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AMISTAD, DIVINO TESORO


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Salí a comprar víveres y descubrí, entre góndolas con yerba y música coreana, que el super chino de mi barrio es mucho más que eso. 

Por Agostina Varco

Se escuchan los pajaritos en Villa Crespo, las bocinas mermaron y las construcciones se detuvieron. El peligro de un nuevo virus puso en espera todo aquello que era común en el barrio. Ya no se disfruta el aroma a café recién molido que los bares de moda regalaban a los peatones ni se abre el apetito con el olorcito a parrilla los domingos al mediodía. Todo y todos los que conforman la fisonomía de la comuna están detenidos, encerrados, expectantes. Todos salvo los héroes de este relato, los estoicos y valientes supermercados chinos.

Es posible encontrar abierto uno de ellos en cada cuadra o cada dos cuadras, si no se tiene la suerte de vivir cerca de avenidas como Corrientes, Córdoba o Scalabrini Ortiz. Estos refugios de consumo nos permiten, por el tiempo que dura la compra, olvidar que afuera todo está en pausa. Lo que no es posible olvidar son las nuevas normas de seguridad, que envuelven la caja registradora y al cajero en un film transparente e interminable, o inundan con aroma a lavandina el ambiente del mercado.

En la calle Ramirez de Velazco al 700 se encuentra uno de estos tantos refugios. Se llama “Amistad”. Para entrar hay que atravesar unas rejas celestes, comidas por el óxido y por el pegamento de los carteles publicitarios. Son como un portal hacia una realidad paralela. Una vez adentro, los primeros en dar la bienvenida son Mimi y Niko, un pequeño terremoto de ojos rasgados y cabello oscuro. La recepción también incluye música coreana a un volumen tan alto que incluso los vidrios de las heladeras del fondo parecieran quejarse. Pero hoy, que Buenos Aires está sumida en un extraño silencio permanente, esa música ensordecedora se disfruta.

Como todo refugio, “Amistad” está fuertemente custodiado: no vaya a ser cosa que un virus acabe con este oasis de consumo y socialización entre barbijos. El rol de vigilar lo lleva adelante Juan, el marido de Mimi, papá de Niko, junto con sus dos gatitos de la suerte y su vieja televisión Samsung de 32 pulgadas dividida en nueve imágenes de cámara de seguridad. Juan mantiene el orden del espacio: pide que se guarden las mochilas en el locker rojo destartalado que está a la izquierda de la entrada, y sigue de cerca cada movimiento que se efectúa dentro del lugar. Es un guardián omnisciente que oficia de regulador: “barbijo puesto”, se le escucha decir por el altoparlante, “mantenga distancia”.

Los mortales que desembarcamos en sus góndolas en busca de elementos para nuestras inspiraciones gastronómicas o cuando se nos acaba la yerba, desfilamos entre los laberintos del “Amistad” felices de ver otros rostros, escuchar otros sonidos y sentirnos menos solos.

Quizás existan otros refugios, más grandes, con más variedad de productos, con mejor música, pero no nos importa. Este es el nuestro. No lo elegimos solo porque es el más cercano, sino porque también es parte de nuestra rutina y en este momento en el que nos preguntamos constantemente “¿cuándo volverá todo a la normalidad?”, encontrar espacios de cobijo y comunión entre góndolas de bebidas y alimentos, reconforta.


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