Vivimos en un mundo en el que el impacto del cambio climático avanza estrepitosamente sobre las poblaciones, y las principales potencias del mundo siguen utilizando más recursos de los que la Tierra es capaz de brindar.
Por Franca Boccazzi
En este entramado de intereses empresariales por sobre el cuidado del medio ambiente, Argentina no es es la excepción: según el Censo Nacional de Actividad Minera realizado por el INDEC en 2017, durante el 2016 la actividad extractiva dejó casi 52 millones de toneladas de residuos. Este dato es sólo un ejemplo que demuestra la necesidad urgente de pensar alternativas para que los sectores industriales modifiquen su manera de producir en pos de preservar el planeta. “La economía ecológica estudia la in-sustentabilidad de la actividad económica en el ambiente”, explica el economista Federico Wahlberg para definir un concepto de pensamiento económico que analiza y propone un modelo más sustentable ¿Cuál es el objetivo? Poner en evidencia el daño que generan los principales métodos para extraer recursos de la naturaleza, para proponer nuevos, y que la destrucción inevitable de la Tierra sólo tarde un poco más.
“Nada se pierde, todo se transforma”, es una frase famosa y simple para definir la ley de la termodinámica que toma la economía ecológica para argumentar su discurso sustentable. Wahlberg se refiere a esta teoría: “Se utiliza para observar la relación de los materiales y energía de la naturaleza que usa la actividad económica. Aparte, se agrega la ley de la entropía, que habla de cómo la energía se disipa en el ambiente y no puede ser reutilizada. Por lo tanto, se hace un paralelismo con el consumo de las energías no renovables”.
La economía ecológica en Argentina presta especial atención a tres actividades que son las que más daño producen no sólo al medio ambiente, sino a la salud de las personas que habitan en los territorios donde se producen. Si uno se dirige a la zona cordillerana del país, las empresas mineras destacan por su presencia y su polémica imposición de la minería a cielo abierto. ¿Por qué las comunidades suelen repudiar esta práctica? Simplemente porque se trata de un método de extracción de minerales que si bien es más eficiente, implica el uso de químicos altamente tóxicos como el cianuro, mercurio y ácido sulfúrico. Así es que, mientras las empresas obtienen enormes ganancias, las consecuencias para los que viven en el lugar son respirar polvillo tóxico, tomar agua contaminada y un paisaje destruido que afecta la flora y fauna local.
Algo similar sucede en el sur del país con la extracción de petróleo a través del fracking, una práctica que consiste en perforar capas de tierra hasta llegar a la roca que alberga el hidrocarburo, para inyectar millones de litros de agua mezclada con químicos – que se estima, por perforación se usan 400 toneladas de sustancias tóxicas-. Esto genera una presión tal, que el “oro negro” se ve obligado a salir a la superficie. El impacto negativo que genera esta actividad tan agresiva en la tierra es, principalmente, la emisión gas metano, contaminación del agua por el reflujo de líquidos residuales, y terremotos producto de la rotura de las rocas.
Por otra parte, está la actividad agropecuaria con el uso de agrotóxicos, particularmente en el mayor negocio que caracteriza al sector: la soja transgénica. Si bien en 2015 la Agencia Internacional de Investigación contra el Cáncer (IARC) calificó al glifosato como “probablemente cancerígeno”, la sed ambiciosa de la oligarquía más antigua del país no da el brazo a torcer, fumigando sin piedad inclusive sobre casas y escuelas. En este sentido, Entre Ríos es una de las provincias más afectadas por la falta de regulación del uso de agrotóxicos. Y si bien la Coordinadora Basta es Basta, creada por la comunidad de esta provincia, presentó denuncias, proyecto de ley y amparos ante la Justicia, la mayoría de las veces la victoria termina siendo para los fumigadores. Sin ir más lejos, en octubre el Superior Tribunal de Justicia declaró como constitucional el Decreto 2.239/19 presentado por el gobernador Gustavo Bordet, que consiste principalmente en achicar las distancias de fumigación tanto terrestre como aérea alrededor de las escuelas rurales. Dicho de otro modo, con esta constitucionalidad, la Justicia de Entre Ríos aprobó el uso de 3 millones de litros de agrotóxicos anuales alrededor de mil escuelas.
Si bien la contaminación de los suelos es una consecuencia fundamental, esta problemática tiene cara de enfermedad y sufrimiento. En una entrevista al medio Resumen Latinoamericano, el coordinador de de la Red de Médicos de Pueblos Fumigados en Argentina, Medrado Ávila, enfatizó: “En los pueblos fumigados encontramos tres veces más cáncer que en el resto del país”.
