Lamento y esperanza; ilusión y miedo. Un pensamiento en voz alta, a propósito de la urgencia de ser campeones, de los años acumulados sin festejos.
No sé cómo funciona la llama que templó mi encanto por el fútbol. Paso temporadas enteras sin saber quién es el lateral derecho de mi equipo y otras —irregulares y espaciadas—, estoy al tanto de la fecha exacta en que presentarán el modelo nuevo de camiseta suplente. Sufro una bipolaridad futbolística que se acentuó con los años. Si mi amor hacia el fútbol fuese un gráfico, sería similar a un electrocardiograma.
Perdí la voz durante dos semanas la primera vez que vi a mi equipo ganar un torneo local. Tenía once años y pasé por todas las guardias de otorrinolaringología de mi pueblo: mis padres buscaban respuestas a una pregunta que yo podía contestar, pero no me salía la voz. Se había dado —por fin— el momento de despegar los posters de las glorias viejas que nunca había visto.
Cuando recobré el aliento y pude poner en palabras lo que me pasaba, expliqué que sentía algo irracional por aquello que había vivido, tan esquivo entonces a mi equipo: éramos campeones y yo estaba ahí para celebrarlo. Esa figura, hasta entonces, solo existía en mi imaginación o en historias de sobremesa que no me tenían entre los protagonistas: “Me acuerdo cuando con tu tío vimos el campeonato del 81, vos no habías nacido”, me decían. O bien: “Vos no te podés imaginar cómo jugó Kémpes ese mundial. Ni habías nacido… fue una cosa increíble”. Todo era frustración en la vitrina imaginaria de los logros de mi equipo durante mi existencia.
Por entonces nada me obsesionaba como eso: lamentaba profunda y exageradamente no tener ningún tipo de destreza para jugar a la pelota. Cambiaría todas mis habilidades por hacer un gol de tiro libre.
Después vino la erosión. Pasó el tiempo, y con muchísimas más canas que pelos oscuros, deduje cuál era el patrón que conectaba todo. Hay algo —puede que sea un componente de mi raíz argentina, mezcla de inmigrantes pobres—, que me hace desear la prosperidad cuando parece lejana, inalcanzable. El plato caliente detrás de la vidriera, la gloria del vecino, el festejo del otro. Todo eso funciona como la zanahoria de mi búsqueda. Pero después, cuando el confort y los logros se vuelven habituales, cuando dejo de preguntarme si llegaré a pagar las cuentas, si tendré para comer, si me queda algún peso en alguna caja de ahorros, me vuelvo un burgués como cualquiera y lo tomo con un escenario dado.
Con el fútbol me pasó lo mismo. Tenía diecisiete años, y mi equipo empezó a ganar todo lo que jugaba. Sin darme cuenta, como el pez que se aclimata dentro de una bolsa en la pecera hasta alcanzar la temperatura justa, hubo un momento en que pasé de mirar nuestros partidos con miedo a ser testigo de una seguridad exagerada. Nunca perdíamos y, si ocurría, era una excepción. Entonces me empecé a desencantar. Sin falta no hay desafío.
Con la selección me ocurre algo parecido. El éxito fue algo dado para mí: nací algunos años después del primer campeonato del mundo, soy contemporáneo de todas las gambetas de Maradona en México, sufrí con Codesal —primero— y con Brehme —después— en Italia 90. Pero me repuse rápidamente con Basile y su equipo cuando ganamos la copa en 1991 y 1993. Era eso: jugaba Argentina y yo sabía que, si no salíamos primeros, saldríamos segundos. Pero no mucho más. Fue algo dado para mi generación.
Pero el tiempo empezó a pasar y la vida se me fue llenando de casi: casi ganamos, casi traemos la copa, casi no nos meten un gol en el último minuto, casi atajamos el penal, casi no se lesiona la figura, casi hacemos un gol en el último minuto. Casi. Todo el tiempo casi. Y se fue volviendo una nube tóxica, como esos silencios incómodos que crecen entre dos personas enojadas que se ven obligadas a compartir un espacio y ninguno habla. Casi. Casi en Alemania, casi en Brasil, casi contra Chile. Casi.
El martes apagué el televisor googleando quién era Dibu Martínez, dónde aprendió a atajar, cómo se formó. Imaginé un contexto sin pandemia donde subirme al último asiento vacío de un avión reprogramado hasta el hartazgo para llegar a Río con los minutos contados y correr hasta un lugar abarrotado de una tribuna exageradamente celeste y blanca. Ahí sentí la urgencia: necesito superar esta instancia. Todos los goles importantes, los festejos con trofeos y las leyendas deportivas son previas a la época del HD. Estamos a punto de atravesar una generación entera —que incluye a Riquelme, Messi, Tévez, Agüero, Di María y una lista interminable de jugadores increíbles— sin haber ganado nada. Se empiezan a borronear las alegrías. Quedan los recortes obvios, los goles repetidos hasta el cansancio. Pero se van desvaneciendo. Así como en algún momento nos burlábamos de aquellos que nunca habían visto campeón a su equipo en colores, ahora estamos en ese lugar: no hay videos en 4K donde un equipo argentino festeje haber ganado un campeonato.
Yo me reservo el sábado para gritar y quedarme sin voz. No serán mis padres los que me lleven a recorrer otorrinos; iré por mi cuenta, como corresponde, y en un papel con letras mayúsculas, escribiré: ¡somos campeones otra vez!
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