El Centro de Integración Monteagudo alberga a 115 hombres sin techo, pero desde hace un año la cantidad de personas en situación se duplicó y ya no da abasto. La clave está en la “integración”.
Por Alejandra Koval. Fotos: David Radosta
En la vereda duerme un hombre de unos cuarenta años. Tiene las piernas hinchadas y la piel enrojecida. Se nota que está alcoholizado. En el Centro Monteagudo, de Parque Patricios, no lo pueden recibir. Y no es por falta de voluntad. La capacidad está al máximo y ya no hay vacantes. Se estima que en la ciudad de Buenos Aires hay entre 22 mil y 28 mil personas que viven en situación de calle, entre un 83 y un 133 por ciento más que en el año pasado, respectivamente. Un dato a tener en cuenta en medio de tanta hipocresía.
Al entrar, en el espacio entre el portón y la oficina del director, unos hombres charlan mientras esperan a que les sirvan el almuerzo. Atrás se ve el salón principal, un galpón de unos 850 metros cuadrados con varias filas de camas cuchetas y roperos metálicos. La oficina de Daniel Gutiérrez, el director, está llena de hombres que desaparecen sin que uno se dé cuenta, y él empieza a compartir su relato: “Horacio Ávila prácticamente no me conocía, me invitó al Centro y me dio una oportunidad. Primero fui encargado de turno”, relata sin apartar sus ojos de la pantalla de circuito cerrado para asegurarse de que no surja ningún tipo de inconveniente.
Gutiérrez tomó la posta que le dejó Ávila, un tapicero de La Matanza que estuvo cinco años viviendo en calles de la zona de Congreso y se convirtió en dirigente social. Ahora es el presidente de la sociedad civil Proyecto 7, que da albergue a 46 mujeres y niños en las mismas condiciones en que él estuvo, y además ayuda a “doce o quince familias” con el pago de la habitación de los hoteles donde viven. “No queremos que se separen”, dice por si acaso.
Daniel también pudo cambiar su vida por completo. Había llegado a la ciudad de Buenos Aires proveniente de Mar del Plata y tenía un problema de adicciones. Como estaba sin vivienda, no quiso mantener ningún vínculo con sus cuatro hijos. Tampoco se acercó a sus familiares que viven en la Capital Federal. Se sentía estigmatizado y permaneció sin techo durante un tiempo que le pareció eterno. “En la calle se siente miedo, frío, hambre. Se ven cosas terribles: asesinatos, violaciones; se ‘sobreduerme’. Hay que estar con un ojo abierto permanentemente. Lleva mucho tiempo sobreponerse de lo que significa haber pasado parte de la vida a la intemperie”.
CASOS DIVERSOS
Con el tiempo, Gutiérrez logró vencer su adicción y mejorar su estado físico. Se enamoró de la psicóloga que atendía a los residentes y se retiró del lugar para continuar su vida en mejores condiciones. “Me volví a conectar con mis cuatro hijos porque uno de ellos me vio por la televisión cuando nos hacían una nota y consiguió el teléfono. Ahora tengo una nieta de seis meses”, comenta orgulloso.
Ávila también invitó a Osvaldo, un técnico en bromatología que por la cocaína perdió su casa y su trabajo, y ahora está pagando sus deudas con una financiera. “Aquí me enseñaron a vivir, estoy bien alimentado, tengo una ducha de agua caliente, ropa limpia. Ayudo con la ambulancia a cargar donaciones, colaboro en la cocina o llevo comida a un abuelo al VIP.” El hogar acepta a hombres mayores de 60 –algunos discapacitados– de quienes el Ejecutivo porteño no se hace cargo. En esa “sala VIP” las camas son de más fácil acceso y los cuidados más personalizados. La dignidad ante todo.
NO SÓLO UN PARADOR
El Monteagudo no es un mero parador. Los hombres tienen asignada una cama fija y pueden dormir durante el día. Permanecen el tiempo que sea necesario y hay algunos que viven ahí hace 17 años. Reciben dos comidas y dos colaciones diarias, miran televisión o juegan a las cartas, salen a trabajar o asisten a talleres. El plan FINES funciona dentro del hogar. Están aquellos, como Osvaldo, que reciben paga por las tareas que realizan; la ONG rescindió el contrato con una empresa de limpieza para dar trabajo a los residentes.
“’Integración’ también significa recuperar la autoestima, superar la estigmatización y la discriminación, y avanzar hacia la autosuficiencia –señala Gutierrez–. El Centro Monteagudo es un modelo en Latinoamérica. Se han acercado a conocerlo personas de Brasil, Venezuela, Chile, Uruguay y México. También recibió llamados de una radio latina en Miami y de Al Jazeera, el multimedio de noticias árabe. La clave está en la palabra “integración”, pues el objetivo es volver a integrar a los residentes a la sociedad y sus familias.
En 2011, después de una larga lucha, el gobierno de la Ciudad, que co-gestionaba el parador con el Servicio Interparroquial de Ayuda Mutua, debió ceder el establecimiento a Proyecto 7 por orden del juez Roberto Gallardo. A partir de entonces y durante un año no recibieron ni un peso del Estado, pero la organización sobrellevó los desafíos y la iniciativa se fortaleció.
“Si en una familia de cuatro personas a veces no se entienden, imagínese lo que sucede aquí, que somos tantos. ¡Hasta por un pan se pelean!”, exclama Osvaldo. Los altercados se resuelven afuera del establecimiento, con algún encargado como mediador. Ésta es una de las decisiones que tomó la asamblea de los viernes, en la que los hombres acuerdan las normas de convivencia. También se establecieron los horarios de silencio y se votó que el portón se cierra a las doce de la noche, cuando se apaga el televisor. El que no vuelve antes de esa hora, debe esperar hasta el día siguiente para entrar.
Cuenta con un taller de serigrafías que se venden a través de la cooperativa Mate Cocido, que produce el programa La voz de la calle en 88.3 FM Sur. También un taller de malabarismo y otro de revista, en el que aprenden humor e historietas.” Además, se tramita documentación y se gestiona subsidios para quien lo necesite.
Profesionales de la salud del Hospital Penna, designados con dedicación exclusiva, brindan atención médica clínica y psiquiátrica, de enfermería, psicológica y asistencia social. El 80 por ciento de los residentes son adictos a las drogas o al alcohol, y el Centro les ofrece atención especializada para su rehabilitación. Los que deben ser internados son derivados a comunidades terapéuticas.
Por decisión de los residentes, las sesiones de psicoterapia ya no son grupales, para que se mantenga el secreto profesional sobre las problemáticas individuales. De todas formas, Gutiérrez cuestiona la valía de la ayuda profesional: “El mejor psicólogo es un par, alguien que haya padecido lo mismo que uno. Nadie te va a comprender de la misma manera”, dice y vuelve a echar otra mirada a la imagen en la pantalla.
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