La joven de 22 años logró destacarse en la escena musical del under por su particular manera de cantar. Su versatilidad le permitió conectar con el público tanto en los subtes como en grandes escenarios. Participó en el Ciclo Bestias y en La Bomba de Tiempo. Además, Valentina Reyna es la cantante principal de su banda, Reyna Ataraxia. La artista habla de su relación con la música y de quienes la marcaron para crear.
-Trabajaste varios años en un Hogar de Niños, ¿por qué?
-Fue por necesidad que acepté el trabajo. Me lo había ofrecido una amiga. Las vueltas de la vida son raras, a veces, porque yo cuando era piba también estuve en un hogar. Entonces, trabajando tenía más o menos una idea de cómo hacer las cosas, pensar qué clase de adulto me gustaría haber tenido o el que me gustaría ser.
Siempre me sentí dada con los chicos, de cuidar las infancias. Aprendí demasiadas cosas. Aunque parezca cliché: el amor es todo, las palabras pueden cambiar vidas, los chicos son de 3 a 13 años y capaz vienen con un chip de que no son nada y aprendí que una palabra te puede cambiar la manera de pensar.
-Esta experiencia de vida, ¿influye en lo que escribís y componés?
-Pensé en esto muchas veces. Tengo letras que todavía no salieron pero sí, he escrito sobre esto. Me baso mucho en el dolor, en lo que sienten, en sus miradas, en lo que me cuentan.
-Lanzaste ya tres temas con tu banda Reyna Ataraxia en diciembre del 2023, ¿cuál es la historia detrás de esos temas?
-La primera se llama “Hasta aquí”, cuenta la historia de una persona que tiene el corazón roto, una especie de separación y la tristeza que da. La segunda es “Contradictorio” habla de una persona que está esperando a otra y no pasa nada. Me pasaba que me gustaba una persona que me decía que nos íbamos a ver y yo me ponía muy feliz y al final no se concretaba nada; y así salió la canción.
Y, la tercera es “Hard”. A veces piensan que se la dedico a un varón pero en realidad era para un gato que yo tenía (Tupac). Tuve un momento de mucha tristeza en el que yo me decía: “Me voy a levantar como puedo y voy a brillar”. Venía de trabajar, vivía sola y me ponía en bolas, hacía quilombo, bailaba y cantaba mientras mi gato se me quedaba mirando. Yo, feliz.
–¿Cómo empezaste con la música? ¿Hay algún momento que te haya hecho decir “esto es lo mío”?
-Desde que tengo uso de razón me gusta hacer música. A los 13 años tuve mi primera banda de rock y después fui conociendo gente como, por ejemplo, mi mejor amigo Martín con el que empecé a hacer música, tocar covers y demás. Creo que siempre dije que “era lo mío”, que “no podría vivir sin cantar o sin la música”. Es un sentimiento que es indescriptible.
-¿Qué artistas te inspiran al momento de componer? ¿Cómo influyen en tu estilo?
-A mí siempre me dijeron que tenía voz para cantar blues y de grande me di cuenta de que me encanta cantar R&B, soul, gospel; me gusta jugar con las voces. Cuando tenía 12 o 13 años vivía escuchando música. Estaba enamorada de Amy Winehouse, Janis Joplin, Aretha Franklin. Adopté mucho de ellas, de solo haberlas escuchado. Son mujeres que le cantan al amor, al desamor, al dolor y son las cosas que a mí me llegan y me influyen un montón en cuanto a técnicas.
-¿Cómo es entonces tu proceso?
-Toco melodías en el ukelele o en la guitarra. Improviso sobre una base y empiezo a cantar lo que siento en el momento. A veces tiene congruencia y a veces no, pero escucho y sigo el hilo de lo que voy diciendo y voy creando.
-Cantaste varias veces en subtes, ¿cómo te sentís al actuar en un lugar tan distinto y espontáneo?
-Cantar en el subte me ayudó a trabajar los miedos, estar ahí con gente que no te pide que cantes, vos vas y decís: “Bueno, soy yo”. Es raro, tenés miedo y vergüenza, pero después se te va. La creadora del Ciclo Bestias me contactó a través de un video cantando en el subte, así que es una de las experiencias más hermosas que tengo.
–Contame algún otro momento inolvidable que hayas vivido gracias a la música.
-Para mí, estar con Lula Bertoldi que fue una de las personas que escuchaba a los 13 años encerrada en un hogar, conocer una canción llamada “Frío cemento”, a Eruca Sativa, y 10 años después que ella se contacte conmigo, cantar juntas, que me abra caminos como poder tocar en el Konex y conocer mujeres increíbles en el Ciclo Bestias que me enseñaron un montón, me parece inolvidable.
