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¿CÓMO SE CUENTA UN PADRE? ¿QUÉ ELEGIMOS CONTAR SOBRE ÉL?


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Con el Día del Padre como excusa, compartimos este “Perfil sobre Papá”, que escribió Mariano Cervini, de segundo año.

1.

A papá le gustaba sentarse en una reposera verde y criar pollos. Se había comprado una incubadora eléctrica que enchufaba en el comedor diario de mi casa de Almagro y ahí jugaba a ser Dios. Le encargaba a mi vieja girar los huevos cuando se iba a trabajar. Cuando volvía se fijaba si los había girado bien, sino la hostigaba. “Estúpida, no sabés ni girar un huevo”, le decía y cuando se iba a dormir cerraba la puerta de la habitación del lado de adentro para que mi madre no entre. Cuando los pollos de la incubadora le crecían y se volvían gallinas o gallos, le gustaba dejarlos correr libres por el patio de mi casa, sentarse en su reposera verde con un rifle de aire comprimido y dispararles. Se reía viendo a las gallinas correr. La primera vez que lo operaron del corazón tenía cuarenta y siete años. Le pusieron un stent en una de las arterias principales. Fumó cigarrillos marca Derby Suave hasta que yo tuve quince. Antes de dejarlos había prometido “a Dios y a María Santísima”, como a él le gustaba decir, que nunca más iba a volver a fumar. Lo cumplió luego de varios intentos fallidos en los que revoleaba atados sin terminar por la ventanilla del auto, reuniones de fumadores anónimos y tratamientos con láser. Su insulto favorito era “me cago en Dios” y para decirlo estiraba la “s” y su mirada celeste se parecía a esa escena de Total Recall en la que a Schwarzenegger se le acaba el oxígeno en tierra marciana y los ojos parecen explotarle. Papá sentía compasión por los pollos que nacían de la incubadora pero odiaba a la gente estúpida. En su mesa de luz siempre estaban los mismos libros: un Tratado de historia romana, de Tito Livio y uno que hablaba de la cría de una raza de ovejas del sur argentino. No le gustaba bañarse. Iba a misa y cuando volvía nos señalaba con el dedo a mi hermano y a mí por no haber ido. Fanático de los autos, compitió dos veces en el Gran Premio Argentino en la categoría regularidad, con un DKW coupé del año cincuenta y dos. Una vez sola lo vi borracho; para un cumpleaños de mi vieja se pasó con el champán y enojado por una reflexión que hice sobre el peronismo, agarró un sifón y me tiró un chorro de soda en la cara. Según él, la mejor época del país había sido el gobierno de Onganía. Cuando había que votar se iba al sur, para estar a más de quinientos kilómetros de distancia y quedar justificado.

2.

Quería bajar de peso pero como le gustaba tanto comer y mentir se inventaba dietas que nunca cumplía. Comía ajo en ayunas, o eso decía cuando estaba en alguna reunión con mucha gente, que era bueno para el corazón. A papá le gustaba llamar la atención y tener público que le festejara lo que decía. La persona que ignoraba su discurso pasaba a ser automáticamente un idiota. Le preocupaban mucho las enfermedades. Una vez, cuando ya lo habían operado del corazón, volvió a casa con unos análisis que se había hecho y reunió a toda la familia para decirnos que tenía cáncer, que se iba a morir y que le prometiéramos que íbamos a hacer todo lo posible para ayudarlo a morir en paz. Estuvo así una semana, con cara de resignado hasta que fue al médico y le dijo que no tenía nada. Cuando volvió, nos dijo: “No era cáncer al final”, y se fue a buscar un queso fresco al almacén de la vuelta con un vino Toro de botella para festejar. Heredó un campo en Zapala, en la provincia de Neuquén. Viajaba solo todos los meses. Plantó árboles. Construyó una casa cerca del río. Los árboles crecieron y formaron un bosque. Le gustaba decirme: “Vos Mariano, no seas pelotudo, eh; que un pelotudo es lo peor que puede haber en la vida.” Estuvimos a punto de irnos a las manos en más de una ocasión. Cuando lo enfrentaba, él se iba, como si la solución estuviese en otra parte. En un almuerzo nos contó que había ido solo al cine de Zapala a ver “Despertares”, la película de Robert De Niro y Robin Williams y que lloró a la salida. Se enfermó de diabetes cuando cumplió cincuenta y cinco. Le costaba dormir de corrido y odiaba a la gente que dormía mucho, como yo. Lo operaron tres veces más y la última pidió que no lo pongan en la habitación número trece, por mala suerte; tampoco le gustaban los gatos negros. De la última operación no pudo salir. Volvió a casa un par de días, en silla de ruedas e intenté reconciliarme con él. Vimos algunos partidos de fútbol en la tele y puteamos a los muertos de Boca, como a él le gustaba. Uno de los últimos días, mientras lo arrastraba en la silla de ruedas por un pasillo del hospital, me dijo: “Qué bueno, Mariano; qué bueno que volvimos a ser amigos.” Murió de un paro cardiorrespiratorio, un día antes de cumplir sesenta y seis años.


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