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Construir una máscara para sobrevivir


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“Elegir la propia máscara es el primer gesto voluntario humano. Y es solitario”

Clarice Lispector

Memorias en fragmentos

Una máscara de barro se cae cuando Eugenia comienza a hablar y cuenta su historia. Cada vez que publica un libro, da una charla o una entrevista, los pedazos de barro seco se cortan y se estrellan en el suelo. Aparece la verdadera Eugenia.

Tener 93, 94, 95 pero mirar siempre para atrás, volver a los 14. Porque la vida continuó, aunque se detuvo ahí. Tal vez la inocencia hizo que Eugenia Unger fuera una sobreviviente de los campos de concentración nazis. ¿Puede la ignorancia ser un salvavidas en el peor de los naufragios?

Ojalá hubiera tenido esta fuerza que tengo ahora a los 14, 15 años. No me hubiera quedado en casa teniendo miedo, hubiera luchado en el gueto con mis queridos hermanos y hubiera muerto. Ahora no me da miedo nada de nada. ¿Qué me pueden hacer más de lo que ya me hicieron?  No hay palabras en el mundo para que diga lo que han hecho con mi vida”.

Una joven que recorre el mundo. Si hoy se piensa en esa idea, la imagen que se refleja es, tal vez, la de una mochilera que juega a descubrir quién es en otras tierras. Pero no fue ese el caso de esta mujer. O al menos, no tan así.

Eugenia Rotsztejn, hoy más conocida con el apellido de su esposo, Unger, nació en Polonia en 1926. Vivió en Varsovia, con su mamá, su papá, y sus cuatros hermanos. Eugenia es una de las fundadoras del Museo del Holocausto en Buenos Aires y su historia no deja indiferente a quien la escucha.

Un silbido en el aire que luego raja la tierra. Después otro. Y luego se suman más. No van a parar, no frenan: “¡Papá, papá! ¿qué pasa?”  —“No pasa nada. Estos son nuestros”. Pero no lo eran. “Ese momento nunca se me borró de mi mente. No había agua ni nada para comer. Los bombardeos comenzaron y ya no se detuvieron más. Entonces ya no tuvimos noche, no tuvimos día”. Para Eugenia resulta una contradicción no recordar qué cenó anoche pero sí tener presente con tanto detalle las escenas de horror vividas hace más de setenta años.

Escuchar su relato, ver en sus ojos el rastro de los gritos de su madre alertando la llegada de los nazis a su hogar, produce escalofríos. Solo tenían derecho a tomar una mochila, sin mirar atrás la vida construida en el hogar: recuerdos de la familia, objetos heredados, todo lo que constituye la esencia de lo que puebla la vida de las personas. “Mi mamá me dijo: `Guinucha, poné algo en la mochila, poné una ropita tuya´ Yo agarré una muñeca, y le dije: `Mamá, si mañana vamos a volver, ¿para qué necesito llevarla?´ Nunca más vi la muñeca, nunca más vi mi casa, mi familia. Todo se me fue, se me esfumó entre las manos”.

Fueron tres años en el gueto, dice Eugenia, esa fue la preparación: hambre, tifoidea, peleas. La vida transcurría en casitas de miseria. Es que antes, Varsovia había llegado a ser un segundo París, pero nadie lograba acostumbrarse a esa vida de muerte. ¿Qué clase de máscara habrá tenido que componer ella y tantos jóvenes más para sobrevivir a los atropellos de uno de los genocidios más grandes del mundo?

“Yo era una nena de catorce años, tironeada de un lado a otro, denigrada. Me cortaron el pelo, me sacaron la ropa, toda la identidad, y me pusieron un número. Dejé de ser una persona normal”.

De la niña mimada que vivía entre sirvientas, copas de cristal y cubiertos de plata, no quedó nada. Eugenia tuvo que moldearse una máscara de guerra. Transitó siete campos de exterminio, y caminó más de 300 kilómetros.

Estuvo un año y medio en Auschwitz- Birkenau, trabajó con granadas, bombas y canalizaciones para baños. “Llenábamos los carros de mierda y nos sacaban kilos de piojos”. Durante la mañana hacían un tzeil-apel, un recuento de prisioneros y luego los llevaban a una plaza donde en el medio había un cadáver colgando en la horca. Los nazis decían que si intentaban escapar ese sería su final.

Se arremanga el puño de la blusa como puede. Una tinta negra asoma sobre su piel traslúcida, algo cortada por los años. La impresión “48914” se adueña de su antebrazo izquierdo y remonta a recuerdos que Eugenia Unger hubiera querido desenterrar de su mente, pero que son indelebles. “A veces me pellizco para ver si de verdad estoy viva”, dice con mirada sincera y una lucidez sorprendente en su relato. Mientras el silencio se apodera de la sala, sus ojos verdes se clavan en la nada. “A veces no sé por dónde empezar a contar mi historia”, confiesa con la voz resquebrajada. Por momentos se la ve aturdida y consternada ante el esfuerzo de describir la peor pesadilla documentada en la historia de la humanidad.

