Nadie sobrevivió. Ni por parte de la familia de su mamá, ni de su papá. Todos fueron asesinados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Por Katherine Sol Bednarz
Chana Lewi se acuerda de aquel sábado 24 de febrero de 1934, cuando llegó a la Argentina después de pasar veinte días en un barco. Tenía menos de cinco años y todavía no entendía lo que estaba sucediendo. Lo supo siendo más grande, cuando todo el horror había pasado.
Hoy, con 88 años, vive en el barrio porteño de Coghlan. Está separada, tiene cuatro hijos y nueve nietos. Camina de un lado para otro, ofreciéndome algo para tomar o para comer. Le agradezco y le pregunto por el resto de su familia.
Me cuenta que papá Nathan vino solo a este país, desde Polonia, en 1932. Consiguió trabajo como panadero, juntó plata y la mandó a Europa para que el resto de su familia se encontrara con él. Allá se hablaba de una posible guerra y se enfrentaban a una discriminación cada vez mayor. Chana no la sentía, pero sí cuando llegó a la Argentina y su maestra usó su religión como excusa para hacer que repitiera quinto grado: “Me decía ‘qué lástima que Hitler no te hizo jabón’ y que me iba a romper las piernas”, recuerda con indiferencia. Ya pasó mucho tiempo y no le duele mencionarlo.
Me pregunta si estoy segura de no querer un café o un té. Para poder continuar, le acepto un vaso de agua. Me lo trae, junto a una botella de jugo, por si cambié de opinión, y tres clases distintas de galletitas. A su hermano, que está sentado al lado mío en silencio esperando su turno para hablar, le trae dos tostadas con queso y mermelada sin siquiera consultarle si es eso lo que quiere.
Parecen la misma persona: ambos tienen el pelo canoso y ninguno supera el metro sesenta y cinco. Los dos pares de ojos son celestes, aunque en este momento parecen grises. Quizás por la luz, quizás por la melancolía.
“Primero vino mi papá y después nosotros, los tres más chicos. No alcanzaba la plata para todos y Mario se quedó allá un año más viviendo con mi abuela y mis tíos. También porque querían que terminara séptimo grado”, explica Marcos, que abandonó Polonia a los 8 años. Señala una foto de su hermano mayor, que Chana tiene en el mueble del comedor. Menciona que Mario falleció “hace unos 20 años”. Pregunto si dejarlo allá le dio culpa.
“Cuando era chico no me sentía mal porque yo no tenía nada que ver en esa decisión. Pero hoy sí, hoy siento pena”, admite. Chana comenta que cuando Mario llegó a la Argentina ella no lo reconocía y le daba miedo que viviera con ellos: “Cuando él apareció, me asusté porque en mis recuerdos no estaba. Se puso muy triste cuando notó que yo no sabía quién era”.
Los dos se quedan en silencio por unos segundos y entiendo que están reviviendo esa época en sus mentes. Decido ahorrarles el mal momento y cambio de tema.
– Si hoy les tocara estar en el lugar de sus papás en aquella época, ¿hubieran hecho lo mismo que ellos?
– Sí, haría lo mismo. Querían darnos una mejor vida… o una vida simplemente. Yo siempre quise eso para mis hijos e intenté hacerlo costara lo que costara – asegura Chana. Marcos se limita a asentir con la cabeza.
Cierro la entrevista indagando acerca de su familia polaca. Les pregunto si la recuerdan y qué pasó con ella. Es Marcos quien elige responder esta vez: “No quedó nadie. Mi mamá sufría mucho, lloraba. Se sintió culpable, pero no había de dónde sacar la plata para ayudarlos”. Mira a Chana, sentada enfrente de él y le agarra la mano. Se sonríen con tristeza. Ella explica que no los extraña porque casi ni los conoció, pero que cuando piensa en la familia que perdió, le dan escalofríos.
Les agradezco por haber revivido aquellos difíciles momentos y siento que me voy para dejarlos con todos esos fantasmas. Me despido de Marcos, mientras camino hacia la salida. Chana baja conmigo para abrir la puerta de calle y hacemos silencio durante los ocho pisos en el ascensor. Intento imaginarme cómo habrá sido atravesar por un cambio tan grande. Pienso en sus papás y en cómo habrá sido vivir con la culpa de no haber podido salvar a sus seres queridos. Me doy cuenta de que, por primera vez en el día, Chana está callada y mirando al suelo. La abrazo.
– Gracias por contarme tu historia, bobe[1].
[1] Abuela en idish (idioma perteneciente a las comunidades judías del centro y del este de Europa).
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