Estuvo secuestrado entre 1977 y 1979. En esta entrevista, recuerda esos años y cómo se vivieron los festejos por el Mundial ’78 adentro del campo.
Por Pablo Korman, Lucía Lescano, Daniela Levy Hara, Nicolás Matheos y Agustín Naya
Jueves 17 de noviembre de 1977. Esa mañana, Alfredo Margari despertó dispuesto a acompañar a su madre al médico. En la puerta de la casa, lo estaban esperando militares sin uniforme. Sin una orden de detención, lo encapucharon y lo llevaron a la Escuela de Mecánica de la Armada. A su madre la arrinconaron contra la pared, junto a un vecino que salió a defenderlo. En ese momento, uno de los militares se paró en medio de la calle y apuntó con su arma contra un camión de sodas. Cuentan los vecinos que en los días anteriores, habían visto a uno de los secuestradores vestido de barrendero limpiando la vereda. Alfredo sabía, en realidad, que debía vivir con más cautela. La dictadura llevaba más de un año y muchos de sus compañeros de Montoneros habían sido secuestrados y privados de su libertad.
Cuarenta años después, en el marco de una entrevista realizada por alumnos de periodismo de la escuela de comunicación Éter, el ex militante de Montoneros asegura que esa mañana de noviembre de 1977 sintió que todo se acababa.
– ¿Qué realidad percibías a los 20 años?
Me llevaba el mundo por delante, sentía que la lucha servía. A diferencia de lo que algunos piensan, nuestra militancia no era solamente rebeldía, había una convicción de por medio, pese a que a esa edad siempre hay un componente de rebeldía. De todas formas, la historia del mundo en ese momento era otra, había toda una serie de cuestiones que nos hacían sentir visible que acá también era posible un cambio. Veníamos de años de mucha politización, particularmente la juventud. La escuela secundaria era clave.
– Antes del secuestro, ¿llegaste a replantearte tu militancia por miedo?
El miedo sigue existiendo. Hoy tengo miedo de que me pise un auto, o de subirme a un avión. Aún así, sigo subiéndome a aviones, y sigo cruzando la calle. En ese momento era igual, pese al miedo, pese a las posibilidades de no volver a ver a mi familia y de morirme en un centro clandestino, seguía militando en función de mis convicciones. Yo escuchaba una sirena y pensaba “estos vienen a buscarme”. Con el tiempo me di cuenta que lo último que hubieran hecho era poner una sirena. El miedo que imponían los militares se basaba en el silencio, en la ignorancia, jamás hubieran hecho ruido, jamás se hubieran expuesto.
– ¿Qué ocurrió cuando llegaste a la Esma? ¿Cómo viviste el encierro y la liberación?
Me hicieron un interrogatorio y después me torturaron, durante los dos años que estuve en la Escuela de Mecánica de la Armada. En el ’79, cuando me liberaron, me dejaron en la esquina de la Esma y me dijeron “andate”. Supongo que me dejaron ir porque yo no tenía un alto cargo en Montoneros. En la militancia había niveles de jerarquía, y yo era un militante más.
– ¿Cómo es el día a día en un centro clandestino?
– Hubo diferentes momentos durante los dos años en que estuve detenido. Los primeros meses prácticamente estábamos tirados en el piso con grilletes, con esposas, y una capucha, o si tenías suerte y no eras muy peligroso, con un antifaz. En ese momento, Massera tenía un proyecto político, por eso una parte de los detenidos elegidos al azar, pasaron a ser parte de su “staff”, y a cumplir funciones en la Esma. Yo, que soy gráfico, pasé a imprimir facturas truchas, falsificar datos y hacer “informes cero”, que eran notas de información que mandaban a las embajadas. El hecho de formar parte de ese grupo privilegiados de detenidos, me permitió tener cierta posibilidad de movimiento. Entonces, fui conociendo a los guardias, que eran pibes de entre 17 y 20 años que estaban estudiando en la escuela, y que nos creían peligrosos porque así lo habían querido los milicos. Les ofrecían un mejor sueldo, les daban una serie de ventajas por estar ahí y los pibes, que tenían poco nivel de consciencia, aceptaban. Con el tiempo, se fueron dando cuenta de que éramos personas normales, y, los más blandos, nos daban mayor libertad. Eso fue lo que en definitiva nos permitió permanecer ahí, vivos.
– ¿Cómo vivían el momento donde se llevaban a sus compañeros para asesinarlos?
Los miércoles estaban los “traslados”, que eran lo peor de todo, un momento de mierda. Un oficial traía una lista, la leía y el que nombraba debía pararse. Dependiendo de la cantidad de gente que asesinaban, era cada miércoles o cada dos semanas. Después nos enteramos que se trataba de los ‘vuelos de la muerte’, como comenzaron a decirle con el tiempo. Se los llevaban a aeroparque, y en aviones de la marina los tiraban al río.
-Durante los dos años que estuviste secuestrado, ¿tuviste contacto con tu familia?
