Una tarde en el Hospital Paroissien. Una médica y una enfermera cuentan cómo es el día a día en medio de la segunda ola del Coronavirus. “Estamos garantizando la asistencia de todos a costa de laburar un montón”, aseguran.
Es domingo al mediodía en el corazón de La Matanza. Una larga cuadra separa la entrada del hospital Paroissien, ubicada en Brigadier General Juan Manuel de Rosas al 6000, del sector de emergencias. Árboles frondosos enmarcan el áspero camino.
La segunda ola de Covid arrasa como un tsunami. Aumentan los contagios así como la incertidumbre sobre el devenir, a la espera de una normalidad frustrada que nunca llega. Los números imprimen día a día vestigios de una realidad inconclusa. Las casas vuelven a ser refugio ante la amenaza subrepticia del virus que no cesa.
Bocinazos repetidos rompen el silencio. Un auto blanco, salpicado de tierra, clava los frenos sobre la rampa y se planta justo en la entrada.
—¡Dale, dale, bajalo! —grita el conductor mientras guía a otros dos hombres que mueven, con esfuerzo, el cuerpo inerte de su amigo.
Con los nervios de quien siente que la cosa no está bien, el conductor apura al gendarme que custodia la puerta. Justo cuando termina de clamar por un médico, la camilla asoma su trompa. Dos enfermeros reciben el cuerpo, lo acomodan con suavidad y con premura. Y entran por un pasillo amplio que parece no tener fin. Se pierden.
Un chico joven baja atolondrado de una moto. Busca. Mira hacia los costados. Su mirada se cruza con la del conductor. Chocan los puños. Las grietas de preocupación en sus rostros atraviesan los barbijos.
—Lo están reanimando. No sabemos nada.
La guardia del domingo dura 12 horas por lo menos. María llega al lugar con su ropa de trabajo, una bata blanca e impoluta, doble barbijo y el celular en la mano. Sus mirada está alerta, a la espera de una posible urgencia o el llamado de algún compañero o compañera. Se disculpa por haber tardado más de lo esperado.
—¡Perdón! Estaba atendiendo a un niñe.
María Pereyra González es pediatra, trabaja en el hospital Paroissien y en la Unidad Sanitaria Dr. Argerich de Moreno. Inició la carrera de medicina con la idea de poder curar, la motivó esa vocación de sanar. En la Universidad de Buenos Aires adquirió los saberes y aprendió a transitar el camino de manera colectiva.
—Ser médica es acompañar. Me defino dentro de la prevención y la atención primaria de la salud. Acompañar infancias y adolescencias desde una perspectiva de género, de diversidad y de derechos que muchas veces se ven arrasados por las desigualdades que vemos día a día. En la guardia prima la necesidad de ayudar, sin perder esta perspectiva, hay que resolver la situación que esté ocurriendo.
Es una “creyente” del Sistema Único de Salud, del Sistema Universal, del “para todos, todo”.
—Aún hay mucho camino por recorrer. Tenemos un sistema de salud sumamente fragmentado. Que se lucre con la vida de la gente. Que se lucre con las vacunas. Que no haya liberación de las patentes, es una película de terror que va a seguir por un largo rato hasta que todo explote —suspende el relato por un segundo y agrega mientras sonríe—. Soy un poco fatalista a veces y muchas horas sin dormir no ayudan.
Con la calidez de quien ama lo que hace recuerda la lucha que dieron, durante los últimos años, para conquistar derechos, cuando aún era residente. El sol choca en su cara, con el ceño fruncido lleva su mano hacia la mejilla y acomoda un mechón de pelo marrón oscuro detrás de su oreja. Comienza a contar que las residencias funcionan como una beca paga con la que un estudiante de medicina vive muy escasamente, porque el ingreso está por debajo de la canasta familiar. Además realizan alrededor de ocho guardias al mes, no pagas, que forman parte del sistema formativo. Depende la especialidad que elijan dura entre tres y cinco años. Gracias a la lucha que dieron con el gremio que los agrupa, la CICOP (la Asociación Sindical de Trabajadores de la Salud de la Provincia de Buenos Aires), lograron vacaciones, semana de estrés, aguinaldo y acomodar las escalas salariales en torno a las leyes paritarias de los trabajadores de planta.
—El trato humano, el amor, el compañerismo son invaluables. Yo finalice la residencia —dice María mientras vuelve a acomodar ese mechón de pelo que insiste en posarse sobre su mejilla—. Lo que más extraño es el trabajo en equipo, ese acompañamiento en el que sabés que no estás sola. No tengo obligación de hacer la guardia del domingo, pero la realidad es que si me llaman y necesitan que esté voy a venir, porque quiero ayudar.
Un Falcon, con la chapa oxidada y sin guardabarros, atraviesa la calle. Parece acostumbrado a maniobrar por esa rampa. Una mujer baja del asiento trasero. Mira hacia ambos lados, busca a alguien. No lo encuentra. Espera unos segundos. Saluda al chofer e ingresa en la sala de espera.
El Paroissien es un hospital de agudos que recibe urgencias permanentes de múltiples patologías.
—Las veces que fui, tuvimos que esperar un montón —cuenta Ivana, vecina del barrio Vicente López y Planes de Villa Celina—. Obviamente es una guardia y priorizan urgencias, y las urgencias en La Matanza son reales —se ríe—: tiros, disparos, puñaladas. Se nota que hay falta de insumos y personal, pero los médicos son muy buenos y tuvieron la mejor predisposición.
