Inicio » Alfredo Moffatt: “Soy un arquitecto falso y un psiquiatra clandestino”

Alfredo Moffatt: “Soy un arquitecto falso y un psiquiatra clandestino”


Compartir

Sentado en una silla de madera, Alfredo Moffatt saluda chocando los puños. No usa barbijo, sí una visera verde agua para proteger sus ojos celestes, sensibles al sol que entra por la ventana del PH que alquila en Avenida Rivadavia al 3.400, a metros de la estación del subte Loria. Es su casa y también la sede de la Escuela de Psicología Social para la Salud Mental, que ya lleva 35 años de actividad.


El Bancadero atendió a lo largo de su historia a más de 30 mil personas. Fue un espacio organizado con diferentes disciplinas que se retroalimentaban entre sí. Allí se desarrollaban actividades y talleres de artes plásticas, técnicas corporales, laborterapia los domingos. Los grupos operativos psicológicos, bautizados “grupos de mateada”, eran responsables del tratamiento grupal más específico. El nombre Bancadero surgió ese primer día de una asistente: se ocuparían de “bancar” y recomponer las crisis psicológicas.

Luciano, hijo mayor de Alfredo, 53 años, biólogo, recuerda la presentación del libro “Terapia de Crisis “en un local de Once, allá por agosto del 82. En lugar de hablar de su libro, su papá propuso la creación de un espacio gratuito para grupos con sus técnicas de atención psicológica. La sociedad venía golpeada. La guerra de Malvinas había finalizado, la represión política y cultural se había atenuado y era el momento de empezar a cambiar la realidad. La iniciativa tuvo un eco inmediato y en poco tiempo alquilaron una casa antigua, con notorios signos de abandono. 

La reconstrucción de la casa ubicada en Gascón y Díaz Vélez simbolizaba la superación de las propias grietas. Los talleres de arte, de trabajo corporal, los grupos de mateadas, las jornadas de laborterapia los domingos, las fiestas de disfraces, la creatividad compartida, proyectos que se multiplicaban. El caos era solo aparente. Para Moffatt, La salud mental requiere de un proyecto con otros. Y el Bancadero lo permitía.

Alfredo Moffatt nació en Buenos Aires el 12 de enero de 1934. Su madre, de origen alemán y habitante de la Patagonia, se casó con un inglés de veintitantos, a los 16 años. Fue un casamiento que promovió la abuela alemana “nazi”, dice Moffat y. levanta la mano derecha, el saludo nazi que repetirá varias veces, cada vez que nombre a su abuela. De ese modo, se resolverían los problemas económicos de la familia. El padre era inglés y muy trabajador. Después de que Moffatt nació, la madre enfermó de artritis reumatoide. Para combatir una incipiente parálisis, el padre la llevó a Córdoba; creyó que el clima la favorecería. Dejó al pequeño Alfredo en Buenos Aires. Según cuenta, Moffatt vivió desde sus tres años hasta los siete en doce casas diferentes, con todo tipo de personas, desde las más humildes y marginales hasta las más pudientes. De ese modo conoció niños pobres y ricos y hoy piensa que optó por amoldarse, por no aislarse, inventaba diferentes juegos de acuerdo a los intereses de los chicos con quienes estaba. Aprendió a sentirse cómodo en todo ambiente y circunstancia.

A los siete años se reencontró con su mamá, muy cariñosa, ya imposibilitada de caminar, quien le transmitió valores que él nunca olvidaría. Lo instó a hacer algo importante para la Humanidad para aliviar el dolor de la gente. El primero de enero de 1960 tuvo una visión: comenzó a escribir “El Tratado del Mundo”, no lo abandonará nunca. Su sitio de internet www.alfredomoffat.com contiene más de 3.200 páginas e incluye toda su obra. 

