Una catarata de canciones y picos de emociones fue lo que provocó Paul Mccartney, en la noche del sábado 5 de octubre, delante de unas 70 mil personas conformadas por una pintura generacional que iba desde los más longevos, pasando por adolescentes veinteañeros e incluso niños que iban en compañía de sus padres.
Una catarata de canciones y picos de emociones fue lo que provocó Paul Mccartney, en la noche del sábado 5 de octubre, delante de unas 70 mil personas conformadas por una pintura generacional que iba desde los más longevos, pasando por adolescentes veinteañeros e incluso niños que iban en compañía de sus padres.
Alrededor de las 21 se apagaron las luces del Monumental para dar comienzo a la quinta visita de Paul a nuestro país, con un set list que fue una especie de homenaje a la propia obra del artista, comenzando con uno de los primeros éxitos de The Beatles, “Can’t Buy My Love”, seguido de “Jr Farm” de The Wings. “Hola, Argentina, estoy muy contento de volver a verlos”, fueron las primeras palabras del músico de 82 años que mantiene intacta y vigente su carrera a lo largo del tiempo.
Uno de los picos altos durante la noche fue cuando sacó de la galera “In Spite Of All The Danger” de The Quarrymen: la primera canción que grabaron los cuatro fabulosos de Liverpool. Pero fue con “Blackbird” cuando dejó al público hipnotizado por el despliegue musical que minutos más tarde iba a culminar en un mar de emociones con “Now And Then”, último estreno de los Beatles publicado el año pasado.
El concierto había superado las dos horas, pero el artista no tenía intenciones de bajarse del escenario. Todavía tenía un as bajo la manga cargado de clásicos como “Lady Madonna”, “Band On The Run”, la explosiva “Live And Let Die” y el himno “Hey Jude”, con el público cantando el coro que habrá sacudido a todo el barrio de Nuñez.
Después de cinco minutos de descanso, Paul volvió al escenario para un último round en donde, por primera vez en Buenos Aires, los espectadores disfrutaron de la dupla McCartney-Lennon (de manera virtual), provocando el llanto de almas generacionales. Con “Helter Skelter” tiró la casa por la ventana y todo parecía haber culminado. Sin embargo, regaló un último puñado de canciones con “Golden Slumbers”, “Carry That Weight” y “The End”, poniendo fin a una lista de 37 canciones.
Esta presentación dejó una reflexión bastante clara: a veces en los peores momentos, la música es un gran refugio para el alma y la salud mental, incluso hasta puede llegar a salvar vidas.
El estreno de “Harta” (Straw) no desató una guerra cultural sobre qué cine quiere ver la gente pero si alguien se animara a abrir ese melón, esta película tendría mucho que decir. En tiempos donde la pantalla se llena de superhéroes con traumas de diseño y madres que resuelven todo con una sonrisa y un termo de café, el director, productor y actor estadounidense Tyler Perry se atreve a mostrar lo que muchos prefieren dejar fuera de campo: una mujer sola, morena, pobre, que grita porque ya no le queda otra. Y no lo hace desde el efectismo ni la épica, lo hace desde el barro. Literal.
El largometraje arranca con un sueño: Janiyah (Taraji P. Henson) tiene a su hija en brazos en el hospital. Después, la vemos atravesar un día cotidiano que se sostiene con alambre: un jefe que la humilla, los 40 dólares que no tiene para el almuerzo, la directora del colegio que la saluda como si fuera un fantasma, la gente del supermercado que la desprecia y le arroja una botella, el policía que la trata como amenaza. Todo eso antes del mediodía.
Todo eso con una calma que no se explica hasta que se explica. Al final, Janiyah descubre que su hija está muerta. Que todo lo que vimos ocurrió mientras cargaba un cuerpo sin vida. Perry no lo anuncia, lo deja caer. Y ese golpe —tardío, seco, sin red— no solo resignifica el sueño inicial sino que desarma al espectador. Lo obliga a revisar cada escena, cada gesto, cada silencio. Porque lo que parecía desesperación era duelo. Y lo que parecía resistencia era negación.
La puesta en escena acompaña: planos cerrados, tonos oscuros, sonidos que se amplifican como si el mundo gritara mientras ella calla. La iluminación deja su rostro en sombra, como si la película dudara entre mostrarla o protegerla.
Henson encarna entonces a una madre que atraviesa un día de violencia institucional, racismo y abandono con una contención que duele. No hay llanto exagerado ni frases para el Oscar. Hay una mujer que se encorva, que respira entrecortado, que mira sin esperar nada. Perry confía en ese gesto mínimo, y acierta.