-¿Fue de los mayores desafíos que enfrentaste hasta ahora?
-Haber cantado en el subte me pareció un gran desafío ya que es ir y plantarte, me sirvió un montón para ser un poco más “cara rota”. Pero verdaderamente fue en el Ciclo Bestias cuando me dieron un tema de Hilda Lizarazu que no conocía, lo ensayamos sólo una vez y así como salió en el show estuvo espectacular.
-¿Qué te parece la iniciativa de Ciclo Bestias?
-Me parece una iniciativa diferente porque todo está hecho por mujeres, las luces, técnicas de sonido, artistas. Para mí es una locura Ciclo Bestias porque nos da oportunidad a las que somos invisibles y nos unen a todas siendo una por una noche. Es un movimiento hermoso hecho por Lula Bertoldi, Guadalupe Mol y Jorgelina De Agostino. Les debemos un montón, son unas genias.
–¿Cómo fue trabajar con La Bomba de Tiempo? ¿Qué te pareció esa experiencia?
-Tuvimos solo dos ensayos y era como “esto lo tenes que tener ensayado” y después ir, tocar y pensar con confianza “va a salir todo bien”. Sentí mucha felicidad porque no estaba tocando la canción de alguien más, sino que estaba tocando mi tema “Hard”. Había un mundo de gente, nunca había cantado para tantas personas así que fue algo único.
-¿Qué proyectos o metas tenés en tu carrera musical?
-Tengo demasiadas metas, pero lo que tengo en la cabeza es que quiero grabar un disco, un videoclip y sesiones. Pero, en este momento, el disco es el proyecto principal que tengo en mente.
-¿Cómo conectás con la gente cuando estás arriba del escenario?
-A mí me gusta mover a la gente, bailar, interactuar. La música es un puente de conexión que nos acerca, entonces yo creo que es un poco de eso: las preguntas y respuestas, el boludeo en el medio de los temas. Me encanta esa energía.
-Si le pudieras dar un consejo a otros artistas que están empezando, ¿cuál sería?
-No frenar nunca porque uno no sabe cuándo le va a ir bien. Ser constante. Uno realmente “la pega” cuando es feliz en lo que hace, no importa si no tenés un millón de reproducciones, lo importante es que sigas. Tardes lo que tengas que tardar y entender que hay momentos de frustración.
Vayan por lo que quieren y luchen porque todo tiene su recompensa y si no nos movemos no logramos nada. No paren de decirse cosas lindas. A veces hay que hacer oídos sordos con las cosas malas y hay que lanzarse por lo que uno siente.
*Estudiante de la carrera de Periodismo y Producción de contenidos a distancia.
De los pasillos grises de Birmingham al último adiós en su propia tierra: la vida imposible, caótica y luminosa de John Michael Osbourne.
Nació en el corazón industrial de Birmingham, en un entorno marcado por la pobreza, las fábricas cerradas y las cicatrices visibles de la Segunda Guerra Mundial. Vivía en una casa sin baño, compartía habitaciones con sus hermanos y la dislexia lo expulsó muy pronto de cualquier posibilidad educativa. Intentó oficios como albañil, plomero, empleado de matadero, pero ninguno funcionó. La sensación de fracaso era constante. Incluso un intento torpe de robo terminó con él en la cárcel, luego de que su propio padre pidiera que lo retuvieran para darle una lección.
Parecía destinado a convertirse en una sombra más de la Inglaterra obrera. Pero dentro suyo ardía una chispa extraña, irreverente, impredecible. Una chispa que terminaría cambiando para siempre la historia de la música.
El despertar: de Earth a Black Sabbath
Al salir de prisión, la vida parecía nuevamente un callejón sin salida… hasta que Ozzy escuchó por primera vez a The Beatles. Ese impacto lo volcó definitivamente hacia la música. Le pidió a su padre que le comprara un micrófono y colgó un cartel buscando músicos. Así aparecieron Geezer Butler, Bill Ward y Tony Iommi. Primero se llamaron Earth, pero la transformación llegó cuando Iommi propuso que, si la gente pagaba por sentir miedo en el cine, quizá podrían generar esa misma sensación con una canción.
Así nació Black Sabbath, una banda que sin proponérselo abrió las puertas de un nuevo género.
Black Sabbath, caminando por Abbey Road en 1975 | Foto: Nostalgia Addict 570
Un mundo en guerra y una banda dispuesta a mirarlo de frente
Mientras en 1967 florecía el movimiento hippie estadounidense, con su estética de paz y amor, el gobierno norteamericano sostenía la guerra de Vietnam con propaganda, reclutamientos forzados y un discurso que maquillaba el horror.
Desde una Inglaterra obrera que conocía la crudeza sin filtros, Black Sabbath eligió mirar la oscuridad de frente.
