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Cuando la voz del pueblo es más fuerte


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De la oralidad a la literatura, la historia del Gauchito Gil mantiene su misterio. El libro de Matías Segreti logra reproducir su épica en escenarios verosímiles. 


“De aquí se lleva usté la palabra, suya para que haga lo que quiera”, dirá Doña Carmen, pobladora del Payubre y devota de San Baltazar, quien no estuvo presente la noche del 6 de enero cuando Antonio Gil fue atravesado por el cuchillo. ¿Estuvo o no estuvo? Parece que no. Pero el escritor Matías Segretti la conoció en Mercedes, provincia de Corrientes, y ella le habló del gaucho “como si lo hubiera conocido”. “Haga lo que quiera”, le dirá al narrador. En “Gauchito”, la oralidad le plantará la guerra a la escritura. La palabra de Doña Carmen será institución, porque a ella no le importa la opinión de los intelectuales,  porque para el pueblo es más fuerte lo que dicen por ahí. “Cuando es necesario hacerle el cuento, se achica la verdá, ¿me entiende?”, insistirá.  

La novela “Gauchito” intentará validar por todos los medios, recursos, géneros, lenguajes y voces, que no está “haciendo el cuento”, que es una versión oral más de la palabra contada por otros que conocieron antes a otros que se la contaron a otros. Y recordará al lector culto —por si la olvidó—, la historia de todos los gauchos.

“Gauchito” es la historia de un gaucho intuitivo y profeta en su tierra que se convierte en un desertor, perseguido y echado a vagar por los montes por voluntad propia, con el fin de no ser parte de crímenes injustos, por no desear que “la ventura de su juventud sea doblegar hembras con cuchillo”, y por renunciar a la cuadrilla del oficial cruel y resentido, Zalazar.  ¿Martín Fierro? No, Gauchito Gil, uno que no viene del culto, viene del pueblo. Su par contemporáneo pertenece al ámbito de la ficción y hay no pocas referencias al gaucho matrero de José Hernández, pero Segretti anticipará la muerte de Antonio Gil en el Capítulo Uno y Fierro no muere, es Borges el que lo mata en “El fin”. Antonio Gil es de verdad y lo matan en vida. Hay testigos. 

“Gauchito” no es un relato escrito, es una ilusión. O al menos la ilusión de escribir lo que dicen o “saben” quienes no tienen certezas. Pero si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia. Hay miles de fieles que cuentan sus historias y le piden favores al Gauchito Gil, que lo recuerdan y se reúnen y levantan altares en los arcos de fútbol imaginarios que están en las plazas donde un joven autor de doce años descubre por primera vez esta historia. “Hay diferentes voces que van reeditando o reescribiendo, todo el tiempo nos vamos nutriendo de voces de otros”, dirá Matías Segretti en una charla con estudiantes de la Escuela de Periodismo Éter. Y agregará: “Las conexiones con el gaucho son singulares. Yo construyo una relación con el gauchito sin intermediación de la institución. Entonces, puedo armar el vínculo que quiero”. Como un Pierre Menard, autor del Quijote, Segretti no reescribirá la historia de un Martín Fierro llamado Antonio Gil, sino que volverá a escribir su verdadera versión de los hechos, avalada por la palabra, la tierra, los habitantes del Payubre y todos los recursos que le facilitará la literatura para que sea cierta. 

En “Gauchito”, los testigos son los herederos de quienes lo conocieron. El “boca a boca” de los antepasados directos es más fuerte que la ficción y por eso la historia corrió por las rutas correntinas y llegó a Buenos Aires como pudo. Había que ir hasta allá para ver qué se siente. Entonces el narrador incorporó una y otra vez el refuerzo del testimonio directo. Para muestra de verosimilitud, la voz lamentosa de Doña Carmen será esa voz: “Y perdone que se me quiebre la voz”, dirá. Y agregará: “Sepa que a mí no me contaron nada, estuve ahí”. El lector o el promesero aceptará el trato de creerle, porque los hijos de los hijos del pueblo tienen la patria potestad sobre sus antepasados para contar la historia. Y porque como decía Doña Carmen: “Sabe dios que al principio no se podía andar hablando así nomás”. 

Los recursos están puestos todos a la orden de que el foco de la cámara haga un zoom protagónico del relato oral, con el fin de que borre toda autoría. Hay un narrador omnisciente, pero de tanto involucrarse con el lenguaje del gaucho y de meterse en la piel de los personajes, se vuelve uno más, se funde con ellos y se vuelve un testigo empático y encubierto, porque parece que lo hubiera visto todo, como cualquier promesero.  Todos, narrador y personajes somos el mismo: “Guarda, le dice Varela, andemos con cuidado. No sea miedoso, responde el otro”.  El discurso indirecto está libre por todas partes. Lo que autoriza que todos seamos los mismos cuenteros de la misma historia. No hay marcas. El uso del refranero impersonal acerca más todavía: “Es sabido que los asuntos del malo nunca salvan gentes”, dirá Doña Carmen. 

