La historia de Horacio Accavallo: se crio juntando botellas en “la quema” y llegó al Luna Park.
Por Luciana Navatta
-Dale, Horacio, arriba que tienes que ir con tu padre a trabajar.
Todos los días a las cuatro y media de la mañana su madre lo despertaba así.
Horacio era nada menos que Horacio Accavallo. Hijo de inmigrantes, padre italiano y madre española, nació un 14 de octubre de 1934 en Avellaneda. Pasó su infancia en Villa Diamante, un barrio obrero y fabril de ese partido que luego más adelante se dividiría y pasaría a formar parte del partido de Lanús.
Según su hijo, con nombre homónimo, él le comentaba que desde muy pequeño era normal levantarse y acompañar a su padre a “la quema”, para recoger botellas y cartones en un carro tirado por un caballo flacucho, que luego revendían para sacar el sustento familiar.
La Quema era un lugar donde incineraban los residuos sólidos de la Ciudad de Buenos Aires, cerca del predio del Club Huracán de Parque de los Patricios. Desde 1860 comenzó a funcionar “de hecho” como sitio para la quema de residuos. A la “quema” llegaban todos los desperdicios de la ciudad y allí se clasificaban trapos, vidrios, lana, papeles, maderas, estiércol, restos de alimentos, que eran separados antes de la quema de lo no reutilizable.
Alrededor de la “quema” se instalaron depósitos y fábricas, pero también villas de emergencia pobladas mayoritariamente por inmigrantes provenientes principalmente de Europa cuyos habitantes subsistían, en buena medida, de la venta de los residuos. Tal es el caso de la familia de Horacio.
En aquellos años era normal que niños de la condición social de Horacio trabajaran, a pesar de que muchas veces a su padre lo llevasen preso ya que la ley no permitía que niños tan pequeños trabajaran recogiendo en la quema.
Según la Organización Internacional del Trabajo y UNICEF, el trabajo infantil se define como “el desempeñado por niños de hasta 14 años que, en el intento de procurar sustento para ayudar a sus familias o para su propia subsistencia, realizan una amplia cantidad de tareas según residan en localidades urbanas o rurales, mendigan o hasta incurren en actividades que transgreden en mayor o menor grado las normas establecidas”. La edad mínima de admisión al empleo de los niños en cualquier actividad se fue elevando progresivamente desde los 10 hasta los 14 años, la cual rige en la actualidad y se encuentra regulada a través de la Ley de Contrato de Trabajo de 1976. A su vez el trabajo infantil tendió a crecer paralelamente al empobrecimiento de amplios sectores de la población.
La ley prohíbe el trabajo de menores cuando éstos no hayan finalizado su escolaridad obligatoria, aunque permite excepciones cuando el trabajo del menor fuese considerado indispensable para la subsistencia familiar.
En aquella época donde Horacio era un niño, se veía como algo normal que los niños que tenían una vida precaria tuvieran un trabajo. Ese chico inquieto, siempre sonriente y sin vergüenza, buscaba constantemente cómo ayudar a su familia. Fue lustrabotas y, cuando llegó un circo al barrio no dudó en presentarse al dueño. Fue así como consiguió trabajo como trapecista con apenas 14 años. Su cuerpito pequeño, ágil y liviano le jugaba a favor para ese puesto. Para convencer al dueño que lo tomara, sacó un caballo y poniendo un palo de escoba en las dos varas, hizo equilibrio. Su caradurez no tenía límites.
El circo estuvo cinco o seis meses en Villa Diamante. Durante ese tiempo hizo de todo: fue malabarista, equilibrista, payaso y hasta faquir. Ya a los 8 años soñaba con boxear, entonces no tuvo mejor idea que proponerle al dueño del circo armarle un show aquellos días de poco público en el que invitaría a pelear a cualquier asistente.
Invitaba a alguien desconocido a pelear y su condición de zurdo y su habilidad hacían que les ganara a todos los que lo desafiaban de la tribuna- cuenta su hijo.
Cuando se dio cuenta de que con su metro y medio de altura y su condición de zurdo no podían ganarle, tomó al boxeo más en serio y comenzó a entrenar en un gimnasio que habían abierto cerca de su casa.
Poco a poco, se fue perfeccionando en las habilidades pugilísticas y comenzó a pelear, mientras continuaba con su trabajo en el circo.
Cuando el circo se fue a Brasil, su padre no lo dejó ir entonces tuvo que volver a ganarse la vida cirujeando con el carro. No era fácil, pero servía para ir tirando. Hasta llegó a formar un grupo de chicos que recogían botellas para él, a los que les pagaba un precio inferior al que iba a sacar luego él. El tiempo que le quedaba fuera de su actividad de “botellero” se lo dedicaba al box. Fue ganando nombre. Prefería pelear en clubes suburbanos, donde cobraba unos pesos aunque no estaba permitido. Una noche se presentó en un club de Lanús estrenando el apodo “Kid Roquiño”, inspirado en el nombre de su padre, Roque.
Tuvo un primer y gran entrenador, muy conocido entre los boxeadores amateurs, Vicente Ricciardi, quien junto a Héctor Vaccari, que actuaba como manager y muchas veces de padre, apuntaron a consolidar la carrera profesional de Acavallo.
