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LOS MAESTROS DE LA MARCHA


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La vereda izquierda de la avenida Rivadavia está teñida de naranja por la extensa fila de colectivos escolares que comienza en Callao y llega a Saénz Peña. Bajan emponchados, con gorros, bufandas y envueltos en banderas que identifica el gremio y la ciudad de origen. Todas y todos ellos están por lo mismo: la “Marcha en Defensa de la Educación Pública”.

Por Martin Smoje y Ariana Citcioglu

De a poco se forman algunas rondas en la plaza y los mates circulan para paliar un poco el frío. A un costado, un grupo se encarga de los carteles y el cotillón. Terminaron de confeccionar una tijera de cartón envuelta en papel aluminio para denunciar el ajuste en el presupuesto educativo. Al costado, descansaban las pancartas de “No al ajuste en la educación pública”, con algunos bolsos y mochilas encima para evitar que sean víctimas de la sudestada que también estuvo presente en la jornada. Desde temprano, las ráfagas anunciaron que sería un día intenso: en las calles, más de 300.000 personas se manifestaron a favor de la educación y, en los mercados, una megadevaluación llevó al dólar a 42 pesos para cerrar en 38 y monedas.

Desde principios de agosto, tras el receso invernal, las universidades estuvieron de paro en reclamo por paritarias, una mejora presupuestaria, exigiendo el pago a docentes que no cobran y marcando la cancha para la lucha que se dará en torno al presupuesto educativo para el año entrante. Llegaron a 57 las instituciones sin actividad.

Con un país que todos los días parece a punto de explotar, la movilización fue seguida de cerca desde el Gobierno, que no logró suspender las medidas de fuerza y la movilización a pesar de las ofertas salariales en la mesa de negociación. Cientos de miles de personas confluyeron en el Congreso para marchar hacia Plaza de Mayo. Allí, en un escenario montado en el acoplado de un camión estacionado en Bolivar y Av. De Mayo, se leyó un documento con críticas al gobierno nacional.

Temprano, los micros, combis, camionetas y autos particulares inundaron el centro porteño con docentes, trabajadores no docentes, estudiantes y familias enteras de todo el país con banderas o pecheras que los distinguían, cuando no,  con carteles caseros con consignas variables: “La educación pública es un derecho”, “No al ajuste” o “Yo banco la educación pública”.

Martina cursa segundo año de Trabajo Social en una universidad del conurbano bonaerense y está rodeada de tres compañeras en la mesa de una pizzería sobre Avenida de Mayo. “Desde chica, el deseo de mis papás fue que pudiera estudiar y por suerte lo puedo hacer”, dice mientras las demás asienten y una de ellas agrega que las cuatro son primera generación de universitarios en sus familias.

Se fue el sol. Los automóviles con tráiler llegaban con sus parrillas a carbón o gas para salvar la semana cocinando unas hamburguesas con cebolla y huevo frito. La zona céntrica de la ciudad ya era intransitable, a medida que se iban formando las primeras columnas en la zona que rodea al parlamento.

Carmen y Oscar llegaron temprano y desde antes de las once de la mañana ya despachaban hamburguesas y chorizos. A buen ritmo, Oscar estaba de buen humor pero no quiso cantar victoria: “Tengo problemas en el techo y si llueve mucho se me echa a perder. Por ahora viene bien pero mejor así, que no llueva”. Sus plegarias fueron inútiles: a las tres de la tarde Santa Rosa, o un anticipo de ella, llegó a la cita. Frío, lluvia y una marcha que no había comenzado pero que ya se anticipaba épica.

Todos a la par. Avenida de Mayo entre el Congreso y 9 de Julio ya solo podía transitarse a pie a pesar de que las calles aledañas no estaban cortadas; fueron varios los autos que quedaron varados, resignados en busca de una solución o, al menos, una explicación que en algunos casos llegaba por parte de los mismos manifestantes que amablemente comunicaban las razones de la marcha.

Un rato más tarde, poco antes de las seis, la columna comenzó su lento recorrido azotado por una tormenta que parece haberse convertido en elenco estable de las grandes movilizaciones. A esa altura, los carriles exclusivos de ómnibus en 9 de julio no habían sido interrumpidos como así tampoco habían sido cortadas las arterias de la ancha avenida porteña.