En 1970 escribieron War Pigs, una denuncia feroz contra la guerra y quienes la planifican desde escritorios alfombrados. Ozzy gritaba: “Ellos comienzan las guerras; ¿por qué no van ellos a pelear en vez de usar a la gente como ganado?”
Era un mensaje que desafiaba a un mundo saturado de propaganda patriótica. El disco iba a llamarse War Pigs, pero fue censurado por temor a presiones políticas. Aun así, aquella canción se volvió un himno antibélico real, visceral, incómodo.
¿Por qué Ozzy nunca usó la señal de los cuernos?
Foto: www.roshalfin.com
Aunque muchos lo asocien con la estética del heavy metal, Ozzy Osbourne nunca utilizó la señal de los cuernos para identificarse. Ese gesto, popularizado más tarde por Ronnie James Dio, surgía de antiguas supersticiones católicas de los años treinta, donde se usaba para ahuyentar el mal. No tenía nada que ver con rebeldía musical ni con satanismo, y mucho menos con la identidad de Ozzy.
Ozzy, en realidad, se identificaba con la señal de paz y amor, un gesto heredado del espíritu setentista que lo marcó profundamente. Creía en la libertad, en los vínculos humanos, en la idea de que el afecto podía ser una forma de resistencia. Su ropa de los años 70’s, multicolor, suelta, casi infantil, atravesada por la estética psicodélica reflejaba exactamente eso: un hippie desbordado, un pacifista envuelto en caos.
Había otro gesto que también lo acompañó durante décadas: el clásico “fuck you”, pero no como un insulto vacío. Para Ozzy era un símbolo de protesta, un modo de desafiar a las guerras, a los políticos corruptos, a los moralistas que lo señalaban sin entenderlo. Era su manera de decir que no encajaba en ningún molde, ni siquiera en el del género que ayudó a crear.
¿Heavy Metal? “Parece el nombre de una chatarrería”
El término surgió de una frase de la canción Born to Be Wild de Steppenwolf (“heavy metal thunder”). Un periodista de Rolling Stone lo adoptó para describir el sonido de Black Sabbath, Led Zeppelin y Deep Purple. Pero Ozzy nunca se sintió representado. En 2005 dijo: “Heavy metal” parece el nombre de una chatarrería. Nunca me gustó. Yo vengo de un barrio lleno de fábricas, y ese nombre me recuerda a ese mundo”. Para él, su música era hard rock, o en todo caso heavy rock, pero no “metal”. El término quedó, y con el tiempo se asoció a estéticas oscuras y supuestos vínculos satánicos que nada tenían que ver con sus intenciones ni con su música.
Depresión, drogas y una luz al final del túnel
La muerte de su padre, Jack Osbourne, en 1978, le dejó un vacío que nunca terminó de sanar. Ozzy ya venía peleando contra años de adicciones, frustraciones y un desgaste emocional que lo tenía al borde. Su familia se desmoronaba y la relación dentro de Black Sabbath estaba tan deteriorada que parecía cuestión de tiempo hasta que explotara. Y así fue: en 1979, la banda decidió dejarlo afuera. Un golpe duro, pero inevitable.
El vocalista cayó en una espiral feroz. Pasó semanas encerrado en una habitación en Los Ángeles, rodeado de botellas, sin comer, ni bañarse, esperando simplemente que todo se terminara.
Fue ahí, en ese pozo, donde apareció Sharon Arden, hija de Don Arden, el temido mánager de Black Sabbath. Al principio llegó para intentar ordenarle la carrera, pero terminó haciendo algo mucho más profundo: lo levantó del piso y le mostró algo que él ya había perdido de vista. Una oportunidad.
Casamiento de Sharon y Ozzy en julio de 1982 | Foto: Www.rosshalfin.com
A comienzos de 1980, todavía en medio del caos, Ozzy empezó a audicionar músicos para lanzarse como solista. Y entonces entró un pibe tímido y flaquito: Randy Rhoads. Su talento descomunal no sólo transformó el sonido de Ozzy; le devolvió la chispa.
Por primera vez en muchísimo tiempo, Ozzy volvió a creer en sí mismo.
La leyenda empezó, como muchas cosas en la vida de Ozzy, por un accidente. Corría 1981 y el show avanzaba entre gritos, luces y euforia cuando alguien arrojó un murciélago muerto al escenario. En medio de la adrenalina, Ozzy creyó que se trataba de un elemento de utilería, una más de esas exageraciones teatrales que solían rodearlo. Lo levantó, lo llevó a la boca y el crujido confirmó que era real.