“Harta” que está disponible en Netflix comparte con la película “John Q” la misma estructura de tensión: una figura desesperada que irrumpe en un edificio público, arma en mano, exigiendo justicia aunque ahí terminan las similitudes. Mientras “John Q” construye un héroe que desafía al sistema y lo doblega, “Harta” muestra lo que pasa cuando el sistema no se inmuta. Acá no hay salvadores; hay cuerpos que se quiebran y una madre que, en lugar de ser escuchada, es criminalizada.
Perry abandona entonces el melodrama clásico para construir una tragedia íntima que incomoda más por lo que calla que por lo que muestra. Por lo tanto, no es una película perfecta. Hay escenas que rozan lo efectista, momentos donde el guión se tambalea entre lo simbólico y lo literal pero, incluso en esos desbordes, Perry se mantiene fiel a su núcleo ético: mostrar lo que no se quiere ver.
En un ecosistema audiovisual saturado de sarcasmo y distancia emocional, “Harta” apuesta por el temblor. Y eso, hoy, vale más que cualquier corrección formal. ¿Es cine social? ¿Es un melodrama contenido? ¿Es una denuncia disfrazada de ficción? Tal vez sea todo eso y algo más como una advertencia porque la rabia de Janiyah no es patológica, es lúcida. Y si incomoda es porque nos toca donde más duele: en la idea de que el sistema exige fortaleza sin ofrecer cuidado. Que la maternidad no es sacrificio, es sobrevivencia. Y que el grito, lejos de ser exagerado, es lo único que queda cuando ya no hay nada más que perder.
*Estudiante de la carrera de Periodismo y Producción de contenidos a distancia.
“La fotografía como expresión artística tiene que estar viva. Tiene que latir. Y para que eso pase tiene que haber una pulsión en el momento de fotografiar”. Su particular mirada del mundo está registrada en miles de sus fotos. En esos trabajos, Lucía Prieto capta momentos de la historia reciente de forma muy precisa. Esos momentos van desde la celebración del amor, hasta la lucha colectiva por una vida más digna. La mirada es sensible y comprometida. Una mirada necesaria en estos tiempos.
-¿El arte puede ser una herramienta política?
-Para mí, todo es político y el arte no está exento de eso. La fotografía, al igual que cualquier otra forma de arte, no puede escapar a esa carga política. Cada decisión tomada en el proceso fotográfico desde el encuadre hasta la selección del sujeto es una declaración política. No creo en un arte apolítico o neutral, ya que incluso la falta de posicionamiento también constituye una postura política.
-¿Cómo vinculás a la fotografía con la política?
-En el ámbito de la fotografía documental, aunque parezca un debate saldado, todavía me encuentro con discusiones en redes sociales sobre la dicotomía “subjetividad/objetividad”. Yo defiendo la subjetividad en la fotografía. No solo se trata de las imágenes que capturamos sino de cómo las capturamos, qué mostramos y qué decidimos dejar fuera. Cada una de esas decisiones está mediada por nuestra experiencia personal y nuestro contexto socio-cultural y económico. En ese sentido, la fotografía es siempre una forma de intervención, y el hecho de decidir qué recorte hacer de la realidad ya es un acto político.
En mi caso, la fotografía está siempre cargada de intención. Incluso en los trabajos más personales, los sujetos que elijo, las situaciones que retrato y las escenas que me conmueven están marcadas por mis convicciones y mi mirada crítica.
En el caso de las marchas, por ejemplo, al armar un retrato no intento capturar una “realidad objetiva”, sino transmitir el contexto social y político que subyace en esa situación, dándole visibilidad a lo que me parece importante. Mi mirada está siempre comprometida con lo que creo y defiendo.
-¿Qué es lo que te lleva a elegir los momentos que capturás?
-La fotografía como expresión artística tiene que estar viva. Tiene que latir. Y para que eso pase tiene que haber una pulsión en el momento de fotografiar, que el gesto previo a la toma surja desde lo visceral, desde lo emocional, o desde las propias convicciones o contradicciones.
No puedo fotografiar algo que no me convoque de verdad. Por eso intento no ficcionarme a mí misma. No tanto en relación con la realidad externa, sino con mi forma de ver y entender el mundo. Fotografío desde ahí: desde lo que me conmueve, desde lo que no puedo ni quiero ignorar. Eso atraviesa tanto mi práctica fotográfica más militante como mi búsqueda artística o poética. En ambos casos, fotografío desde una necesidad interna de decir algo.
Créditos: Lucía Pietro para Revista Anfibia
-¿Cómo llega tu primera cámara de fotos a tus manos?
-De chica, nací en el 84, usé cámaras analógicas como muchos en esos tiempos pero no recuerdo haber tenido una conexión especial con la imagen en aquel entonces. La primera cámara que me marcó llegó en 2006 cuando nació mi hija.
Mi mamá, que vivía en el exterior, me regaló una Panasonic compacta con la intención de poder acercarle el crecimiento de su nieta a través de las fotos. Mirando a mi hija y explorando el autorretrato con un trípode y la luz de una estufa mientras ella dormía, algo se encendió en mí y nunca más se apagó.
