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Una bruja entre tantas


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Mónica Zárate va por el barrio sabiendo que la cabeza piensa donde los pies caminan. Las casillas de la toma “Fuerza de Mujer”, en La Containera del Barrio Padre Mugica, amanecieron derribadas por la Policía de la Ciudad. Sin embargo, las mujeres que las levantaron con sus manos hace tres meses siguen en pie esperando respuestas que garanticen su derecho a una vivienda digna.

Fotos: Eloísa Molina, Gustavo Fraietta y José Laza


La toma amaneció rodeada de policías de la Ciudad el 30 de septiembre. Todo fue sorpresivo. Las familias dormían, era bien temprano. Algún gallo cacareaba anunciando el alba mientras los perros ladraban. Primero entró un pelotón con chalecos azules. “Vengan de este lado, vamos todos en bloque, no se separen”, ordenó uno de los capitanes mientras ingresaban por el camino de tierra. 

En cuestión de minutos, las casillas fueron derrumbadas una por una. Los policías arrancaron con sus manos las paredes de nylon y madera fina que desde hacía tres meses servían como único techo para las 80 familias de la toma “Fuerza de Mujer”. Como un tsunami, la marea azul invadió La Containera. Luego llegó el cuerpo de infantería. Un grupo de mujeres puso el cuerpo para resistir el avance. 

Una llamarada inmensa de fuego de repente empezó a crecer mientras los vecinos recogían sus pocas cosas para no perderlas. Un muchacho arrastraba un carro con los colchones que había podido recuperar. Una niña pequeña esperaba sentada en su sillita de plástico abrazada a su campera y con un paraguas en la mano. Su perro fiel, de rulos blancos y orejas alerta, la acompañaba.

Un niño de buzo rojo, con el escudo del Capitán América en el pecho, miraba a su mamá remover las chapas caídas. Otra mujer se sentó sobre el tronco de un árbol a observar la escena con tristeza.

La topadora terminó de aplastar lo que aún quedaba en pie.

-A las 6.20 de la mañana me tocaron la puerta -cuenta Mónica Zárate-. Cuando salí, estaba lleno de policías como si fuéramos delincuentes. Voy hasta la toma y empiezo a avisar a las compañeras. Un policía me ve y me señala: “Ella es Mónica Zárate”. Cuando me di cuenta corrí hasta mi casa. Luego, pude salir fui a lo de mi vieja. Nos agrupamos con otras compañeras y volvimos a la toma. Pudimos pasar por la casa de una vecina que nos dio cobijo. Nos preocupaba sacar a una compañera a la que le estaban tirando la casilla encima y no podía salir con su bebé. No pueden utilizar la fuerza así. Siguieron buscándome hasta las 12 de la noche porque soy la única imputada en la causa. Fueron a mi casa y le preguntaron a mi hijo Basi dónde estaba, de mala manera. 

Hace tres meses, 40 mujeres que hoy llegan a 80, sin lugar donde vivir ni posibilidades de alquilar, ocuparon un terreno en La Containera del sector Cristo Obrero, al fondo del Barrio Padre Mugica. Las impulsó la necesidad de una vivienda digna, pero también la idea de una urbanización integral que incluya el derecho a un techo para mujeres en situación de violencia de género. 


Mónica Zárate se sienta. Sobre la mesa un mate descansa -ya lavado- junto a un termo. En la cocina del comedor “Poder popular y esperanza”, justo en la esquina de la manzana 12 casa 38 del barrio Padre Mugica, en el corazón de la Villa 31, una de sus compañeras prepara tortas fritas. Sus manos entran y salen de la masa con precisión. Pronto, los círculos parejos repiquetearán en aceite caliente.

Es lunes 30 de agosto. La toma aún está firme, nadie imagina un desalojo inminente. Se prepara una asamblea a dos meses de su inicio.

El teléfono de Mónica no para de sonar.  Lee con preocupación, se para, va hasta el pasillo y le pide a una de sus compañeras que busque a Mónica Ruejas, candidata a legisladora por el Frente de Todos y presidenta de la Junta Vecinal del Barrio Los Piletones. Llegaba para participar de la asamblea. Entra, con la tranquilidad de quien sabe dónde pisa, se sienta y cuenta qué motivó a esas mujeres a iniciar la lucha.