La prensa se abalanzó sobre el episodio como si hubiera encontrado la prueba definitiva de su supuesta oscuridad. Los titulares hablaron de satanismo, de locura, de sacrilegio. Programas enteros discutían el hecho; expertos improvisados analizaban su salud mental. Fue un escándalo global, un fenómeno imposible de contener. Pero Sharon Arden entendió que aquella crisis podía convertirse en un relato. Lo enmarcó, lo ordenó y, sin ocultarlo, lo integró al personaje. Así nació el apodo que lo marcaría para siempre: el Príncipe de las Tinieblas. Una etiqueta exagerada, casi caricaturesca, que le permitió a Ozzy moverse entre el músico real y el mito que el público esperaba ver.
La ironía es que, puertas adentro, Ozzy distaba mucho de la criatura que el mundo imaginaba. Era alguien que regalaba flores, que acumulaba símbolos de paz, que se conmovía con gestos mínimos y conservaba una inocencia casi infantil. Esa tensión entre la ferocidad del escenario y la ternura de su vida cotidiana terminó definiendo su identidad: un ícono nacido del ruido, pero guiado siempre por una sensibilidad que nunca abandonó.
Marzo de 1982 quedó marcado como la herida más profunda en la vida de Ozzy Osbourne. La gira de Diary of a Madman avanzaba entre shows masivos, agotamiento y una dinámica en la que el caos parecía parte del staff. El grupo viajaba en un micro que, como tantas veces, hizo una parada en un rancho de Florida. Allí, a pocos metros, había una avioneta privada perteneciente al dueño del lugar.
Mientras la banda dormía, el piloto Andrew Aycock insistió en dar unas vueltas en la aeronave “para despejarse”. Randy Rhoads aceptó subir, al igual que Rachel Youngblood, la maquilladora del tour. Randy era conocido por su extrema prudencia: no bebía, no consumía y evitaba cualquier situación riesgosa. Subió porque le habían prometido un vuelo breve, tranquilo, casi turístico.
Pero el piloto no estaba en condiciones de volar. Tenía cocaína en sangre, antecedentes de conductas imprudentes y, según testigos, una actitud temeraria desde que encendió el motor. La avioneta despegó, giró, y en segundos lo que debía ser un paseo terminó convirtiéndose en tragedia.
Aycock comenzó a realizar maniobras peligrosas cerca del micro donde descansaba la banda, como si buscara impresionar o “jugar”. En uno de esos intentos perdió el control. La aeronave rozó el techo del vehículo, se inclinó y terminó estrellándose contra una casa cercana. La explosión fue instantánea. Randy, Rachel y el piloto murieron en el acto.
Ozzy se despertó por los gritos y salió corriendo descalzo, sin comprender qué ocurría. Lo que encontró lo acompañó el resto de su vida: restos del avión, fuego, humo, y la certeza brutal de que su guitarrista, su amigo, su hermano artístico, ya no estaba.
Randy no solo había impulsado la renovación musical de Ozzy; había sido un sostén emocional después de años de autodestrucción. Perderlo fue como ver apagarse la única luz que lo había sacado de la oscuridad.
Durante décadas, Ozzy cargó con una culpa imposible. Siempre dijo que, de haber estado despierto, jamás habría permitido que Randy subiera a ese avión. Ese pensamiento lo persiguió hasta el final. Nunca habló de él sin quebrarse y nunca dejó de sentir que el destino le había arrebatado a su compañero más brillante, alguien que con solo dos discos alcanzó la eternidad.
Éxito, fama y pérdida de control
Los años 80’s fueron, para Ozzy, una paradoja constante: mientras su carrera solista se transformaba en un fenómeno mundial, su vida personal se desmoronaba. Tras la muerte de Randy Rhoads, el dolor se convirtió en un motor oscuro. Trabajaba sin pausa, grababa discos brillantes como Bark at the Moon y The Ultimate Sin, giraba por el mundo y llenaba estadios… pero por dentro estaba devastado.
El hogar que construyó con Sharon parecía, desde afuera, una familia en pleno ascenso. Tuvieron tres hijos, Aimee, Kelly y Jack, vivían en mansiones, y Ozzy se volvía cada vez más visible en televisión, prensa y videoclips. Pero puertas adentro, la adicción era un monstruo que no dejaba de crecer. Mezclaba alcohol, cocaína, sedantes y pastillas con la misma compulsión con la que pasaba de un escenario al siguiente. No dormía, no comía, perdía la memoria con frecuencia y sufría episodios de ira y desconexión total.
Ozzy, Sharon y sus tres hijos Aimee. Kelly y Jack. | Foto: Reddit
El punto de quiebre llegó una noche de 1988, cuando Ozzy atravesó un brote psicótico bajo los efectos de una mezcla letal de sustancias. En un estado que él mismo describió como “no era yo, era un monstruo”, intentó estrangular a Sharon en su propia casa. Ella logró escapar y llamar a la policía. Cuando Ozzy despertó en la cárcel al día siguiente, no recordaba absolutamente nada.
