Lesbiana, feminista y profundamente cristiana, Higui asegura que Dios le envió “un ejército de ángeles” para mitigar su tristeza y ayudarla a “no tirar la toalla” cuando estaba presa en el penal de Magdalena.
Por Mariano Lieutier
Creció entre los partidos de San Miguel y Bella Vista, conurbano profundo, un paisaje semi rural donde se enamoró de la libertad y la naturaleza. Pasó ocho meses encerrada en un “pasillito” angosto de dos metros cuadrados, donde no entraba el sol y le faltaba el aire. Con su pequeño cuerpo gorgojo y acorazado, tuvo que hacerle frente a algo tan quijotesco como la dominación machista, que golpea a las mujeres hasta matarlas. Por el tono finito de su voz, por su forma de vestir, de comportarse y de hacer chistes, pareciera ser una “wuachiturra cachivache”, alegre y jaranera. Sin embargo, bajo la visera del gorro que le esconde la cara, se evidencia la mirada de una “doña” de 43 años de edad que carga con la angustia y el tormento de haber asesinado a un hombre en defensa propia.
“Te voy a hacer sentir mujer, forra lesbiana”, la insultó uno de los 10 hombres que integraban la pandilla que intentó violarla, la noche del 16 de noviembre del 2016, en Lomas de Mariló. Inmersa en un repentino torbellino de violencia, Eva Analía de Jesús, Higui, asesinó a uno de sus atacantes con una puñalada de cuchillo casero en el pecho. Inmediatamente después perdió el conocimiento y fue linchada con salvajismo. Cuando despertó ya había sido preventivamente privada de su libertad, en la comisaria segunda de San Miguel, sin la atención médica correspondiente: “El dolor en el cuerpo y en los dientes por las piñas y las patadas no se me iba. Tenía el estómago tan lastimado por los golpes que me dolía cada vez que vomitaba”. Ese padecimiento físico fue agravado por las inhumanas condiciones de encierro. “Vivíamos en un pasillito de 2×2, atrás de una puerta doble hierro, con una ventana de tres barrotes y nada más”, recuerda con tristeza y agrega que en más de una oportunidad se desmayó por la falta de oxígeno: “Encima era verano y no se podía respirar. Me acostaba en el piso, con la nariz pegada bajo la puerta por donde corría un poco de aire”.
Al dolor corporal de la paliza se le sumó el psicológico de la reclusión. Adentro de la celda se marchitaba como una flor sin sol, se le caía mucho el pelo, se apagaba, se volvía “chiquita” y andaba siempre nerviosa. Por las noches la acosaban pesadillas: “Dormía mal, me despertaba todo el tiempo. Soñaba con el ruido de los candados que te rompen los tímpanos”.
Hay algo que salta a la vista cuando se conversa en intimidad con Higui. Por un lado, le cuesta un notable esfuerzo reconstruir con precisión y detalle lo ocurrido la noche del ataque. Por el otro, carga con aquello como si fuera una cruz o un estigma. Su voz comienza a quebrarse y se le llenan los ojos de lágrimas: “Yo sé qué es lo que hice. Sé que estuve mal. Sé que no tengo derecho a hacer una cosa así. –y con un tono de voz ya totalmente dominado por el espanto, escupe- Fue la situación que me llevó a hacerlo, tenía miedo, no podía sacármelo de encima y me asusté mucho”. Hace fuerzas para narrar, se asfixia con su propio llanto y la oprime una impotencia: “Siempre me porté bien, jamás robé, preferí salir con un carro a juntar botellas y cartones antes que hacer el mal. No le falté el respeto ni le hice daño a nadie”. Además, la desgarra el desconsuelo de no entender: “Por eso estando adentro me preguntaba ‘¿por qué a mí, por qué?’. Si nunca ni siquiera ni una tarjeta amarilla me habían sacado adentro de la cancha”, aclara como tratando de darle una anestesia de buen humor a sus lágrimas.
Higui pasó toda la vida bajo el flagelo de los abusos patriarcales. Segunda hija mayor de una familia humilde, numerosa y con un padre ausente. Desde la infancia en William Morris hasta la adultez de Lomas de Mariló vio a los hombres ejerciendo diferentes tipos de violencia sobre ella y sus afectos. Vio a su padre pegarle a su madre, a su padrino empuñar una pala contra su hermana, a sus cuñados abandonar en pleno embarazo a sus hermanas y sobrinos, y también a sus vecinos odiarla por “lesbiana y tortillera”. Desde pequeña se enfrentó, se paró “de manos”, contra esas violencias machistas. “Mi familia es un tesoro y mis sobrinos son como mis hijos. No telero las agresiones y por más que sea buenita a veces también me salta la térmica”, dice sobre sí misma y confiesa que alguna vez tuvo que responder como responden “las leonas cuando huelen peligro cerca de sus cachorros”.
Susana, la “hermanita” de 37 años, describe a Higui como esa “figura paterna” que ellas nunca tuvieron: “Cuando éramos chicas ella nos enseñaba, nos educaba, nos llevaba a la cancha, y nos cuidaba. Era como ese papa que no teníamos”. Por eso, al caer presa, su familia se sintió desamparada. “Siempre estuvo ahí para ayudarnos, cada vez que alguna tenía problemas la llamábamos y venía enseguida. Por eso cuando le pasó lo que le pasó nosotras no sentimos muy desprotegidas, ¡no teníamos a quien recurrir!”, completa Susana.
Un tiempo antes de quedar detenida Higui se enteró que su hermana travesti, Tatiana, había enfermado de HIV. Entonces la llevó a vivir con ella y comenzó a construirle “una piecita en el fondo” de su terreno. Le compró paneles, le hizo el contra piso, le techó, y donde tenía su “lavaderito” empezó a hacerle la conexión del baño. Higui funcionó siempre como un sostén emocional para los suyos. Incluso, hasta ocultó la angustia de estar presa: Se mostró fuerte y entera durante el horario de visita y jamás se permitió llorar delante de su madre.
Higui disfruta haciéndose “la mona” y haciendo reír a las personas. Confiesa que solo puede conciliar el sueño si esta con su gente. Si duerme sola se despierta hasta 8 o 9 veces por noche, por causa del “ruido de los candados que rompen los timpanos”. Le gusta tomar cerveza, atajar tiros libres, leer la biblia, darle de comer a su perra “Machona” y jugar al futbol. Durante la mayor parte del tiempo exhibe un carácter alegre, burlón y extrovertido, pero se trastoca a una personalidad triste y apagada cuando recuerda las condiciones de encierro en las que le tocó vivir. “Yo a ese lugar no vuelvo más, prefiero morirme ahogada en el océano o que me caguen a palos todos los días”, exclama entre sollozos. Un rato después, con los ojos ya secos y los mocos tragados bromea al respecto: “…bueno, todos los días no, que me caguen a palos una vez por semana así me dan tiempo a recuperarme”.
Predica que el odio es una cosa “triste” y que no quiere “vivir con rencor en el corazón”. “Si nos caemos, nos limpiamos las rodillas y nos volvemos a levantar”, aconseja. La familia y “el amor de las pibas” fue lo único que la ayudó a mantenerse fuerte y entera estando “adentro”. “Me sentía tan mal que creí que nada me iba a poder rescatar. Pensé: ‘necesito un ejército de ángeles’, y Dios me lo mandó”, cuenta mientras dibuja una sonrisa milagrosa en su boca.
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