El triunfo como locales en el Mundial 1998 no sólo fue celebrado por la producción futbolística de Les Bleus: aquel equipo multicultural logró unificar a un país dividido por el racismo y los prejuicios.
Por Ramiro Farías y Juan Manuel Gil
Francia ganó la Copa del Mundo celebrada en su país, en 1998. No fue un triunfo más. No fue un triunfo solamente futbolístico. Fue un triunfo social, político y cultural, que consolidó y unificó a un país entero. La goleada 3-0 ante Brasil en la final fue el desenlace de un mundial sufrido. Un mundial que no les pareció tan fácil como indicaban los papeles. Lucharon, se unieron y llegaron a la final. Allí Francia demostró todo su fútbol. La excelente camada de jugadores (la mejor de la historia) dio sus frutos y el país estaba unido. Una vez más, un espectáculo deportivo trasciende las fronteras y reúne a una sociedad descompuesta como Francia.
Socialmente hablando, padecía en su peor momento. Un país repleto de ciudadanos de diferentes procedencias era el punto de inflexión. Y como es habitual, lo que pasa en la sociedad, se traslada al campo de juego. Solamente ocho de los 22 jugadores franceses eran de origen francés. Había senegaleses (Patrick Viera), armenios (Youri Djorkaeff), ghanés (Marcel Desailly), argelinos (Zinedine Zidane), neocaledonio (Christian Karembeu), vascos (Bixente Lizarazu) y hasta el hijo de un inmigrante argentino (David Trezeguet) en la multicultural plantilla francesa. Ellos eran señalados y se vieron envueltos en situaciones de discriminación o ninguneo, por el simple hecho de que no eran franceses puros sino que provenían de otras etnias.
“Fue un equipo inolvidable. Marcó una época en el futbol francés, pero muchos no supieron valorarlo”, dijo Frédéric Hermel, periodista francés del diario español AS. La situación del país no era de la mejor. Negros, blancos y árabes vivían en conflictos por la lucha de sus derechos. El racismo y la discriminación era una fiel dominadora del pueblo. “Fue difícil vivir en aquella época. Todo andaba mal, como sociedad y Nación”, opinó Hermel.
Por aquellos tiempos, Jean Marie Le Pen, el líder del Frente Nacional (partido de ultraderecha), manifestó que era “incoherente hacer venir a jugadores de otros países, no es necesario que jueguen en nuestra selección”. La principal crítica que se les hacía era los extranjeros no entonaban “La Marsellesa”, lo que para Le Pen y sus seguidores era una falta de respeto para el país. “Era una situación insólita pero comprensible, cada jugador tenía su derecho propio”, rememoró Hermel.
No solo eran problemas sociales y políticos. Aquella generación extraordinaria fue muy criticada en la previa por su falta de juego e identidad. Sin embargo, se sobrepusieron y lograron ganar de manera invicta el Mundial en su país, luego del histórico 3-0 a Brasil en la definición. Aquel domingo 12 de julio de 1998, Francia se volvió una fiesta. La sociedad recuperó aquella sonrisa que había sido borrada por la discriminación y el racismo. Atrás quedaban las diferencias. París, fue el lugar indicado donde millones de personas, de distintas etnias, festejaban el primer título mundial del país. Lógicamente, la felicidad desbordaba por los aires en los Campos Elíseos y en la Torre Eifell. La diversidad no era un tema a discutir: “El mejor día de mi vida. Aquellos extraordinarios jugadores hicieron feliz a un país en tiempo de tormenta. Hay que ser agradecido y menos insignificantes con ellos”, concluyó Hermel.
Les Bleus marcaron un antes y un después. Eran el orgullo de una Nación que estaba siendo unida. El triunfo generó una de las integraciones políticas y sociales más grandes de la historia mundial. Para algunos un triunfo “multicolor”. Para otros, solamente fútbol. Fue selección que se impuso a los prejuicios.
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