Ese episodio podría haber sido el final definitivo: del matrimonio, de la familia y quizás de su carrera. Sharon podría haberlo abandonado o permitir que enfrentara las consecuencias legales. Pero tomó una decisión extrema: retiró los cargos, lo internó de inmediato en rehabilitación y le dio lo que definió como “una última oportunidad para vivir”.
La rehabilitación fue prolongada, difícil y cargada de recaídas, pero algo en Ozzy empezó a cambiar. El miedo a perder a su familia, la culpa por lo ocurrido y el recuerdo permanente de Randy funcionaron como anclas que lo obligaron a elegir entre seguir destruyéndose o intentar renacer.
Se alejó de las drogas, bajó de peso, recuperó hábitos saludables y comenzó a reconstruir su vida. Por primera vez en mucho tiempo, empezó a enfrentar su dolor en lugar de taparlo con excesos. Y aunque su lucha contra las adicciones nunca terminó por completo, aquellos primeros años de recuperación marcaron un giro decisivo: El cantante se volvió más presente, consciente y, sobre todo, más protector de su familia.
Despedida y renacimiento
Foto: Reddit
En 1992, tras el impacto mundial de No More Tears, Ozzy anunció su despedida definitiva de las giras. Su salud estaba al límite y sentía que ya no tenía más para dar. Pero aquella retirada duró poco: para 1995 volvió a los escenarios con una energía renovada. Fue entonces cuando Sharon intentó sumarlo al por entonces ascendente festival Lollapalooza, pero lo rechazaron con una frase que quedaría grabada: “Ozzy ya no vende”.
Foto: Loudwire
Lejos de desmoronarse, Sharon transformó ese rechazo en una revolución. En 1996 creó Ozzfest, un festival propio que abrió espacio a bandas que por entonces eran emergentes y que hoy son referentes absolutos: Korn, Slipknot, System of a Down, Limp Bizkit, Linkin Park y muchas más encontraron allí su primer público masivo.
Ozzfest no solo marcó el regreso de Ozzy: redefinió a toda una generación y cambió para siempre la historia de la música pesada.
El nuevo milenio: una familia rota frente a cámara
En el año 2000, los Osbourne dejaron Inglaterra para instalarse en Los Ángeles y, casi sin preverlo, se convirtieron en la familia más famosa del planeta. MTV lanzó The Osbournes, un reality que mostraba su vida cotidiana: discusiones absurdas, perros por todos lados y un Ozzy torpe, tierno y confundido que terminó ganándose al público. El rating explotó y el programa marcó un antes y un después en la televisión.
Foto: La tercera
Pero mientras el mundo se divertía, puertas adentro la familia se resquebrajaba. Kelly y Jack, expuestos a una fama que no podían manejar, cayeron en adicciones. En pleno éxito, Sharon fue diagnosticada con cáncer de colon, y Ozzy, ya emocionalmente agotado, sufrió un accidente casi fatal al caer de una moto dentro de su propia mansión.
El reality mostraba cercanía y humanidad, pero detrás de cámara la familia atravesaba una tormenta. Una vez más, Ozzy parecía condenado a vivir al borde del abismo.
Sus últimos años: enfermedad y resistencia
A partir de 2018, la vida de Ozzy entró en su capítulo más duro. Una infección en la mano que parecía menor se volvió una amenaza seria y lo obligó a suspender la gira No More Tours 2. Él, que había sobrevivido a accidentes, adicciones y tragedias, empezaba ahora a enfrentarse a un enemigo distinto: el deterioro físico.
En 2019, una caída en su casa desestabilizó todo. Se golpeó la espalda con tal fuerza que las lesiones comprometieron su movilidad. De un día para otro, pasó de prepararse para volver a los escenarios a necesitar ayuda para caminar. La cirugía que debía devolverle parte de su independencia terminó desencadenando un tipo severo de Parkinson, que lo dejó con dolores constantes, temblores, rigidez y una fatiga que lo consumía.
El hombre que había resistido a los excesos de los 70, que había sobrevivido a accidentes imposibles y a episodios que podrían haber destruido a cualquiera, ahora luchaba contra su propio cuerpo. Y aun así, no frenó.
En medio de ese panorama, grabó Ordinary Man (2020) y Patient Number 9 (2022), dos discos cargados de nostalgia, confesiones y despedidas veladas. Su voz sonaba frágil pero intacta, con esa mezcla de ternura y oscuridad que solo él podía transmitir. En cada canción podía escucharse algo más que música: era un hombre despidiéndose de un mundo que todavía no quería dejar.
