Inicio » LA OTRA CARA DE LA CAPITAL FEDERAL

LA OTRA CARA DE LA CAPITAL FEDERAL


Compartir

Los cartoneros de Villa Devoto suelen juntarse en una placita en forma de triángulo entre las vías del ferrocarril San Martín y la Avenida Beiró. Hay arena, hamacas, un tobogán y un trepa trepa. Se juntan en la otra punta, frente a una canchita de fútbol, donde, en una esquina, hay un hueco en la pared para pasar a las vías, que es donde está la basura. Detrás hay media cuadra vacía, justo donde hay un depósito abandonado y allí, muchas veces, se reúne la murga con sus coloridos trajes y sus bombos para bailar y alegrar un poco ese oscuro rincón.

Por Antonella Sottosanto

Pero no solo son cartoneros, sino también hay quienes viven en la calle por gusto, por falta de dinero, por rechazo de la sociedad o por estar recientemente salidos de la cárcel.

Cerca hay una secundaria pública, La España y, casi todos los días, algunos grupos de adolescentes suelen jugar en la canchita de fútbol que está ubicada ahí mismo. Es por eso que también muchas veces se terminan juntando con los cartoneros. Se los llama así aunque no lo sean; ésta es una denominación que ya quedó vieja porque ahora no se dedican a eso, sino a otras cosas. Son personas de la calle sin el carro de cartones que se la rebuscan algunos días de la semana juntando metales de la basura.

Cartoneros Bs As

El Fusi tiene 22 años y vivió toda su vida en la localidad de Quilmes hasta que en algún momento decidió dejarlo todo para pasar a vivir en la calle.

“Yo tenía una casa, tenía techo, comida, pero me fui porque peleaba mucho con mi vieja y con mi padrastro”, dice Fusi.

Quienes pasan por la Avenida lo pueden ver sentado al pie de un gran árbol, tomando un vino en cartón con los mismos jeans rotos, el cabello oscuro, corto y ondulado y, cuando llama el vicio, siempre le pide un cigarrillo a alguien que pase cerca.

– El Fusi es un buen pibe, sufrió mucho, pero es un buen pibe –, dice Policarpo, un hombre de 64 años que no puede parar de tomar vodka mezclado con jugo Tang de naranja.

Fue su hábito desmedido el que lo llevó a la cirrosis. Él, como muchas de las personas de la calle, padece de algún problema de salud que interfiere de manera notoria en su actividad, también imposibilitando la opción de ser aceptado en alguna otra clase de trabajo.

A la tarde, todos se sientan en ronda en cajones de verduras y esperaban a que Carlos, El misionero, terminara de preparar una especie de guiso en una olla arriba de un cilindro de metal, donde, en el fondo, ardían las brasas. Después de una hora, la comida está lista. La sirvieron en varios platos de plástico que parecían haberse usado en varias ocasiones. En cada uno había arroz, papas, zapallo y apenas unos pedazos de carne con mucha grasa. Algunos, se habían sentado en cartones apoyados sobre las vías del tren para comer.

Según un censo realizado este año, el cartoneo es principalmente un trabajo de hombres -el 85 por ciento- y que no distingue edades: de adolescentes a mayores de 65 años. Y así era, estaban Carlos y el Policarpo, ambos rondaban esa edad. Mujeres no había, y si alguna estaba presente, era para acompañar a sus parejas.

En cuanto a la distribución por edades, hay un dato vinculado a la problemática del trabajo infantil: el 10 por ciento tiene menos de 18 años. Y no se incluye en el porcentaje a los niños que acompañan a sus papás en los recorridos, sino a los que se reconocen como trabajadores cartoneros. En este caso, no había niños ni menores, todos los de la placita eran mayores de edad.

En la otra esquina se los veía a Marcelita y El Ricky, una pareja, los dos de treinta años más o menos. Ella era gorda, blanca y de baja estatura, llevaba unos anteojos como los de Harry Potter y sus mejillas eran de color negro por los constantes golpes que recibía de su novio. Él era flaco, morocho, de piel oscura y tenía un aspecto siniestro. Dentro de un auto de juguete (donde suelen poner a los niños de 2 a 4 años), dentro del asiento, que también es un baúl, El Ricky guardaba un arma. No se podía distinguir si era de verdad o de mentira, pero parecía real.

– Con esto salgo a robar –, dijo Ricky con una sonrisa macabra, mientras se metía el revólver en el pantalón.

Marcelita lo miraba en silencio. Sabía que estaba borracho, pero también sabía que no estaba mintiendo. Caminó rápidamente hasta alejarse de su novio y cruzó la calle. Él, desesperado, le gritó que volviera y, después, terminó corriendo tras ella. Eran de esas parejas que si se juntan se matan pero si se separan se mueren.

A pesar de las denuncias de los vecinos por robos, agresiones y disturbios en la vía pública, la policía nunca se quiso meter. Los patrulleros pasan de largo y rara vez hacen algo para solucionar estas problemáticas.

–El negro ese ya me robó dos veces y me lo cruzo todos los días–, dijo Rosa, una vecina que trabaja en un kiosco a una cuadra del lugar.

Empezó a oscurecer. El cielo se había vuelto color púrpura y el viento golpeaba lentamente a los árboles. El Fusi jugaba con El negro, su perro mestizo, mientras fumaba un cigarrillo y se lo acercaba a la boca del animal a modo de chiste. Policarpo se puso a charlar con Carlos, reían en voz alta mientras tomaban mate arriba de los colchones viejos y sucios que usaban para dormir. Estaban todos apilados uno al lado de otro contra un paredón multicolor adornado con graffitis. A lo lejos, parpadeaba el foco de un poste de luz, que a su vez daba una sensación de tristeza y abandono.

Mientras tanto, un rostro nuevo apareció. Era Leo, un hombre muy atractivo que hace poco había salido de la cárcel y que traía marihuana en su bolsillo. Siempre amable y con una sonrisa, ofreció a los pocos que estaban cerca un poco del tesoro escondido. Enseguida se acercó Fusi y empezaron a fumar.

–“Che, ¿dónde está el Policarpo?”–, dijo Fusi.
–“Que se yo, está por ahí tomando”–, respondió Leo.
–“Uh, qué cagada, quería tomar algo, pero después no te convida nada el ortiva”–, dijo Fusi.
–“Ese es un forro de mierda, cuando no tiene nada te viene a pedir, pero cuando tiene él algo para tomar, ni aparece”, respondió Leo.

En ningún lado las relaciones son perfectas. Quizás, ni siquiera había una amistad real, y estaba claro que estas personas se juntan para sobrevivir el día a día. La soledad, el estar lejos de sus familias, el frío, la falta de dinero; cosas que son difíciles estando solos. Pero a pesar de todo la vida sigue, y ellos, también.


Compartir