Su peso era “Mosca”, esa categoría permitía hasta 50,800 kg, si se pasaba de ese número, saltaba a categoría mediano y eso a Horacio no le convenía.
Era muy difícil mantener el peso, por eso en la preparación para una pelea se encerraba en los hornos de panadería, cuando se apagaban, y envuelto en una frazada saltaba la soga, para perder líquido.
Una semana antes de cada pelea comía solo pastas, lo que hacía que estuviera un poco débil. En aquel momento las peleas eran a 15 rounds. Al momento de subir al ring no maravillaba, ya que por su alimentación debía entrar en calor, era en el sexto o séptimo round donde surgía el boxeador característico.
Ganó varias peleas, también por abandono. Hasta que el 9 de julio de 1958 peleó en el emblemático Luna Park. Fue su manager quien buscó impulsar su carrera en el exterior. Sucedía que nadie quería pelear con él ya que por su condición de zurdo descontaban que era bueno.
El 12 de octubre de ese año Horacio Acavallo debutó en Italia peleando contra Salvatore Burruni, a quien venció y se llevó la ovación del público.
Su hijo recuerda que allegados a su padre le contaron: “Cuando Salvatore había visto entrar a mi papá, lo veía pararse como un diestro. Pero era zurdo, aplicando la picardía criolla. Entonces Burruni habrá pensado: a éste le gano fácil, éste es malísimo, así que ni se entrenó”. Lanza una carcajada.
La campaña resultó muy buena, tenía propuestas tentadoras, ganaba fama. Realizó diez combates en once meses en Italia. Fueron seis victorias, tres empates y una derrota.
Siguió peleando y vinieron los campeonatos. En julio de 1961 obtuvo el Título Argentino. Al año siguiente consiguió el Título Sudamericano. Siguió con peleas en distintos lugares, pero esperando la gran oportunidad del Título Mundial. La tenacidad del equipo argentino hizo que se concretara la pelea Acavallo- Takayama en la que consiguió el Título mundial el 1 de marzo de 1966.
Vinieron muchísimas peleas y a todas les ponía las mismas ganas. Como si cada una viniera a sanar la vida de ese pibe que tuvo que trabajar cuando otros iban a la escuela. El que quería demostrarle a “Don Roque”, que un hijo salido de la quema podía llegar lejos.
El retiro
En octubre de 1968, mientras el país tenía un gobierno establecido por la fuerza y, en el boxeo, Nicolino Locche conseguía el título mundial mediano en Tokio; Horacio Acavallo anunciaba su retiro a los 33 años.
-Me retiro, dejo el título vacante. Gracias por todo. Gracias por disculpar mis errores. Ahora seremos más amigos que nunca – así se bajaba del ring para siempre.
Fue uno de los pocos boxeadores que se forjó un futuro para él y su familia más allá del boxeo. Supo, como aquel pibe que tenía un equipo de trabajo para recolectar botellas de la quema, armar sus propios negocios que le permitieran vivir honradamente.
-En sus inicios fue “botellero”. Compraba papeles, botellas, camas de bronce, hierro viejo, cañerías de plomo. Esa fue su actividad y su medio de vida – describe su hijo.
En marzo de 1968 se casó con Ana María. Su boda fue televisada por canal 9 y tuvo la mayor audiencia luego de la de Palito Ortega. Luego vinieron los hijos: Analía (1971), Silvana (1973), Horacio (1975) y Gustavo (1977).
Su sueño siempre fue ser alguien para sacar a su familia adelante y que no pasaran las penurias que él había tenido de chico. A sus hijos les inculcó el estudio y el trabajo. Quería que fueran gente culta y honrada. Llegó a tener 32 locales de venta de indumentaria deportiva, creó una fábrica de calzado (Jaguar) y nunca dejó de percibir negocios ocasionales. También tuvo negocios gastronómicos como la confitería y heladería “Bahamas” en Costanera. Horacio, su hijo, es quien se encarga ahora de los locales deportivos y de la marca “Jaguar”.
El gran nocaut de su vida
El 9 de junio de 1998, la vida le dio un revés, un apercat y un gancho que lo noquearon dejándolo en el piso del ring. Su hija Silvana de 25 años falleció en un accidente automovilístico. Comenzó una debacle en su salud. Se perdía, se olvidaba las cosas y los momentos.
Ese campeón del mundo, con una chispa y una agilidad increíble, cedió lugar a ese señor cabizbajo al que le costaba cada vez más reconocer los lugares y a las personas.
El hijo del tano Roque, el caradura, el buscavidas, Kid Roquiño, el chiquitito de la zurda imparable que para despistar al rival actuaba como diestro, el que defendió tres veces el título mundial, de ese personaje poco quedaba.
Su salud siguió deteriorándose hasta que llegó “el alemán”, la enfermedad de Alzheimer, que padece hasta el día de hoy.
Sus días transcurren en un centro de ayuda que, como si volviera a ser ese chiquitito que iba con su papá a la quema, se encuentra en su querido barrio de Parque Patricios.
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