En 2021 se estrenó The Nine Lives of Ozzy Osbourne, un retrato descarnado de su vida, donde él mismo admite no saber cómo sigue vivo. Para entonces, ya era evidente que su cuerpo estaba cediendo, pero su espíritu esa mezcla de humor absurdo, inocencia y resistencia pura permanecía intacto.
Los últimos años de Ozzy no fueron de gloria ni de multitudes, sino de lucha silenciosa. De intentar levantarse cada mañana, aunque doliera. De seguir creando, aunque le costara respirar. De seguir siendo Ozzy hasta el final.
De regreso al comienzo
En febrero de 2025, después de años de rehabilitación, Ozzy anunció lo que parecía imposible: volver a los escenarios una última vez, y hacerlo en la tierra donde había nacido todo. El sábado 5 de Julio se llevó a cabo Back to the Beginning no era un festival más: era un regreso al origen, un puente entre el chico pobre de Aston y la leyenda que había conquistado el mundo.
El lineup reunía a Metallica, Guns N’ Roses, Steven Tyler, Ron Wood y más. Pero nada importaba más que él. Ozzy, sentado en un trono, con la voz herida pero viva, entregaba cada palabra como si supiera que no habría otra oportunidad. El estadio entero lloró con él: cada canción sonaba a capítulo cerrado, a agradecimiento, a disculpa, a despedida.
Y luego, lo imposible: una última aparición de Black Sabbath. En su ciudad natal, donde cuatro obreros habían decidido cambiar la historia del rock sin saberlo, Aston volvió a verlos juntos por última vez.
Ozzy había cumplido su deseo. Lo había logrado. Lo que nadie sabía era que, sin querer, ya estaba escribiendo el final de su propia historia.
Durante un año entero, él y Sharon habían filmado un documental que debía culminar con ese show. Era un círculo perfecto: empezar en Aston, terminar en Aston. Volver al inicio para entenderlo todo. Back to the Beginning. Pero el destino tenía un capítulo más.
El final que nadie vio venir
El 22 de julio de 2025, días después de darle al mundo su adiós más luminoso, Ozzy Osbourne murió de un infarto, rodeado de su familia. Fue un golpe seco, imposible de procesar: habíamos presenciado su despedida sin saberlo.
Sharon y sus hijos Jack y Kelly en el funeral de Ozzy. Foto: www.rollingstone.com
En septiembre se estrenó No Escape From Now, el documental que él y Sharon habían filmado durante el año previo. El material mostraba a un Ozzy frontal y sincero, alternando humor, vulnerabilidad y un nivel de lucidez poco común respecto de su propio final. El registro exhibía su desgaste físico, su esfuerzo por seguir adelante y la claridad con la que hablaba sobre despedirse de los escenarios.
Con el paso del tiempo, el sentido de Back to the Beginning terminó de revelarse. Aquel concierto no fue simplemente un retorno simbólico a sus raíces: operó como una despedida concebida por él mismo, un cierre circular que empezaba y terminaba en Aston, el lugar donde había nacido todo.
Ozzy no se retiró en silencio. Eligió enfrentar la despedida con la misma determinación con la que había atravesado cada etapa de su vida: mirando de frente la oscuridad y transformándola en relato. Sus últimas apariciones públicas, sus discos recientes y el documental conformaron una obra final coherente con todo lo que representó a lo largo de cinco décadas.
Al volver al principio, cerró de manera definitiva una de las historias más intensas, impredecibles y profundamente humanas que dejó el rock.
El estreno de “Harta” (Straw) no desató una guerra cultural sobre qué cine quiere ver la gente pero si alguien se animara a abrir ese melón, esta película tendría mucho que decir. En tiempos donde la pantalla se llena de superhéroes con traumas de diseño y madres que resuelven todo con una sonrisa y un termo de café, el director, productor y actor estadounidense Tyler Perry se atreve a mostrar lo que muchos prefieren dejar fuera de campo: una mujer sola, morena, pobre, que grita porque ya no le queda otra. Y no lo hace desde el efectismo ni la épica, lo hace desde el barro. Literal.
El largometraje arranca con un sueño: Janiyah (Taraji P. Henson) tiene a su hija en brazos en el hospital. Después, la vemos atravesar un día cotidiano que se sostiene con alambre: un jefe que la humilla, los 40 dólares que no tiene para el almuerzo, la directora del colegio que la saluda como si fuera un fantasma, la gente del supermercado que la desprecia y le arroja una botella, el policía que la trata como amenaza. Todo eso antes del mediodía.