Afirma que solía vestirse de linyera porque “los sanos y los ricos le parecen aburridos, en cambio los pobres y los locos tienen vidas más interesantes”. Se mimetizaba con “los vagabundos y pirados”, se volvía uno de ellos, les hablaba en su léxico y disfrutaba. Esta capacidad le permitió comprender en profundidad a las personas. 

En la filmografía de Woody Allen se destaca un falso documental ZELIG donde su personaje central se transforma en la persona con quien está. De ese modo Zelig si está con un policía, es un policía. Si está con un científico comprende todo de la ciencia. Malena, su hija, de 49 años, psicóloga y cineasta, dice: “Mi papá es Zelig”. 

Moffatt invita a sentarse, silla de plástico negra, almohadón con estampado atigrado. “Cuidado con los cables, te estás sentando encima”, avisa, atento. Al costado de esa silla se extiende su cama: dos plazas, almohadas y frazadas desparramadas. Un televisor plano de 14 pulgadas y arriba de todo un reproductor de películas. “Acá hago todo”, explica. 

En una mesa llena de papeles, escribe la Enciclopedia de la Terapia de Crisis, “está todo mi pensamiento en 90 páginas”, dice Moffatt. Varios retratos de su madre lo acompañan, un cuadro con la imagen de Perón “pintado por un loco del hospicio”, una calavera de plástico blanco, un monitor de computadora, folios, casetes, un viejo radio grabador. Una tela pintada hindú representa sus divinidades, máscaras africanas, esculturas, la imagen de Eva Perón “siempre será Evita” resalta. Por la ventana abierta entran sin pedir permiso los bocinazos de los coches. No hay espacio para caminar, ni lugares libres en las paredes. Carraspea, se acomoda la larguísima barba blanca y luego la acaricia. Busca motivos para reír “En mi vida me cagué de risa”, asegura. Cuando recuerda a la madre, su sufrimiento, se conecta un momento con la tristeza, de la que escapa cambiando de tema. Una pequeña estufa de gas colgada en la pared colabora con el sol y calienta su atiborrado espacio. “¿Sentís olor a gas?”. Duerme justo debajo de un diploma apócrifo de amplias dimensiones, enmarcado: “El Centro de Salud Mental Nacional certifica que Alfredo Moffatt ha completado el curso de Esquizofrénico. A los 11 días del mes de Diciembre del Año 1971”.

“Me curé de la locura, me contagié de la pobreza”. Moffatt, señala que no tiene nada material, es pobre, hace años tuvo una bicicleta pero tuvo que venderla para comer, “Estoy exagerando… —se ríe—, es parte del…”. No termina de completar la frase. Por momentos su voz se vuelve inaudible, carraspea, la recupera, los ruidos de la calle, la ventana abierta, conspiran. Su voz se ha ido apagando con los años. “Mi problema es la garganta y mis piernas, ocho, siete explica casi todo”.

“Mi padre no era malo, era un aparato, un pelotudo, me exigió que fuera arquitecto. Con eso me cagó la vida”, dice Moffatt. Muchas veces se vio desacreditado por ser arquitecto: “¿Quién es este Moffatt que cuestiona el sistema psiquiátrico que considera que los psiquiatras envenenan, torturan en lugar de curar?”, cuenta lo que escuchó reiteradamente. Acepta que la voz de un arquitecto no tiene valor en las esferas del poder.

 Moffat remarca que los locos ponen el dedo, señalan lo que el sistema oculta, y que por eso son encerrados. 

Le gusta aclarar. “Soy un falso arquitecto, si me dan una casa se viene abajo, si me dan un loco, lo curo. Soy un psiquiatra clandestino”.

Moffat fue profesor universitario de historia del arte y comprendió que el arte daba respuestas donde la ciencia no podía encontrarlas: del amor y de la muerte.