-Leí en una entrevista que sos autodidacta y que aprendiste viendo muchas
fotografías. ¿Recordás cómo fué el momento en que decidiste que querías dedicarte
a la fotografía?
-¡Es verdad! En ese momento era madre primeriza y muy joven con poquísimo tiempo libre para mí, sin contención familiar para las tareas de cuidado y con una economía bastante precaria, así que no podía estudiar fotografía como me hubiera gustado.
Encontré mis propias herramientas de aprendizaje mirando muchísimas fotos, tratando de descubrir por qué algunas me atrapaban y otras me resultaban indiferentes. Copié mucho a mis referentes en los comienzos. Tocaba botones, probaba cosas una y otra vez. Siempre con un espíritu muy lúdico. Fue un aprendizaje lento, pero muy divertido para mí.
Un tiempo después empecé a trabajar como recepcionista en una empresa, en 2009. Con la ayuda, nuevamente de mi mamá, pude comprar mi primera cámara réflex. Laburaba de lunes a viernes, y algunos fines de semana asistía a un fotógrafo en casamientos. En mis ratos libres seguía explorando, retrataba a mis amigues, buscaba nuevas fotos.
Créditos: Lucía Prieto para Revista 5W
-Como fotógrafa participaste de movilizaciones masivas, varios encuentros de mujeres y del colectivo LGBTIQ+. ¿Cómo fue esa experiencia?
-Desde 2015 participo en todos los encuentros y manifestaciones del colectivo feminista que me fueron posibles desde mi lugar de mujer, fotógrafa y militante. Ese recorrido no solo marcó mi forma de estar en el mundo, sino que también constituyó el cuerpo de trabajo más extenso de mi archivo fotográfico hasta hoy.
-¿Por qué es importante para vos poner el ojo en este tipo de vivencias colectivas y de construcción?
-La imagen tiene un rol fundamental: nos permitió narrarnos en primera persona. Fuimos los propios protagonistas de esas luchas quienes empezamos a documentar nuestras vivencias, nuestra militancia. Esa perspectiva situada tiene un valor político y simbólico enorme porque desarma relatos hegemónicos que durante años hablaron por nosotrxs.
En un análisis que compartí durante una mesa redonda en el MALBA sobre “Fotografía en manifestaciones” señalé cómo esas imágenes permiten, vistas con el paso del tiempo, leer las transformaciones del movimiento. Esas transformaciones se ven reflejadas en las consignas y cómo se fue gestando un cuerpo colectivo: la mirada se desplaza, se pasa de hablar hacia afuera a hablarnos entre nosotrxs y fue dejando de ser una para ser todas.
Por eso valoro tanto ese archivo que construimos entre muchxs: un registro colectivo, plural, diverso, que no sólo documenta la historia del movimiento sino también da cuenta de nuestra propia evolución como sujetos políticos.
-Si pudieras imaginar una foto de tu vida dentro de 10 años, ¿cómo te gustaría que
sea?
-No lo sé. Espero que sea una versión sincera de mí. Ojalá esté en calma con la persona en la que los años y las experiencias me hayan convertido. Deseo que siga teniendo ganas de participar en la construcción de un mundo más humano, más empático y más justo, desde el lugar que elija habitar en ese momento. Y claro, espero que esa Lucía del futuro siga conectada con la fotografía, sin haber perdido ni la pasión, ni la curiosidad, ni el juego.
*Estudiante de la carrera de Periodismo y Producción de contenidos a distancia.
Fue un lunes al mediodía (17 de noviembre de 2014), cuando el cáncer venció a Omar Chabán mientras cumplía prisión domiciliaria por ser acusado y procesado como el principal responsable de la tragedia de Cromañón,el incendio ocurrido el 30 de diciembre de 2004 en el lugar que él gestionaba y que dejó un saldo de 194 muertos.
Su figura hoy aún da que hablar. Fue un hombre enigmático, solidario, querido y odiado a la vez, audaz en el arte y en los negocios. El mundo del rock no olvida ni olvidará al fundador de Cemento, uno de los templos más emblemáticos del under porteño. ¿Artista y empresario? Hace ruido, pero puede que exista y, ¡vaya que hizo ruido y existió!
“Chabán tenía una personalidad totalmente estrambótica y, por eso mismo, es muy difícil de calificar”, resume la baterista Andrea Álvarez. Y, el simple hecho de combinar ambos oficios -el de empresario y el de artista- tiene que ver con esta calidad de inclasificable.
Fue en parte la peculiaridad de Chabán la que lo llevó a su triste destino ya que cargó prácticamente en soledad con la culpa de una tragedia que tuvo varios responsables. Al respecto, la baterista expone: “Era un personaje fuera de lo común, algo que no es muy aceptado y eso también vino como anillo al dedo para todo lo que pasó con Cromañón; y también, esa parte de él, de inconsciencia, creo que hizo que diera el ok para realizar esos shows que nadie quería hacer, los de Callejeros”.