En Lima y Avenida de Mayo dos inspectores de tránsito intentaban, tibiamente, ordenar el caos a su alrededor, aunque a cada pitido era absorbido por las batucadas que llevaron varias de las columnas, además de las bombas de estruendo que algunos aprovechaban para hacer sonar en la grandeza de la avenida bajo la vista de la instalación de Eva Perón que descansa en el ex Ministerio de Obras Públicas. La situación, para los inspectores, como para el Ejecutivo, el conflicto con los docentes era ingobernable y se notaba su incomodidad que crecía cuando eran blanco de algunos insultos de conductores que pretendían cruzar por Lima con rumbo a Constitución cuando delante una marea humana rebasaba la avenida.

A las siete de la tarde una unidad de la línea 39, con varios pasajeros arriba, estaba varada en 9 de julio y Avenida de Mayo; llevaban casi una hora en el mismo lugar y la cola de la columna todavía no había llegado a Sáenz Peña.

Recostado hacia delante con los brazos en el volante, el chofer alternaba entre su celular y la panorámica privilegiada de una movilización multitudinaria, al resguardo de la lluvia. Con 54 años, y más de 25 arriba del colectivo, Luis sabía que tenía para un rato. “Mi hijo es primera generación de universitario y ahora está en la marcha”, dijo y agregó que nunca podría estar en contra de un manifestación “a favor de más y mejor educación”.

Por lo que si mostró su descontento fue por la falta de organización del tránsito: “Si hace días se sabe de la marcha, cortás desde temprano y liberás una zona grande; así, no dejás a los autos y colectivos encerrados”. La escena parecía darle la razón.

Tres ventanas detrás del conductor, parada a pesar de que sobraban asientos, una señora de “menos de 60”, con cabello rubio platinado, filmaba el paso lento de la masa de gente mientras sonreía y bailaba arriba del colectivo. Su baile atrajo algunas cámaras de celular que la inmortalizaron y, quién sabe, quizás se convierta en video viral con el correr de los días. Susana tenía que llegar a la estación Constitución para tomar el tren Roca a zona sur y, al igual que Luis, sabía que eso no sería fácil.

Durante el tiempo que llevaban varados en el cruce, Susana ya había hablado con varias personas desde su palco en la ventana del 39 y sabía que la marcha era “por la educación pública y las universidades que Macri quiere cerrar”. Estaba a favor de los motivos y recordó que “hace poco explotó una escuela y se murieron dos maestros”, en referencia a Sandra Calamano y Rubén Rodríguez, vicedirectora y auxiliar docente en la Escuela Primaria Nº 49 Nicolás Avellaneda, de Moreno, que perdieron la vida tras una explosión producto de un escape de gas en una estufa defectuosa, hecho que desnudó la desidia y el abandono de instalaciones escolares de todo el país.

A medida que la columna avanzaba, el público de Susana se renovaba, Luis seguía con sus brazos en el volante, alternando entre el celular y la panorámica con el orgullo de que su hijo estaba “ahí”. Unos metros más atrás, los dos inspectores, tímidos, no quisieron responder ninguna pregunta “para que no haya más lío”.

La multitud siguió su paso pausado pero firme, estoica bajo la lluvia rumbo a la plaza de las expresiones populares; la de la gesta revolucionaria de 1810, la plaza de Perón, la de las Madres de Plaza de Mayo, la plaza del 2001, convencida de que la lucha tiene sus frutos.

Nadie es la patria, pero todos lo somos

Eran casi las siete y media y el corredor Plaza de Mayo – Congreso estaba cubierto de cabo a rabo. Un rato después, en el escenario, se entonó el himno nacional que terminó con un grito de guerra: ¡Viva la Patria! ¡Viva la educación pública! Y se leyó el documento consensuado entre las organizaciones convocantes. Pasadas las nueve y media finalizó el acto y desde los parlantes sonó JIJIJI. Miles de personas saltaban para calentar sus cuerpos por un rato. Marcos, estudiante de abogacía, sonríe mientras se pone un sweater. Es consciente de que la lucha no terminó, de que el camino es arduo, pero tiene la certeza de que, aún con la lluvia de Santa Rosa o con la tormenta del dólar, “no nos para nadie”.


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