“Hace un tiempo vi la película Último tren a Auschwitz. Yo estaba adentro de ese tren y viajé en el techo del miedo que tenía. No sé cómo estoy viva. Ni yo puedo creer que pasé eso durante seis años que parecieron seis siglos”.

Una máscara de fugitiva

De la niña mimada a la joven que construía bombas a la mujer que necesita escapar. Eugenia estaba siempre alerta porque se había propuesto la única meta que la mantenía viva:  sobrevivir.

En uno de los campos de concentración, conoció a Ana, su amiga y cómplice. Juntas, sobrellevaron el miedo y la desgracia. Se alimentaron de ratas y de carne humana para subsistir, pero entre ambas no superaban los cuarenta kilos.

Enuna de esas marchas de la muerte, Eugenia tomó fuerzas y vio la única posibilidad de escape. “Yo sabía que nos iban a matar porque nos habían obligado a sacarnos los zapatos. Mientras caminábamos por una zona rural, miré a Ana y le dije: `Ahora Ana, corramos´”. Ana –que ya no podía moverse de lo débil que estaba- se quedó paralizada, mirando a la nada. Eugenia la tomó de la mano y la sacó de la fila de miles de judíos forzados a caminar. “Corrimos hacia un establo lleno de vacas y nos escondimos ahí. Teníamos el uniforme a rayas y nos podían delatar”, cuenta. En un momento alguien abrió el portón del establo y el pánico volvió: “Era un nazi, pero por suerte cerró la puerta y no entró”. Ya de noche, cuando no se sentían voces ni gritos, salieron del establo y corrieron hacia un molino donde pasaron la noche y desde el cual veían cómo los judíos eran castigados con rebenques. “Al día siguiente, entramos a una casa en la que robamos ropa y pollos. Muchos judíos morían de hemorragia intestinal por tanto tiempo sin comer dentro de los campos”, lamenta.

“¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con la sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara. …”. Clarice Lispector.

“Después de la guerra, tampoco nadie se ocupó de los judíos. Nadie nos recibía, no había Cruz Roja ni nada. Solo me pregunté: ‘¿Adónde voy?´”.  Durmió cuatro meses en la calle. Los ofrecimientos de prostitución y las violaciones estaban a la orden del día.

“Yo nunca olvido. ¿Cómo es posible soportar todo esto, cómo es posible que aniquilen a un pueblo entero y nadie fuera capaz de hacer ni una manifestación?”.

Ahora, 80 años después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, se pregunta qué pudo haber sido de los seis millones de judíos que fueron asesinados en el Holocausto. Asegura que todos los días llora por sus muertos y que, cuando la tristeza la invade, prende una vela y habla con ellos.

“Yo no puedo olvidar, pero no puedo tener este odio. Cambio todo eso por amor. Porque esta fue la desgracia más grande de nuestra vida y yo no pude escapar a este destino. Hoy voy a dormir tranquila, porque saqué todo este dolor que llevo dentro de mí”.

La máscara de una sobreviviente

Eugenia no sabía a dónde ir ni qué hacer. Regresó a Varsovia, donde también vivió en la calle y sobrevivió pidiendo limosnas durante algunos meses. “Los nazis nos arruinaron la vida, nos quemaron lo más hermoso que uno puede tener.  No comprendo qué hizo el pueblo judío al mundo para sufrir esta matanza. No me explico cómo pueden seguir existiendo bandas antisemitas o personas que justifiquen el odio racial”.

Desde Varsovia, el siguiente destino fue Italia. Allí conoció a su esposo y dio a luz a su primer hijo. En 1959, ambos, decidieron que Argentina sería la tierra ideal para, por fin, comenzar una vida en paz.

¿Quién fue desde entonces, y quién es ahora Eugenia Unger?

A los 13 años, en su ciudad natal, jamás pensó que lograría sobrevivir a siete campos de concentración, ni que algún día llegaría a ser reconocida como Personalidad destacada de los Derechos Humanos de una ciudad en un país al sur del mundo.

Junto con otros sobrevivientes, fundó el Museo del Holocausto con el fin de difundir la historia de la mayor matanza del pueblo judío y así, evitar que alguna vez  vuelva a ocurrir algo similar.

Pero no fue todo: Eugenía, además, escribió tres libros: Renacer de las cenizas; Holocausto: lo que el viento no borró; y Eugenia Coraje. Su historia de vida también fue parte del guion de la película La lista de Schindler.

A sus noventa y cinco años, Eugenia continúa dando charlas y testimonios alrededor del mundo.

“Elegir la propia máscara es el primer gesto voluntario humano. Y es solitario” escribió Clarice Lispector. Y Eugenia construyó las suyas.


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