Por su parte, el cantante de la banda punk Loquero, Claudio “Chary” Fernández, lo recuerda como “un as de la confrontación, la locura y la vanguardia”, que no está en el podio del rock argentino porque “el rock argentino no se lo merece”.
A Omar Chabán se lo conoce por haber gerenciado importantes lugares como el Café Einstein que, durante la primera mitad de los 80, fue testigo de los primeros pasos de grupos como Los Violadores, Sumo, Soda Stereo o Viuda e Hijas de Roque Enroll; y, principalmente, por Cemento, el boliche que inauguró en 1985 para presentaciones teatrales y que, al poco tiempo, se convirtió en la casa del under porteño: Todos Tus Muertos, Patricio Rey y Sus Redonditos de Ricota, Hermética, Flema, ANIMAL y una infinidad de artistas se presentaron allí hasta 2004, año en que cerró sus puertas.
Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota en Cemento.
Uno de los músicos más representativos del denominado “nuevo rock argentino” de la década del 90, Gabriel Guerrisi, guitarrista de Los Brujos y ex miembro de Babasónicos, Juana La Loca y el Otro Yo, sintetiza: “Omar ocupa un lugar muy importante en la historia del rock argentino porque creó varios lugares propicios para la germinación de muchos grupos, tanto en la década del 80 como en los 90 ayudó a impulsar bandas que al poco tiempo fueron fundamentales”.
Otra protagonista de la misma generación fue María Fernanda Aldana, bajista y cantante de El Otro Yo, que conoció a Chabán cuando apenas tenía 15 años habla de su forma de trabajar. “Me lo presentó mi hermano que era habitué de Cemento y, en seguida, nos abrió las puertas de su local. Íbamos con nuestros padres que nos ayudaban con la boletería junto a Raúl (Villarreal), era como un segundo hogar”, recuerda.
La irreverencia y la solidaridad entonces eran solo algunas de las características del gerenciador de Cemento y ambas convivían. “Lo recuerdo como un gran artista con el plus de interesarse en la mejora de oportunidades para la comunidad musical. Le gustaba organizar juntos los recitales para que cada show fuera único y atractivo”, comenta Aldana.
Al mismo tiempo agrega que se ocupaba de que “nadie se quedara afuera” sin posibilidad de tomar o comer. Al respecto, Aldana amplía: “De repente aparecía en la barra gritando: ‘¡Sale el 2×1!’ y hacía ofertas ridículas. Casi te regalaba bebidas. Era un hombre generoso y con una conciencia social bien establecida”.
En pocas palabras, Chabán fue un mecenas artístico de Buenos Aires. Puso al servicio de los grupos su creatividad, su dinero y su palabra. Un ejemplo de ésto es lo cuenta Chary sobre su propia experiencia: “El Omar artista, genio, carismático, odiado y amado por igual me enseñó que la gente me quería y que iban a pagar la entrada. Un día, en pollera y a los grititos, me rompió la lista de 40 invitados para un show en Cromañón que hicimos a mediados de agosto de aquel nefasto año (se refiere al 2004, año en que ocurrió la tragedia)”.
El marplatense suma otra anécdota que da cuenta de la personalidad ácida del empresario. Cuando aún Clarín publicaba el Suplemento Sí -que salía los viernes y estaba dedicado a la cultura joven-, en cada cierre de año se hacía una encuesta sobre música a artistas y personalidades del ambiente. Una vez, con total sinceridad, dijo que por propio gusto votaría por Loquero pero que iba a votar por Callejeros porque “le dejaban mucha guita”.
Chabán junto a Luca Prodan en Café Einstein. Créditos: madhouse.com.ar
“Caradura, pero simpático”, comparte Chary. Sobre esto, el propio Chabán en una entrevista realizada por la revista Rolling Stone a nueve años de la tragedia, se lamentó de su propias formas: “Yo soy el mayor fracasado del éxito. Siempre me echaron de todos lados. Todo el mundo quería que me fuera del país. Y al final lo lograron, porque la cárcel es una isla”.
Su apellido se relaciona a muchas cosas: el teatro, el actor de teatro, el rock, el under porteño, Cemento, la tragedia… En busca de reflexionar sobre el innegable lugar que el artista y empresario ocupó para la cultura, el periodista Gustavo Olmedo dice: “Ante la muerte, una muerte triste y terrible, su figura recobra su importancia como generador de espacios para el desarrollo cultural argentino, reaparece lo bueno y vamos dejando atrás lo malo”. “Chabán cada día va a cantar mejor”, concluye.
*Estudiante de la carrera de Periodismo y Producción de contenidos a distancia.