En la era del diseño independiente y la evasión impositiva nace una nueva modalidad de venta de ropa tan amena como sofocante.
Por Carola Zorzoli. Fotos: Soledad Vela.
“¡Hola, bienvenida!”, te sonríe la vendedora del 4° B. Te abre la puerta y lo primero que percibís es la música de una playlist acústica de Spotify y el aroma a limón que desprende un incienso. La atmósfera es ideal. “Acá tenés todos los modelos. Mirá tranquila y probate todo lo que quieras, sin compromiso”, dice. Showrooms o “sala de exhibición”, según su significado en inglés, es el nombre que se le empezó a dar a estos espacios informales de venta al público. Lugares sin local a la calle a los que se accede tocando el portero eléctrico y esperando paciente que bajen a abrirte como si fueras un familiar o amigo.
“Sin” es una preposición que denota carencia o falta de alguna cosa. “Compromiso” significa obligación contraída por medio de acuerdo, promesa o contrato. Por ende, “sin compromiso” quiere decir carencia o falta de obligación. Sin embargo, puesto en la boca de una vendedora de ropa, el término presenta otra complejidad. Cualquiera sea el lugar es inevitable sentir ese par de ojos sobre vos. Incluso hasta hay un momento en el que el stalkeo se vuelve verbal: “¡Divina!”, “espectacular”, son algunos de los elogios para persuadirte de adquirir la prenda. Y si registran que sos débil a la adulación, te la rematan con un “¡mirá que es el último!”
En los locales a la calle, entre el barullo de la gente y el pop electrónico a todo lo que da, es más sencillo hacerse la distraída y escabullirse de las vendedoras. Pero, ¿qué pasa cuando estás sola, atrapada en un departamento ajeno, entre el perchero y la vendedora? ¿Qué ocurre cuando quedaste de rehén en un showroom?
En un principio, los showroom fueron la solución para comercializar productos del extranjero que eran imposible de conseguir en el país. Grupos de mujeres organizaban viajes a Miami y traían las codiciadas prendas de Gap, los bodies para bebés de Carter´s y los últimos modelos de Nike.
Sin embargo, hace poco más de un año, la dinámica fue mutando. Ya no son solo lugares para conseguir productos del exterior sino que se usan también -y sobre todo- para promocionar ropa o accesorios de creación propia. Muchos diseñadores jóvenes deciden emprender su proyecto de indumentaria. De esta manera hacen crecer su marca sin afrontar los costos de un alquiler ni del IVA.
Se manejan a través de las redes sociales como Facebook e Instagram. A veces los precios aparecen publicados pero generalmente hay que consultarlos por mensaje privado. Si te convencen, acordás una cita para visitar el lugar.
Al principio, entre la musiquita, el ambiente aromatizado y alguna que otra caramelera, es todo muy personal y hasta te sentís en tu propia casa. Sin embargo, a medida de que probás la ropa -en vestidores improvisados con una cortina y un barral en el medio de la sala del departamento-, el “sin compromiso” empieza a pegar en la nuca. La vendedora te clava sus ojos encima como garras, y disimuladamente deja caer sus elogios comprometedores:
-¿Te lo vas a llevar? Mirá que es una pieza única. No repetimos modelos.
-Bueno, está bien -balbuceás, mientras salís y tratás de pensar una excusa creíble para zafar. Entonces sacás la tarjeta de débito.
-Ay, no te dije pero sólo trabajamos efectivo.
La perfecta oportunidad de escape se acaba de presentar y es el momento de irse. ¡Bendita sea la excusa de la falta de débito! Sin embargo, te la retruca: “Acá a la vuelta tenés un cajero. Andá tranquila que te lo guardo”.
En las dos cuadras hasta el banco es probable que pierdas el impulso que te llevó a comprarte ese vestido que, si hay que ser sincera, mucho no necesitabas. Si eso no ocurre puede ser que, cuando veas el recibo del cajero indicándote cuánto te queda en la caja de ahorro hasta fin de mes, abras los ojos. Y si a pesar de todo eso decidís volver al edificio, tocar el timbre, esperar a que te abran y realizar la compra, es probable que sólo se trate del remordimiento que te generaría pegar media vuelta para no volver.
Agregar comentario