día, Sofia busca a mi hija para ir a matear afuera. “¿Y Almita?”, pregunta Cata. “No se siente bien”, dice Paola. Cata sale corriendo a verla. No la dejan pasar. La enfermera me dice que una practicante le dio a Almita la medicación de otro paciente y estaba en observación. La nena sufrió una sobredosis que casi la mata.
“Pedí cambio de sector, estoy sola y sin seguridad. Cada semana, cinco pibes menores de 18 años entran a Salud Mental. Manejamos medicación muy peligrosa y no puedo ver más como prueban con los chicos. Tienen que derivarlos y dejar de negar esta realidad. No estamos capacitados para lo que nos está pasando y acá no hay inversión. Se nos viene todo encima”, me dijo Julia Grandelmeier enfermera a cargo del sector mientras le comparto un mate en el patio. Luego, siguió contando: “Nadie quiere agarrar ese turno, pagan dos pesos (280 mil pesos por mes y con horas extras o alguna bonificación que no supera los 400 mil pesos) y es muy complicado, no tenemos herramientas para ayudar a estos pibes”.
Es el día diez y viene la psiquiatra. Cata y Sofia son dadas de alta. Almita no. Esta mañana ingresaron a una criatura de 11 años en pediatría que intentó suicidarse y en Terapia Intensiva una mujer joven que tomó dosis altas de litio. “Pobrecita, ¿por qué la obligan a vivir?”, me dice Cata y la miro fijo mientras pienso que yo también la estoy obligando a vivir. “Quiero que la vida te seduzca más que la muerte”, le respondo y le digo que la amo tanto. Me sonríe y salimos de la mano.
*Estudiante de la carrera de Periodismo y Producción de contenidos a distancia.
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