Enrique Pichon-Rivière, médico psiquiatra, fue uno de los introductores del psicoanálisis en la Argentina y un pionero de la psicología social. Se interesó en el trabajo de Moffatt sobre el surrealismo. A partir de un primer encuentro cambió de raíz la vida de Moffatt “Fui diez años Pichon Riviere”, dice, corroborando la teoría Zelig. La forma como altera las leyes gramaticales no son un error, sino que responden con exactitud a lo que quiere decir. Moffatt estuvo junto a él hasta 1977, los últimos 10 años de su vida. “Soy pichoniano, mis iniciativas subversivas fueron todas inspiradas en Pichon”. 

En los fondos del Hospital Psicoasistencial José Borda, creó, en 1970, la Peña Carlos Gardel donde los locos cantaban. Ese marco inofensivo le permitía a Moffatt camuflar intervenciones terapéuticas contrarias a las prácticas de los psiquiatras del hospicio. El Borda dejaba de ser un depósito de gente fallida gracias a la participación del equipo de Moffatt. La experiencia se disolvió con la dictadura, pero luego en 1985 retomó en lo que se llamó Cooperanza. De esas experiencias surgió la radio “La Colifata” en 1991. “El nombre lo puso un loco sabio y culto: ‘Se tiene que llamar La Colifata’, dijo y así quedó”, recuerda Moffatt.

El 29 de mayo de 2014 en la Sala Jorge Luis Borges de la Biblioteca Nacional se le realizó un gran homenaje: El Moffattazo. Participaron importantes referentes de los derechos humanos y personalidades de la cultura. Entre ellas, Carlos Sica, su discípulo, creador de Emergencias PsicoSociales, responsable del auxilio psicológico a los familiares de las víctimas de Cromañón y otras catástrofes.

“En mi vida hay un antes y un después de conocerlo. Es como un maestro zen que a medida que camina se le van cayendo las enseñanzas”, dice Sica “Y yo creo que muchos hemos recogido esas enseñanzas. Aprendí de Alfredo: no le hagas al otro lo que a vos te gusta que te hagan porque puede que al otro no le guste. Es aprender la empatía de lo que realmente necesita el otro y no de la mía”.

Recuerda también: “Cuando Alfredo estaba festejando los 60 años, estaban todos bailando. Él se acercó y me dijo: ´Mirá qué alegres que están, todavía no se dieron cuenta de que se van a morir´. En otra oportunidad lo veo encorvado y caminando muy lentamente: ¿qué te pasa Alfredo? ´Nada, nada, estoy ensayando para cuando sea viejo. Si yo ensayo para cuando sea viejo no me va a sorprender la vejez, voy a estar aclimatado ´”. 

Moffatt convive con su “mujer/hija” (así la llama) Daniela, 52 años menor: “Me casé con Daniela, porque era complicado adoptarla. Mis vínculos son afectivos; después uno pone el rótulo: esposo, esposa, hija, padre”.

Luego de diez años de matrimonio, Daniela y Moffatt dan clases virtuales en la escuela. Ella, que trabaja por las noches como policía en una comisaría, resume la relación así: “Nos acompañamos”.

Moffatt, hoy, cerca de los 88 años dice: “El mono ancestral creó al humano y el humano inventó la palabra y con la palabra armó la civilización, pero se cagó la vida. Porque con la palabra fabricó el tiempo y el tiempo tiene una parte jodida que es que te vas a morir. El animal no dice tengo miedo de morirme porque ya tengo cuatro años de caballo, de yegua”.

Ahora Moffatt se ofrece para las fotos, vuelve a preguntar mi nombre. “Me pongo lindo”, se saca la visera, acomoda los anteojos redondos de marco transparente. Da instrucciones: “De ese lado tenés que ponerte para que salgan mejor”, indica. Pide el sombrero negro de ala ancha “A los judíos les tengo confianza, son los creadores de todo, del cristianismo con Cristo, del psicoanálisis, del marxismo”. Acomoda la gran barba blanca, mira serio a la cámara, cruza sus brazos. Mantiene la posición inmóvil para la foto, luego afirma: “Soy rabino”, y ordena: “A ver bajate el barbijo…, sí, sos judío”, certifica satisfecho.


Compartir