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CLAUDIA FERREYRA, ENFERMERA DEL RIVADAVIA: “ESTOY EN EL LUGAR QUE TENGO QUE ESTAR Y HACIENDO LO QUE TENGO QUE HACER”


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“En la escuela le perforé el cachete a un chico porque quería abusar de mí, yo era miembro de la Cruz Roja y me negué a asistirlo”, recuerda Claudia Ferreyra, enfermera del Hospital Bernardino Rivadavia de la Ciudad Buenos Aires. El coronavirus le dio un giro más a su combativa vida plagada de luchas. Convenció a sus compañeres para denunciar a los medios la situación y conformar una Comisión de Seguridad e Higiene para garantizar que el Rivadavia funcione en plena pandemia y el personal de salud no corra riesgos.

Por Federico Díaz Raimundo

Claudia nació hace 46 años en Santa Ana, Tucumán. Desde chica estuvo vinculada a la asistencia terapéutica, porque su abuelo era el kinesiólogo de varios clubes del pueblo y ella ayudaba a atender curaciones de lesiones óseas.

A los 13 viajó a Buenos Aires para vivir con sus padres y sus seis hermanos. Pero la hiperinflación de 1989 pegó de lleno en la familia. “Me tuve que ir de casa a los 16, la crisis fue brutal y empecé a laburar”, recuerda Claudia. Fue empleada doméstica y niñera, incluso llegó a ser soldadora de componentes electrónicos y obrera metalúrgica.

Al retomar la secundaria, en 1992, había rumores de privatización de la Escuela N° 14 de Santos Lugares donde estudiaba y Claudia conoció la lucha estudiantil. A contramano de su familia de raigambre peronista comenzó a militar en el Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS).

“La conocí viajando en tren”, recuerda Pablo, esposo de Claudia desde hace 20 años. Él quedó impactado por las convicciones de ella, pero también un poco celoso. “Entré al PTS porque no paraba de hablar de Trotsky y quería conocerlo en persona – y agrega – hasta que un día escuchando a Dolina, me enteré que lo habían asesinado”, cuenta entre risas.

En 2008 la pareja dejó de militar.  Ya tenían a sus dos hijas, hoy de 21 y 14 años, y ella no conseguía trabajo. Fue en ese momento que entendió que con el estudio de una carrera iba a tener trabajo estable y consiguió una beca en la Universidad Maimónides.

Se recibió en 2010, en tiempo récord. Pero la beca era sólo por el primer cuatrimestre y terminó endeudada. Lydia, una compañera de facultad cuenta que “como no tenía plata, nosotras comprabamos los apuntes, ella los leía primero y nos explicaba qué decían”.

“Lo primero que ves cuando estudias enfermería es que no solo tenés que conocer la técnica de cómo proceder, sino también tomar conocimiento sobre las condiciones legales de la profesión y con eso te condicionan. Estás en el rol de servidor, hay que asistir a la vida, así no te paguen”, expone Claudia.

Cuando empezó a trabajar en el Hospital Español, nuevamente se encontró cara a cara con las luchas por conseguir algo de dignidad. “Con un solo día de huelga de todo el hospital bastó para que se cobre al otro día los meses adeudados”, rememora Claudia. Al poco tiempo pasó a la salud privada al ingresar a la Clínica Bazterrica. De los 16 pacientes promedio que atendía en el Hospital Español, pasó a tener no más de cinco.

Pasó muchos años trabajando “la fábrica”, la define así por la exigencia de “producir”, hay que “despachar”, en un “tiempo estipulado” para “sostener el ritmo”. Y dispara: “En la medicina privada, no atendía pacientes, atendía clientes”.

Para ella la enfermería “es lidiar con las miserias del ser humano en todo su esplendor”. Hay un contacto estrecho entre el cuerpo de las personas y el conocimiento que tenga el enfermero o la enfermera. “El paciente está en un estado de dependencia absoluta. Vos lo bañás, le das el medicamento o la comida, le pones todo tipo de dispositivos para compensar su situación, que a veces hace a la vida o la muerte de la persona”, describe Claudia.

Luego de concursar para ingresar a los Hospitales Fernández y Zubizarreta, a fines de 2018 pudo entrar al Rivadavia. “Yo sabía que me había ido bien en los exámenes, pero para ingresar hay que tener acomodo” describe Claudia, y agrega: “Sutecba y ATE funcionan como bolsas de empleo”. Al hospital de Palermo pudo entrar porque uno de los delegados sindicales había sido compañero suyo de cursada.

Un par de años antes había vuelto a militar en el PTS, pero ahora la voluntad de conservar el empleo la hacía tener un perfil más bajo. “Con el coronavirus se destapó lo combativa que es”, dice Norma, una compañera del Rivadavia. Enterada de la complejidad de lo que se venía por familiares italianos de su pareja, Claudia habló primero con su superior. Ante la falta de respuesta, expuso a delegados con similar respuesta. Finalmente escribió una carta a la dirección del hospital que hizo pública entre sus pares. “En febrero había barbijos, pero previo a que se declare la emergencia sanitaria, los escondieron y no los entregan al personal”, denuncia Claudia. Si bien fue apartada del sector que atiende pacientes con Covid-19, “por estar muy nerviosa con eso”, según las autoridades, el revuelo interno ya lo había hecho.

Organizaron asambleas apartadas de los delegados que “actuaban en complicidad con la dirección” y se conformó la Comisión de Seguridad e Higiene. También articularon con cooperativas que donaron alcohol en gel, camisolines y barbijos. Sin embargo no alcanzan, atienden muchos pacientes sin cambiar el kit de protección y creen que podrían terminar contagiando al caso sospechoso.

Claudia describe que todos los días es llegar al hospital y “pudrirla” desde temprano para que nos den todo lo necesario. Tiene agradecimiento por los aplausos, pero pide que la sociedad preste más atención sobre cómo viven, incluso fuera de pandemia. “La mayoría de les enfermeres del Rivadavia tiene dos empleos” afirma Norma. El salario promedio es de $35.000 y muchas son madres solteras.

Hace dos semanas, falleció José Aguirre, enfermero del Rivadavia al que le negaron la licencia por ser grupo de riesgo y trabajaba en la sala Covid-19 por falta de personal. El golpe para Claudia y sus compañeras fue durísimo: “Estamos llenas de bronca. José debía estar festejando el día del padre con sus hijos. Y ellos pasaron ese domingo en el hospital haciendo los trámites para despedir a su papá. Es una desidia a la que nos exponen a nosotros y nuestras familias”. Sobre la posibilidad de contagiarse, Claudia dice que “se vive con mucho estrés y angustia”. No hay atención psicológica a enfermeres. “La única contención emocional es nuestra familia”.

“Cuando empezó todo le dijimos: ‘¡Mamá, por favor renunciá!’”, cuentan sus hijas. Sin embargo, Claudia en la crisis se reafirmó en su vocación y militancia: “Toda la vida tuve que luchar por todo y hoy estoy en el lugar que tengo que estar y haciendo lo que tengo que hacer”.


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