-La Ley de Urbanización tiene que respetar el trabajo de género de la zona e integrar el derecho a las mujeres violentadas a tener un lugar dónde vivir. La política de Larreta (jefe de Gobierno porteño) no resuelve el problema habitacional de las personas con problemas de violencia de género, ni de inquilinos. Por eso es para mí un orgullo llevar adelante esta lucha porque en realidad el barrio lo necesita. Aquí hay un 60% de vecinos que alquila -dice Mónica mientras se acomoda en la silla. 

Se mira las manos, lleva una remera fucsia con inscripciones negras y un buzo gris claro con el cierre abierto arriba. Hace una pausa larga. Piensa. Y comienza a contar su historia desde el principio. 

Suspira. La voz entrecortada, un poco por la emoción y tal vez por los recuerdos que duelen al brotar.

-Nací en Argentina pero me crié en Ciudad del Este, en Paraguay. Ahí pasé mi niñez y adolescencia. A los 19 años tuve a Moni, mi hija más grande, y quedé viuda cuando ella tenía un año. Volví a tener pareja, estudiaba el secundario y trabajaba mientras criaba a mi hija. Luego nació Coqui, el varón más grande. Antes tuve otro hijo que murió a los cinco meses. También perdí una hija. Todos nacieron en Paraguay. Quedé viuda una vez más y decidí viajar a ver a mi mamá. Mi vieja ya estaba en Buenos Aires y quise venir a verla. Me habían dicho que estaba mal de salud y al llegar supimos que tenía problemas cardíacos.


Dora Mackoviak toma el mate entre sus manos, se acomoda en la silla y mira con profundidad. Su rostro dibuja una sonrisa cálida cuando habla de su hija Mónica. 

-Moni ya es abuela también. Tiene 45 años, es del ´75. Es una mujer bastante batalladora, está en la lucha, siempre buscando a quien ayudar. Se pelea mucho con los hombres porque no soporta la violencia del machismo. Siempre fue así, pareciera un macho más entre los machos, siempre haciéndoles frente. Jugaba al fútbol con sus hermanos. Ahora, a veces ella se enfrenta a cada loco. Yo le digo bajate un cambio pero es imposible con su carácter. Es fuerte, nunca se va a callar nada. A veces no tiene razón, pero ella va a decir igual lo que piensa.

Dora tiene 64 años, 10 hijos, 8 están a su alrededor -en el barrio-. Uno se lo quitaron al nacer porque ella era menor, y otro murió. La más chica de sus hijas tiene 26 años. Abraza 35 nietos y 6 bisnietos. 

-Me abandonaron cuando era una criatura. Me encontraron unos trabajadores en medio del monte, en un obraje de Misiones. Me llevaron al pueblo, me dejaron en la comisaría y ahí me adoptó una familia. Cuando tenía 11 años se separaron y volví a vivir en la calle. Mi infancia fue bastante dura, pero logré salir adelante. Agradezco a Dios, a la Virgen y a todos los que me rodearon que encontré siempre gente buena en el camino que me ayudó a salir. 

Dora habla pausado y con claridad, recuerda cómo era el barrio cuando llegó y el recorrido de lucha por la urbanización.  

-Antes la lucha era más dura porque no teníamos luz, cloaca ni agua. En 2014, un grupo de compañeros y compañeras, Moni también, hicimos la Carpa Villera en el Obelisco: 53 días de huelga de hambre. Rotábamos cada cinco días, sólo tomábamos líquido. Fue una lucha muy importante. Así nació la Corriente Villera Independiente y logramos poner en agenda el problema de la urbanización y demostrar que a través de la lucha se pueden lograr muchas cosas. Las ambulancias del SAME no entraban a los barrios, entonces conseguimos ambulancias propias y construimos una Central de Emergencias Villeras que llega a los rincones de cualquier pasillo -cuenta mientras se para y camina hacia la entrada.