Todo eso con una calma que no se explica hasta que se explica. Al final, Janiyah descubre que su hija está muerta. Que todo lo que vimos ocurrió mientras cargaba un cuerpo sin vida. Perry no lo anuncia, lo deja caer. Y ese golpe —tardío, seco, sin red— no solo resignifica el sueño inicial sino que desarma al espectador. Lo obliga a revisar cada escena, cada gesto, cada silencio. Porque lo que parecía desesperación era duelo. Y lo que parecía resistencia era negación.
La puesta en escena acompaña: planos cerrados, tonos oscuros, sonidos que se amplifican como si el mundo gritara mientras ella calla. La iluminación deja su rostro en sombra, como si la película dudara entre mostrarla o protegerla.
Henson encarna entonces a una madre que atraviesa un día de violencia institucional, racismo y abandono con una contención que duele. No hay llanto exagerado ni frases para el Oscar. Hay una mujer que se encorva, que respira entrecortado, que mira sin esperar nada. Perry confía en ese gesto mínimo, y acierta.
“Harta” que está disponible en Netflix comparte con la película “John Q” la misma estructura de tensión: una figura desesperada que irrumpe en un edificio público, arma en mano, exigiendo justicia aunque ahí terminan las similitudes. Mientras “John Q” construye un héroe que desafía al sistema y lo doblega, “Harta” muestra lo que pasa cuando el sistema no se inmuta. Acá no hay salvadores; hay cuerpos que se quiebran y una madre que, en lugar de ser escuchada, es criminalizada.
Perry abandona entonces el melodrama clásico para construir una tragedia íntima que incomoda más por lo que calla que por lo que muestra. Por lo tanto, no es una película perfecta. Hay escenas que rozan lo efectista, momentos donde el guión se tambalea entre lo simbólico y lo literal pero, incluso en esos desbordes, Perry se mantiene fiel a su núcleo ético: mostrar lo que no se quiere ver.
En un ecosistema audiovisual saturado de sarcasmo y distancia emocional, “Harta” apuesta por el temblor. Y eso, hoy, vale más que cualquier corrección formal. ¿Es cine social? ¿Es un melodrama contenido? ¿Es una denuncia disfrazada de ficción? Tal vez sea todo eso y algo más como una advertencia porque la rabia de Janiyah no es patológica, es lúcida. Y si incomoda es porque nos toca donde más duele: en la idea de que el sistema exige fortaleza sin ofrecer cuidado. Que la maternidad no es sacrificio, es sobrevivencia. Y que el grito, lejos de ser exagerado, es lo único que queda cuando ya no hay nada más que perder.
*Estudiante de la carrera de Periodismo y Producción de contenidos a distancia.
“La fotografía como expresión artística tiene que estar viva. Tiene que latir. Y para que eso pase tiene que haber una pulsión en el momento de fotografiar”. Su particular mirada del mundo está registrada en miles de sus fotos. En esos trabajos, Lucía Prieto capta momentos de la historia reciente de forma muy precisa. Esos momentos van desde la celebración del amor, hasta la lucha colectiva por una vida más digna. La mirada es sensible y comprometida. Una mirada necesaria en estos tiempos.
-¿El arte puede ser una herramienta política?
-Para mí, todo es político y el arte no está exento de eso. La fotografía, al igual que cualquier otra forma de arte, no puede escapar a esa carga política. Cada decisión tomada en el proceso fotográfico desde el encuadre hasta la selección del sujeto es una declaración política. No creo en un arte apolítico o neutral, ya que incluso la falta de posicionamiento también constituye una postura política.
-¿Cómo vinculás a la fotografía con la política?
-En el ámbito de la fotografía documental, aunque parezca un debate saldado, todavía me encuentro con discusiones en redes sociales sobre la dicotomía “subjetividad/objetividad”. Yo defiendo la subjetividad en la fotografía. No solo se trata de las imágenes que capturamos sino de cómo las capturamos, qué mostramos y qué decidimos dejar fuera. Cada una de esas decisiones está mediada por nuestra experiencia personal y nuestro contexto socio-cultural y económico. En ese sentido, la fotografía es siempre una forma de intervención, y el hecho de decidir qué recorte hacer de la realidad ya es un acto político.
En mi caso, la fotografía está siempre cargada de intención. Incluso en los trabajos más personales, los sujetos que elijo, las situaciones que retrato y las escenas que me conmueven están marcadas por mis convicciones y mi mirada crítica.
En el caso de las marchas, por ejemplo, al armar un retrato no intento capturar una “realidad objetiva”, sino transmitir el contexto social y político que subyace en esa situación, dándole visibilidad a lo que me parece importante. Mi mirada está siempre comprometida con lo que creo y defiendo.
-¿Qué es lo que te lleva a elegir los momentos que capturás?
