Entre caras nuevas mezcladas con el mismo público leal desde hace veinte años, la banda del Oeste volvió a brillar.
Por Franca Boccazzi
Fotos: @elojomocho
Hace unos días La Manzana Cromática Protoplasmática tocó por segunda vez en el año. La cita sucedió un jueves por la noche en el Konex y el público atraído por la magia de la banda, liderada por Leandro “Botis” Machín, concurrimos a lo que indudablemente, una vez más, fue una misa galáctica.
Luego de esperar un rato bajo las estrellas veraniegas y destellantes de la velada, la voz del cantante nos llamó a entrar al sector techado del predio. Allí ya estaban dispuestos en sus lugares todos los integrantes: Vaporín, I-Man, Pedro Cardozo, Fiambrín, Sr. Pelele, el Niño Pochoclo, Albondigón, la Yama de Madariaga, Arghul, el Gato y, en el medio del escenario, Botis.
Apenas empezaron a sonar los acordes dulces de Viajeros, la lapicera para anotar el orden de los temas explotó en mi mano, dejando un mar de tinta alrededor. A la vez que vi cómo se desvanecía la posibilidad de registrar todo lo que sucedería a lo largo del show, recordé lo que el cantante de La Manzana me había dicho días atrás: “Cuando tocamos hay ciertos componentes propios a las complejidades técnicas, emocionales y espirituales de La Manzana que, a esta altura, son previsibles: cierto desconcierto y pocas garantías de que no estalle todo en el primer acorde”.
Así es que la filosofía espontánea que generan los cromáticos de transformar lo impredecible en un momento lúdico, se hizo carne con una lapicera rota que me obligó a agudizar los sentidos. Y en la banda, el excéntrico capitán de la nave, como buen anfitrión, se encargó de encender escalonadamente al público conformado por distintas generaciones, a pesar de un sonido que durante las primeras canciones no supo acompañar las sutilezas de los arreglos tan característicos de La Manzana, y de las desafortunadas columnas negras de cemento que frustraron la posibilidad de tener la vista completa de los músicos personificados con su vestuario y maquillaje.
Durante casi dos horas el repertorio pasó por temas de los dos álbumes de la banda, El Tren de la Vía Láctea y Titiriscopio, así como por canciones solistas de Botis que se complementaron con proyecciones de ilustraciones en vivo, coloridas y psicodélicas, acorde a la identidad de La Manzana. No faltó el brillo de Barriletes con sus muros de cartón y golosinas, y la zambullida en Los Dominios del Señor Calabaza antes de un paréntesis tierno y delirante: Botis se transformó en un robot al que le gusta exprimir con la mini pimer, que invitó a un flaco del público para improvisar vocales con voz remixeada. Fue un momento divertido que terminó en un abrazo de nuestro representante del público al cantante, ese abrazo que pareció de agradecimiento por la música, la risa y la interacción constante con los terrícolas que fuimos a navegar al espacio.
Al igual que la vida, la tertulia cromática tuvo su momento tenue, sigiloso y oscuro. El Espíritu del Monte esparció un aire de campo y misterio que dió paso a La Franja donde se escuchó como un único rezo: “Entregar tanta soledad mata a cualquiera, es bueno saberlo…”. Y así como muchas veces hay que tocar fondo en la oscuridad para salir a la luz, de un momento que se compuso por vibraciones graves, silencios y luces bajas surgió, luminosa y apacible, Cada Vez que Nombres, que nos regaló a los que estábamos cerca la imagen de una niña de aproximadamente siete años cantando con una sonrisa dibujada: “Cada vez que nombre al arroyo, a la flor, al canto del gorrión y a mis ojos que sueñan tu amor”.
Hay que decir que durante los casi veinte años que La Manzana hace sus presentaciones de manera intermitente, nacieron muchas infancias que pudieron crecer con las melodías eclécticas de la banda. Son les hijes de los padres y madres que a través de los años asistieron a cada recital, y ahora lo hacen en familia. Por eso, cuando le pregunté a Botis por qué La Manzana se sigue sosteniendo en el tiempo, respondió: “Que volvamos a tocar tiene que ver con el cariño y el apoyo de mucha gente, quienes nos hacen saber el lugar que este arte ocupa en sus vidas, dando propósito al intento, aún cuando el camino no es tan fluido y amable”.
Probablemente sea por esa comunión con el público que, por más que haya más o menos improvisaciones, desperfectos, chistes o diversidad de repertorio, acercándose al final de cada presentación hay una selección que nunca falla y esta vez no fue la excepción: Pequeña Flor acercó una felicidad profunda, el estribillo “pequeña flor de la libertad que hoy floreció entre las ruinas” tal vez significó el desahogo de un año movilizante y el fin de un gobierno neoliberal para entender, junto al mantra cromático, que sobrevivimos y este encuentro fue un modo de celebrarlo y la excusa para volver a sostener a Vaporín, que se lanzó valiente a hacer la plancha sobre varias manos exaltantes de alegría.
“Sucede que en el mundo protoplasmático ser elástico es realmente algo fantástico”, gritó la multitud enardecida en medio de un pogo frenético al ritmo charlestoniano de Elástico que se transformó en el delirio circense de El Payaso Existencial. Y mientras los vientos hicieron sonar las melodías estridentes y alegres de Jerónimo, el carnavalito se bailó con cada músculo de los cuerpos presentes.
Quizá sea por la fusión de géneros tan diversos como el jazz, el reggae y distintos estilos latinoamericanos. Tal vez tiene que ver con el agregado de arreglos únicos y originales que están más vinculados con aspectos que no necesariamente tienen que ver con influencias musicales, como dijo Botis, “una fragancia, un encuentro, un guiño del otoño, un entierro pueden ser la tinta de las melodías más sentidas, así como lecturas y películas”. También es posible que tenga mucho que ver la transformación de los músicos en personajes tiernos y adorables acompañados de un vestuario y maquillaje tan característicos, la teatralidad y el humor. Lo cierto es que ver a La Manzana es una inyección de frescura y vitalidad que dura hasta mucho tiempo después del momento de presenciar su despliegue, como me sucede ahora después de haber ido al Konex hace casi dos semanas. Y no hay columnas negras de cemento que opaquen ese poder.
Semanas atrás, cuando le preguntaba a Botis por qué creía que el público de La Manzana es leal a través de los años, expresó: “Supongo que porque La Manzana no responde al tiempo de la Tierra. Tocando en la Trastienda el año pasado, después de siete años de ausencia, sentí un arte atemporal intacto. Tan clásico como innovador. Eso habla de la verdad, y la verdad atrae valores hermosos como la lealtad”.
Agregar comentario