Un grupo de niños y niñas empieza a reunirse en la puerta del comedor. Dora se asoma y les dice que en un rato servirán la merienda. Así comienza un juego improvisado en el pasillo. Entre risas y corridas, el tiempo se estira. La leche y las tortas fritas ya casi están listas. 


Un puñado de perros ladra en la esquina, un par se desprende de la jauría para acompañar la caminata. El pasillo está asfaltado y tiene un prolijo desagüe enrejado en el centro. Mónica camina a paso firme. Entre saludo y saludo, cuenta que “antes las calles eran de tierra” y que los días de lluvia “era imposible transitar”.  Muchas de las obras fueron realizadas por las cooperativas del barrio a través de convenios con el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. La exigencia fue que ese trabajo fuera realizado por vecinos y vecinas del barrio, y no por empresas contratistas del Estado. Por un lado, para generar fuentes de empleo y, por otro, para garantizar la calidad de las obras. 

-Hace 21 años que vivo acá. Cuando vine, en el 2000, ocupé el espacio de tierra en el que ahora vivo. Tuve otra pareja, el papá de Basi. Cuando Basilio nació tenía un problema cardíaco. Tuve una lucha interna entre mis otros dos hijos, que los tenía que dejar solos y el bebé que estaba hospitalizado con un problema grave, tenía tres soplos y no había forma de que sobreviviera con tantos quilombos. Cuando cumplió cuatro meses lo robé del hospital, no quería que lo operaran porque era muy alto el riesgo. Luego regresé a Paraguay.  Ahí conocí lo que era un hombre golpeador. Nunca había sufrido ese tipo de violencia antes porque mi vieja siempre nos protegió por sobre todas las cosas. Me escapé con mis hijos y me quedé en la 31.

Mónica hace una pausa larga, suspira y continúa su relato mientras camina. Recuerda que en aquella época no tenía luz, ni agua y que las calles eran un desastre como la salud pública “que hasta hoy está sin resolver”. Eran diez mujeres que trabajaban en una cuadrilla de limpieza y un día decidieron cortar la autopista. Desde ese momento comenzaron la pelea por la Ley 148 que declara la atención primaria a la problemática social y habitacional en las villas y núcleos transitorios de la Ciudad de Buenos Aires. 

-Ganamos mucho y seguimos exigiendo derechos para nuestros barrios. Derecho a trabajar, a que se recicle la basura, a la salud, a la educación, a la vivienda. Cuando empecé a estudiar derechos humanos con las compañeras de militancia, me interesó la parte de género, por lo que que yo había pasado y porque en el barrio hubo mucha más violencia de género. Hace años ya, hicimos la experiencia de construir la primera casa entre mujeres, para saber cómo somos y dar el apoyo a quienes lo necesitaran. Por lo menos, tomar un té o escucharlas. Esa casa me integró más al barrio. Fuimos conociendo más personas, con más dificultades pero también fuimos haciendo política de eso, porque reclamamos y peleamos por cada derecho. 

Mónica agita sus brazos mientras cuenta que esa época, entre 2011 y 2013, formaron una cuadrilla que se llamaba “Vigilancia” para poder ayudar a cada mujer que lo necesitara. El objetivo era que ellas no dejaran sus casas sino lograr que el hombre golpeador se fuera. Porque cada mujer con sus hijos en la calle implicaba enfrentarse a una nueva situación de violencia. “Nosotras entendimos que cada mujer tiene derecho a quedarse en su casa con sus hijos, el golpeador que se vaya”, dice Mónica mientras la emoción atraviesa su cuerpo. 

-La educación sexual en ese momento era una historia que me apasionaba también, por eso empecé a defender la Ley del Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Entendí que era mi derecho decidir sobre mi cuerpo. Hemos ido de la mano con salud y género impulsando al barrio.


Se cumplían dos meses de la toma “Fuerza de mujer” y un grupo numeroso de personas conversaba en una ronda improvisada en La Containera. Mónica saludó a cada uno y una, y entró a la toma por un pequeño camino de tierra, el mismo por el que ingresaron el jueves las fuerzas policiales. 