Mi familia no supo nada durante los primeros cinco meses, hasta que un día me dejaron llamarlos. Fue una charla muy corta, yo no podía contar mucho, y además, tampoco sabía muy bien qué decir. Afuera, mi familia presentó un habeas corpus, pero en ese momento no significaba nada. Pasado el año, un guardia armado me llevó a mi casa a ver a mi familia.
– ¿Cómo se vivió el Mundial de fútbol de 1978 desde adentro del centro clandestino de detención y fuera de él?
Afuera, la gente lo utilizó como una válvula de escape. No nos olvidemos que cuando Videla inauguró el mundial en el Monumental, mucha gente lo silbó porque era evidente que era utilizado como una propaganda. La alegría demostrada en las calles tuvo que ver con eso, una forma de escaparse, más allá de lo que significó para nosotros, que estábamos tirados en los sótanos con compañeros recientemente torturados, y escuchábamos los goles por la radio y los ruidos de afuera. Cuando ganamos, para los que somos futboleros, había un sentimiento contradictorio en el fondo. Yo no quería que ganara Argentina, en cambio otros compañeros querían que pierda. Para los guardias y los milicos, ese sí era un triunfo. A ellos los ayudaba a disfrazar a un país sometido a un terrorismo de estado atroz. La obtención del campeonato del mundo en esas circunstancias, generó eso, una contradicción. Cuando ganamos, a una compañera la sacaron a festejar en un auto. El día después de ganarlo, fue como si no hubiera pasado. A los que estábamos secuestrados no nos cambió nada la obtención del título.
– ¿Cómo fue tu vida cuando te liberaron?
Yo no quería contar demasiado. Sabía más de lo que debería saber. Con el retorno de la democracia y el de muchos de mis compañeros exiliados, empezamos a reunirnos y a intercambiar información. Adentro de la Esma no hablábamos porque lo importante era sobrevivir. En definitiva, reconstruimos la historia colectivamente. Es curioso, porque terminé recordando hechos sintiendo que los había vivido, cuando en realidad había sido la experiencia de un compañero. La memoria es una construcción colectiva, entonces te convences de que viviste cosas que en realidad no. Pero no está mal, no es mentira, es justamente una memoria en conjunto. Aún hoy, que nos juntamos con compañeros y sentimos una suerte de pertenencia, seguimos recordando cosas de las cuales, con el tiempo, nos apropiamos.
– ¿Y cuál es el papel de la Justicia en esa construcción de memoria?
Fui parte de tres juicios. Uno de los juicios en que me tocó declarar fue el de Febres, un caso particularmente curioso. Días antes de la sentencia, apareció misteriosamente muerto en donde se encontraba detenido. Estoy casi seguro que lo mataron, resulta que murió envenenado y todo dio a creer fue un suicidio. Pero lo curioso fue que se comentaba que Febres sentía que lo habían dejado solo, razón por la cual creían que iba a declarar, y, si Febres hablaba, era peligroso por varios aspectos. Por un lado, porque iba a incriminar a otros militares, y, por otro, porque en la Esma él era el responsable de tratar a las embarazadas durante el embarazo. Él “cuidaba” a las embarazadas, retiraba a los bebés y los entregaba a familias de militares o cercanas a la dictadura. Es por eso que se suponía que Febres conocía el destino final de muchos de los hijos de detenidas y desparecidas que actualmente estamos buscando. Definitivamente, eso no les hacía mucha gracia.
– ¿Volviste alguna vez a la Ex Esma?
– Volví cuando Néstor Kirchner la abrió como espacio de memoria. Fue fuertísimo, significó muchísimo para nosotros la cuestión reivindicatoria. Ir acompañados por el Presidente de la Nación tuvo un valor institucional importantísimo. Ese 24 de marzo, que había ido acompañado de mis hijos, me encontré con un hombre que también había estado secuestrado ahí una semana. Él nunca había declarado. Así, miles. Personas que estuvieron dos horas en un centro clandestino y creen que su testimonio es insignificante, sin tomar consciencia de lo valiosa que es su declaración. Cada uno procesa su historia como quiere y como puede.
-¿Y qué cambió en relación a los pensamientos e ideales que llevabas en ese momento?
– Evidentemente hoy no se me ocurriría hacer algunas cosas que hice en ese momento, por más que no me arrepiento de nada. Con el colectivo de sobrevivientes estamos orgullosos de nuestra militancia, no renegamos de ella. Somos autocríticos en algunas cuestiones, pero no estamos arrepentidos de haber peleado contra la dictadura militar y de haber luchado por un mundo mejor. Los jóvenes han cambiado, sin embargo, hoy hay muchos que participan activamente de la vida política del país. La militancia no es solamente partidaria, hay muchísimos movimientos sociales, sindicatos, organizaciones, cooperativas, etc. Uno no puede comparar aquellos tiempos, y no necesariamente hay uno que sea mejor que el otro. Las condiciones sociales y políticas del país cambiaron rotundamente, en parte por lo que pasó en esos tiempos.
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