Tampoco hay tiempos: el pasado y el presente coexisten. El uso del presente histórico hace que la voz dialogue con el pasado mientras la tercera persona rompe su tercer lugar cuando “viene la cuadrilla” del oficial Zalazar, porque no va, “viene” hacia aquí.  “Cerquita, de cara al Monte Valenzuela, un rancho de adobe cubierto de polvo”. El foco puesto siempre desde adentro. Y el pastizal, que “recuerda las cenizas de la última cena”, como si el narrador hubiera cenado con Jesús y galopado junto a Antonio Gil. O como si el gaucho y el narrador fueran lo mismo. ¿O acaso no es así como sus creyentes quieren que se la cuenten?

Pero no se debe descuidar la cuestión de las referencias a José Hernández. Por popularidad o por cercanía con la voz del pueblo, por conmemoración de los 150 años del Martín Fierro, por acomodar al gaucho al lado de los clásicos, o porque el autor es un Quijote nacional contemporáneo que se comió los libros de gauchos matreros e indios ranqueles y se le secó el cerebro, lo cierto es que esta historia tiene severas coincidencias que lejos de copiar a Fierro, pretenden hacerle juicio justo a la figura del Gauchito Gil. “El gaucho Martín Fierro es una ficción construida en un momento particular de la historia, que es casi el mismo momento de la guerra contra el Paraguay”, explica Matías Segretti. Y es casi al mismo momento de la vida de Antonio y la peor parte de la vida de todos los gauchos.

¿Gil es el Fierro verdadero? Guiño en el momento en que se lo llevan: “la Merceditas vino corriendo desde el campo de los Hernández”. Antonio Gil tendrá su Ida, al Río Grande do Sul, conocerá a una tribu, la tribu Vilela, y conocerá a su amigo Cruz, que será el negro Jordán, con quien aprenderá a robar sin matar “salvo que alguno se haga el valiente”. Y también tendrá su vuelta, donde —como Fierro— dominará el arte de los consejos, aquí enseñados por su compañero y bandido: “A los ricos no se les roba, se les saca algo de lo que antes nos quitaron”. “La nación son los hermanos, Antonio”, le dirá el negro Jordán. Y se volverá leyenda. 

Pero hay más. La novela de Matías Segretti no es solo la reproducción del mito y del lenguaje en una gauchesca recargada. Al poema épico de Hernández se añade el realismo mágico que le faltaba para ser cierto. Ya lo anticipa la primera frase del libro: “El milagro ocurre unas horas después de su muerte”. Y así, siguiendo los consejos de la circularidad cortazareana, cierra la última frase: “Mientras las gotas de milagro riegan la tierra”. Se acepta el milagro como moneda corriente y las últimas palabras del gaucho lo acreditan: “Con la sangre de un inocente se cura a otro inocente”.  Además de la luz mala, Doña Carmen dejará en claro otro elemento mágico: “Que andaba cambiando de piel, de hombre a tigre y de tigre a caburé, eso no lo sé, tampoco lo desmiento”. 

Hay un pacto implícito con los creyentes, donde el imaginario colectivo se integra a lo cotidiano y a la historia: “La leva no esquiva a los jóvenes y el ejército batalla en el Paraguay”.  No falta la historia inexplicable, la del genocidio paraguayo sintetizada en la poesía “Guerra Guasú”, a la que se suman las innumerables descripciones de la naturaleza indómita: “La tierra es un enorme callo” o “Un azul estira el cielo del Payubre y los horizontes se prolongan más allá de la mirada”. Misma naturaleza que se funde con el nacimiento del gaucho: “Cae la placenta, parece una rana de los esteros”. “El hombre es de la tierra y a ella ha de volver”, piensa el gaucho —o el narrador— antes de morir. 

También están los tintes naturalistas de un realismo extremo, que se filtran porque al autor no le interesa hablar de “mancha escarlata”, sino de sangre. La matanza de los Mendieta y la violación de su mujer y sus hijas: “Los aullidos de las criadas decoran el salón. Sus compañeros, bestias angurrientas, se turnan para hincarse a las hijas mayores”. Las cosas, como son. Los eufemismos harían el cuento de la escritura. 

“El gaucho te va a cuidar”, le dice un camionero a otro por cualquier ruta argentina. ¿Quién se atreve a decirle que se quite la cinta roja protectora del Gauchito Gil porque no está escrito en ningún lado que eso sea cierto? ¿Quién le quita lo bailado a tanta gente que se reúne cada 7 de enero y celebra hasta el amanecer? Tal vez su propuesta esté enmascarada en la idea de crear un Martin Fierro materializado en la realidad extraliteraria llamado Antonio Gil, o lo que es más, un Fierro real, un Maradona gaucho matrero originario y reconocido popularmente e inclusive internacionalmente.  


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