Un fogón comenzaba a crepitar y sobre él una enorme olla agitaba el guiso para la cena. Un joven retiraba la placa de madera que funcionaba como pared lateral de su casilla. “Estoy ampliando la casa”, dijo sin dejar de trabajar.

En un rincón guardado entre una pared de chapa y otra de nylon, sobre una mesa de madera, un dibujo de manos de colores entrelazadas descansaba junto al pincel con acuarela. Las chapas de las casillas se fundían con las de las viviendas nuevas. Cayó la tarde y los rayos de sol contorneaban los bordes de las casas. 

Comenzó la asamblea, recordaron los inicios de la toma y festejaron sus dos meses entre aplausos y palabras que circulaban como clavas batiendo los parches de un bombo legüero. Palabras que se oían desde lejos y clamaban por una urbanización inclusiva.

-No tenemos respuestas de Larreta, ni de la fiscalía. Estamos pidiendo una mesa de diálogo para resolver el problema habitacional de las mujeres que están sufriendo en esta toma. Es necesario tener vivienda digna, salud, educación y trabajo -reclama Mónica a viva voz agitando su brazo.

Al finalizar, la ronda se dispersó, cada familia regresó a su casilla y Mónica caminó hasta su casa, justo frente a la toma, en las viviendas recién construidas. 

-Esta es la Casa de las Brujas -dijo.

La bruja “en el centro de la escena”, diría Silvia Federici, “en tanto encarnación de un mundo de sujetos femeninos que el capitalismo no ha destruido: la hereje, la curandera, la esposa desobediente, la mujer que se anima a vivir sola…”. La que construye comunidad y vive en ella. 

La Casa de las Brujas como refugio, lugar de encuentro, comunión y resistencia. 

Mónica Zárate, una bruja entre tantas.


En La Containera el sol envuelve la tarde. Son las cuatro y las mujeres se agrupan detrás de un tablón para iniciar la conferencia de prensa a un día del desalojo.

Rocío toma el micrófono con seguridad, su hijo está parado delante de ella. Él toma su mano y la pone en su cara, juega. 

-Queremos agradecer a todas las organizaciones, a todos los trabajadores, a todos los que vinieron y se solidarizaron con nosotras desde el primer día. Que nos alcanzaron abrigo y comida. Que nos acompañaron. Gracias, a los vecinos que nos apoyan y a los que no nos apoyan que no se olviden de dónde vinieron porque todo este barrio, como todos los barrios populares se ganaron de la misma manera.

Los aplausos se expanden mientras ella hace una pausa.

-Nosotras no estamos pidiendo nada más que el derecho a una vivienda digna para nuestros hijos. Para que no tengamos que vivir en una habitación de cinco por cuatro, adultos, niños, mayores. Para que no tengamos que compartir el baño con otras veinte familias. Esa es nuestra realidad. Somos todas trabajadoras independientes que no tenemos ingresos fijos, que no podemos decidir a dónde vamos a ir a vivir, no podemos decidir si vamos a alquilar un departamento en Palermo, Almagro o Lugano. Porque los requisitos que piden no los podemos cumplir. Nos piden un recibo de sueldo hasta para un hotel familiar. Y para alquilar en el barrio te piden que no tengas hijos.

La palabra circula como en la asamblea del mes pasado.

-Muchas mujeres acá sufrimos violencia de género -dice una de ellas-. Si vinimos a vivir acá fue para tener una casa, no para que nos den un subsidio habitacional, que es lo que vinieron a ofrecernos ayer. No lo queremos. 

Hoy, la garantía de un techo digno para estas mujeres, protagonistas de la toma en la Containera del barrio Padre Mugica, sigue inconclusa. Triple opresión: en las casas, en el trabajo, desde el Estado. Cuádruple violencia: de género, laboral, institucional y la represión policial. 

Sin embargo, la valentía para salir a conquistar esos derechos cercenados es incansable y continúa intacta. Por eso, estas mujeres estarán siempre del lado de las imprescindibles.


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