Dejó un pueblo pequeño en Rosario, llamado Villa Gobernador Gálvez, y se mudó a Buenos Aires. Pasó de agarrar todas las mañanas una pinza y un alicate para cortar los cables, a tener que mirar a una pelota de fútbol, como el plan ideal para su vida. De un día para otro, armó su bolso, se despidió de sus amigos y seres queridos, y viajó para cumplir su sueño.
Por Ezequiel Pereiro
El camino no fue fácil. El sacrificio, el compromiso y el animarse a abandonar sus raíces, no son las prioridades que tiene un joven de 16 años. Pero Ezequiel Lavezzi hizo una excepción. En enero de 2002, marcó un antes y un después en su vida. Eduardo Rossetto fue el principal descubridor de su talento y el impulsor para que Pocholo, tal como lo apodaban desde chico, se lanzase a una nueva aventura.
Su llegada a la ciudad porteña fue similar al recorrido de una montaña rusa. Al principio todo era una subida constante. El ímpetu por lograr su objetivo fue la tecla clave para que no extrañe a su querida Santa Fe. Pero hubo una bajada precipitada: Boca no lo quiso y toda la ilusión pareció desmoronarse. Su paso fallido por Rosario Central, con tan solo 10 años, había sido uno de los golpes bajo que el deporte le dio.
Enojado y fastidioso, decidió ponerle puntos suspensivos a su carrera. “Le ofrecí una prueba en algún club de la Primera B, pero me dijo que, para eso, se quedaba en su pueblo y jugaba en Coronel Aguirre”, contó Rossetto, en base a la respuesta que tuvo por parte de Lavezzi, luego de su regreso a Rosario. Fue duro convencerlo para que regresar a Buenos Aires. Sin embargo, su hermano mayor, Diego, molesto con su decisión, lo hizo trabajar en su ciudad: “Como nunca quiso estudiar y me había prometido que se iba a dedicar al fútbol, se dedicó a la electricidad conmigo. Cortaba los tomas, pero lo hacía sin ganas. Me decía que era un `botón´ por darle ese empleo”.
Pero su representante, volvió a insistirle y lo hizo cambiar de opinión. El barrio de Saavedra lo esperaba. A principios del 2003, emprendió otro viaje, se puso la ropa de entrenamiento de Platense y practicó a la par de los jugadores profesionales. Sus gambetas fascinaron a todos. Sin embargo, Rossetto les bajó el pulgar a los dirigentes del Calamar: “Ellos querían ficharlo de entrada, pero les insistí para que primero juegue en las divisiones inferiores. Como no aceptaron, me lo llevé”.
A punto de tirar la toalla nuevamente, Lavezzi aceptó el último desafío. Estudiantes, el club de Caseros que también jugaba en la B Metropolitana, fue la puerta que tuvo que abrir para desafiar al futuro. “Llegué, jugué cinco partidos en inferiores y Blas (Giunta) me subió a Primera. Fue el punto de partida para todo. Siempre estaré agradecido a él y al club”, contó aquel joven rosarino que dejó sus raíces para cumplir un sueño.
Y que los frutos de su apuesta fueron muy grandes. Su juego y su perseverancia lo hicieron triunfar. Acumuló millas por doquier, pero los miles y miles de kilómetros recorridos, valieron la pena. De Rosario hacia La Boca; De La Boca a Rosario; De Rosario a Saavedra; De Saavedra a Caseros; Caseros a Italia; De Italia a Boedo; De Boedo al viejo continente, nuevamente, para ir hacia Nápoles; De allí a Francia; y, por ahora, finalmente a China.
Agregar comentario