-La fotografía como expresión artística tiene que estar viva. Tiene que latir. Y para que eso pase tiene que haber una pulsión en el momento de fotografiar, que el gesto previo a la toma surja desde lo visceral, desde lo emocional, o desde las propias convicciones o contradicciones.
No puedo fotografiar algo que no me convoque de verdad. Por eso intento no ficcionarme a mí misma. No tanto en relación con la realidad externa, sino con mi forma de ver y entender el mundo. Fotografío desde ahí: desde lo que me conmueve, desde lo que no puedo ni quiero ignorar. Eso atraviesa tanto mi práctica fotográfica más militante como mi búsqueda artística o poética. En ambos casos, fotografío desde una necesidad interna de decir algo.
Créditos: Lucía Pietro para Revista Anfibia
-¿Cómo llega tu primera cámara de fotos a tus manos?
-De chica, nací en el 84, usé cámaras analógicas como muchos en esos tiempos pero no recuerdo haber tenido una conexión especial con la imagen en aquel entonces. La primera cámara que me marcó llegó en 2006 cuando nació mi hija.
Mi mamá, que vivía en el exterior, me regaló una Panasonic compacta con la intención de poder acercarle el crecimiento de su nieta a través de las fotos. Mirando a mi hija y explorando el autorretrato con un trípode y la luz de una estufa mientras ella dormía, algo se encendió en mí y nunca más se apagó.
-Leí en una entrevista que sos autodidacta y que aprendiste viendo muchas
fotografías. ¿Recordás cómo fué el momento en que decidiste que querías dedicarte
a la fotografía?
-¡Es verdad! En ese momento era madre primeriza y muy joven con poquísimo tiempo libre para mí, sin contención familiar para las tareas de cuidado y con una economía bastante precaria, así que no podía estudiar fotografía como me hubiera gustado.
Encontré mis propias herramientas de aprendizaje mirando muchísimas fotos, tratando de descubrir por qué algunas me atrapaban y otras me resultaban indiferentes. Copié mucho a mis referentes en los comienzos. Tocaba botones, probaba cosas una y otra vez. Siempre con un espíritu muy lúdico. Fue un aprendizaje lento, pero muy divertido para mí.
Un tiempo después empecé a trabajar como recepcionista en una empresa, en 2009. Con la ayuda, nuevamente de mi mamá, pude comprar mi primera cámara réflex. Laburaba de lunes a viernes, y algunos fines de semana asistía a un fotógrafo en casamientos. En mis ratos libres seguía explorando, retrataba a mis amigues, buscaba nuevas fotos.
Créditos: Lucía Prieto para Revista 5W
-Como fotógrafa participaste de movilizaciones masivas, varios encuentros de mujeres y del colectivo LGBTIQ+. ¿Cómo fue esa experiencia?
-Desde 2015 participo en todos los encuentros y manifestaciones del colectivo feminista que me fueron posibles desde mi lugar de mujer, fotógrafa y militante. Ese recorrido no solo marcó mi forma de estar en el mundo, sino que también constituyó el cuerpo de trabajo más extenso de mi archivo fotográfico hasta hoy.
-¿Por qué es importante para vos poner el ojo en este tipo de vivencias colectivas y de construcción?
-La imagen tiene un rol fundamental: nos permitió narrarnos en primera persona. Fuimos los propios protagonistas de esas luchas quienes empezamos a documentar nuestras vivencias, nuestra militancia. Esa perspectiva situada tiene un valor político y simbólico enorme porque desarma relatos hegemónicos que durante años hablaron por nosotrxs.
En un análisis que compartí durante una mesa redonda en el MALBA sobre “Fotografía en manifestaciones” señalé cómo esas imágenes permiten, vistas con el paso del tiempo, leer las transformaciones del movimiento. Esas transformaciones se ven reflejadas en las consignas y cómo se fue gestando un cuerpo colectivo: la mirada se desplaza, se pasa de hablar hacia afuera a hablarnos entre nosotrxs y fue dejando de ser una para ser todas.
Por eso valoro tanto ese archivo que construimos entre muchxs: un registro colectivo, plural, diverso, que no sólo documenta la historia del movimiento sino también da cuenta de nuestra propia evolución como sujetos políticos.
-Si pudieras imaginar una foto de tu vida dentro de 10 años, ¿cómo te gustaría que
sea?
-No lo sé. Espero que sea una versión sincera de mí. Ojalá esté en calma con la persona en la que los años y las experiencias me hayan convertido. Deseo que siga teniendo ganas de participar en la construcción de un mundo más humano, más empático y más justo, desde el lugar que elija habitar en ese momento. Y claro, espero que esa Lucía del futuro siga conectada con la fotografía, sin haber perdido ni la pasión, ni la curiosidad, ni el juego.
*Estudiante de la carrera de Periodismo y Producción de contenidos a distancia.