Wahlberg plantea que “sería ideal reemplazar todas estas actividades por otras más sustentables, pero eso no se puede hacer de un día para el otro”. Por eso, la economía ecológica parte desde un punto de vista de transición: en el caso de la minería, limitarse a las que tengan una utilidad real, “no como la extracción de oro, que se utiliza con fines especulativos y va a parar a bóvedas de bancos en el extranjero”, dice el economista. Por otra parte, que las empresas y el Estado inviertan en energías renovables para depender en menor medida de la producción de petróleo. Y en el caso del sector agropecuario, empezar por transformar la soja en una producción agroecológica, y fomentar esta práctica libre de agrotóxicos en las zonas geográficas de mayor exposición para las personas.
Sin embargo, es poco probable que estos sectores económicos tomen la iniciativa de modificar sus hábitos dañinos, y para imponerlas, se necesita un Estado con la decisión de virar el rumbo hacia políticas más sustentables. En ese sentido, Wahlberg define: “Se habla de una sustentabilidad débil o de una economía ambiental que es amigable con el mercado cuando el Estado hace políticas de lo que se suele llamar ´lavado de cara ambiental´. Por ejemplo, poner carteles en la calle para separar los residuos, pero en realidad, no intervenir y tratar temas más complejos”.
Si de ejemplos se trata, la gestión de Cambiemos puede llegar a ser el más claro. Basta con ver cómo con el actual Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, implementó el uso de las bolsas de tela, los containers de colores para separar basura y los puestos de reciclaje, al mismo tiempo que el Presidente Mauricio Macri, mediante el decreto 349/2016, eliminó en el 2016 las retenciones a la exportación minera. “Las retenciones provocaron una pérdida de competitividad frente a las restantes naciones con actividad minera”, se justificó el presidente en aquel momento, mientras abría la puerta a que las empresas exploten abusivamente los recursos argentinos sin pagar un centavo a cambio.
“En este marco, tanto el gobierno actual como el entrante, tienen vinculación o apoyo con la actividad minera en general. Uno tendería a pensar que los programas de corte progresistas deberían ser un poco más amigables con las políticas ambientales. Creo que ese es un desafío que hay que reclamarle a la nueva gestión que asumirá en diciembre”, observa Federico Wahlberg. El análisis del economista resulta acertado, ya que el pasado dos de octubre el presidente electo, Alberto Fernández, dió un discurso desde la provincia de San Juan, donde enfatizó: “Celebro lo que han hecho en San Juan, que es explotar los minerales sin desatender el interés social de las comunidades aledañas. Si no hiciéramos eso, seguramente no estaría a favor de la minería”.
La paradoja es que, según indican los hechos, ésta es una de las provincias más afectadas la actividad minera. En las tierras sanjuaninas se practica la minería a cielo abierto desde hace trece años perpetrada por la multinacional Barrick Gold. Entre las acusaciones más recientes, el año pasado (2018) la Asamblea Jachal denunció nuevos derrames de petróleo en el río La Palca. Esto fue comprobado por la Universidad de Cuyo, que luego de tomar muestras de agua, confirmó que estaba contaminada por la presencia de mercurio, manganeso, aluminio, plata, antimonio, bario, plomo, cromo, níquel, cadmio y cobalto.
Afortunadamente, esta historia tiene un rol protagónico para las comunidades locales que son un ejemplo de lucha y demuestran una potencia capaz de ganarle a empresas multinacionales y al negocio agropecuario. La ciudad de Esquel, en Chubut, trae uno de los ejemplos más emblemáticos cuando en 2003 los habitantes se opusieron rotundamente a la instalación de una minera de oro y plata, bajo un plebiscito en donde el 81% de los votantes decidió poner freno a los emprendimientos de la empresa Meridian Gold. Cuando se cumplieron diez años de esta victoria, la ciudad hizo una enorme celebración en la que Alejandro Corbeletto, de la Asamblea de Vecinos, declaró para Página 12: “La lucha de Esquel es una muestra más de que el pueblo junto, organizado y en la calle puede discutir el modelo productivo y frenar a transnacionales y gobiernos”.
Según el Centro de Información Minera de Argentina (CIMA), en Chubut, Tucumán, Córdoba y Tierra del Fuego la minería a cielo abierto está prohibida, mientras que en San Luis, Mendoza y La Pampa no está permitido el uso de químicos altamente tóxicos para esta práctica. Además, en la actualidad ya hay doce ciudades de Argentina donde quedó prohibido el uso del glifosato. Y si bien las prácticas de los sectores económicos ya mencionados se reproducen de forma sostenida, estas restricciones son enormes conquistas que nacen de la organización de las comunidades, que advierten de manera incansable que no entregarán su vida y la tierra en pos de intereses ajenos al pueblo.
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