Pereyra González dice ser muy crítica de lo que tiene que ser crítica y aclara que las urgencias al hospital llegan como siempre, más allá de la pandemia.
—Estamos pudiendo garantizar la asistencia de todos a costa de laburar un montón y vivir guardias muy intensas —continúa mientras agita los dedos de sus manos de arriba hacia abajo, tuerce la cabeza hacia un costado y arquea las cejas.
La propagación del virus y la necesidad de reconstruir un sistema de salud desmantelado hace del tiempo un eslabón imprescindible en la cadena de soluciones que se construyen. Tiempo para crear los protocolos. Tiempo para aprender a cuidar. Tiempo para culminar las obras. Tiempo ganado durante 2020 a partir de las medidas sanitarias adoptadas. Tiempo para producir las vacunas. Tiempo para que lleguen. Tiempo para aplicarlas. El Paroissien cuenta hoy con una guardia completamente nueva, en la que se tratan pacientes con COVID en camas de última generación e insumos que hubieran sido impensados en otras circunstancias. Para intentar que nunca colapse un hospital existe el Sistema Integrado de Emergencias Sanitarias que conecta a todos los municipios.
—La pandemia va afectando distintos rangos etarios. El plan de vacunación hizo bien en priorizar adultos mayores y con patologías de riesgo pero claramente el virus nos está ganando. A mí me parece que se tomó un poco tarde esta medida en la segunda ola cuando nosotros ya veíamos subir los casos. Las tres formas que tenemos para hacerle frente a la pandemia son las vacunas, el control de los contactos estrechos, que cuesta un montón, y el distanciamiento social. Me parece que hay que hacer uso de eso. Entiendo que va en detrimento de la economía pero sin salud tampoco tenés gente que labure. Hoy las terapias están llenas de jóvenes y personas sin patologías previas.
María camina hacia una puerta cercana. La puerta es de vidrio. Tras ella una gran sala de paredes claras da la bienvenida entre carteles que anuncian que se está en el área de “pediatría”. A la derecha, una gendarme custodia la entrada. A la izquierda, se abre camino un ancho pasillo junto a ventanillas administrativas en las que se dan turnos. En el medio, algunas hileras de sillas vacías esperan. María va a buscar a Noemí Cortés, enfermera en el Hospital Paroissien desde hace 18 años.
Noemí lleva una bata protectora que cubre su cuerpo de cuello a pies. Doble barbijo, bien ajustado sobre la nariz. Para distinguir su expresión hay que observar la profundidad de sus ojos y el gesto de sus manos.
El escritorio del consultorio en el que está Noemí es pequeño. La placa de policarbonato en el centro garantiza el distanciamiento. Una silla a cada lado. La camilla está cubierta con un protector celeste. Pequeñas mascarillas de oxígeno cuelgan por todos lados. Hay tubos, barbijos, un estetoscopio, una balanza, algunas jeringas. Atomizadores con alcohol descansan en cada una de las superficies.
—Recibo a los niños en el área de triage de pediatría —dice Noemí orgullosa de su trabajo—. Empiezo todos los días a las seis de la mañana. Veo si su situación corresponde al color verde, amarillo o rojo y de acuerdo a la gravedad de su caso, los derivo con el médico.
Las medidas sanitarias, los cuidados, las restricciones en la circulación, acatadas con mayor rigurosidad durante el 2020, generaron una importante disminución de casos. El quedarse en casa funcionó como un antídoto efectivo. Se suspendieron todas las actividades. El verano relajó las cosas. Hoy contamos más de cuatro millones de casos y ochenta y ocho mil muertes. Las medidas sanitarias se cumplen discretamente mientras más de veinte millones de vacunas se distribuyen y más de 18 millones se aplicaron.
—Hay mamás que vienen asustadas a controlar a sus chiquitos porque en el grado hay casos positivos con maestras y auxiliares aisladas —cuenta Noemí mientras acomoda las arrugas de la manta que protege la camilla—. Al mismo tiempo hay niños que no tienen los medios para garantizar las clases por Zoom. Si bien hay pros y contras en la presencialidad y, aunque haya mucha gente que no está de acuerdo, pienso que la escuela también es un foco de contagio y que posponer la presencialidad es correcto.
El consultorio está en silencio, se escuchan movimientos en el pasillo. Las paredes parecen haber capturado el devenir.
—Creo que tenemos que tener más empatía para entender lo que a cada persona le pasa —dice María antes de despedirse—. Cada uno internamente debería pensar qué cosas es necesario hacer y cuáles no para poner cada quien su grano de arena. Parte del problema que tenemos es creernos inmunes.
Noemí acomoda el escritorio, toma algunas cosas que hay sobre la silla.
—Es como si el destino nos estuviera dando una prueba a todos —dice—, hay que tener un poco de paciencia y darle tiempo.
La tarde del domingo cae sobre el ingreso a la guardia, iluminada con tenues rayos de sol que salpican cada historia.
Una mujer joven está sentada sobre el cordón de la pequeña plazoleta que rodea la garita, custodia de la entrada señalada en rojo, esa misma que advierte emergencias. Junto a ella, su compañero la consuela. Posa la mano sobre su espalda. Permanece. El celular que sostiene, como un amuleto, suena. Se para. Se detiene un segundo. Toca su cara. Mira para abajo. Suspira. Camina hacia la puerta y entra.
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