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BULLRICH, PAREDÓN Y DESPUÉS


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La violencia institucional deja cicatrices bien profundas, rosadas, con las puntadas marcadas a los costados. Deja la piel sensible al tacto, afiebrada, y el alma endurecida de miedo. Cada bala impacta en los cuerpos de miles, rompiendo huesos, cortando carne, cauterizando venas y nervios. Sin embargo, el dolor no está en los tejidos, ni en la bala rápida, ni en la pistola que escupe, sino en el dedo que gatilla y el cuerpo que cae. La sangre, aún tibia en la vereda, es indeleble. La vida de un pueblo en las manos del enemigo que dice protegernos, el Estado que arrulla y ahoga con la misma sábana.

Por Magalí Rodriguez Farías, Andrés Gonzalez, Tomás Villafañe y Daniela Errecarte

Si bien la violencia institucional y el gatillo fácil no son términos inventados en la última década, el gobierno de Mauricio Macri los hizo carne con algunas particularidades. Según el último informe de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), hasta el año 2018, el gobierno de Mauricio Macri fue el más represivo desde 1983, con un promedio de un muerto en manos del Estado cada 21 horas. De todas las muertes por gatillo fácil que sucedieron entre 1983 y 2018, casi un 20 por ciento fueron durante el gobierno macrista. En este sentido, María del Carmen Verdú, abogada y referente de la organización, destaca que “el gobierno de Cambiemos –con el aporte imprescindible de sus aliados provinciales, fueran o no miembros de su coalición política- intensificó a tal punto la represión sobre la clase trabajadora, que esta etapa sólo puede calificarse como un verdadero estado de excepción, no formalmente declarado, pero implementado con iniciativas concluyentes de los tres poderes del estado: ejecutivo, legislativo y judicial”.

Frente a ello, el Ministerio de Seguridad respondió con un documento, en el cual se afirma que “el 75,5 por ciento de los casos que CORREPI atribuye como violencia institucional no lo son”. El argumento sostiene que muchos de esos casos “se enmarcan en femicidios, suicidios, legítima defensa, efectivos que no pertenecen a las fuerzas, personal retirado de las fuerzas y otros tipos de hechos”. Es decir, el número brindado por la Coordinadora –proporcionalmente mayor- se debería a una mala interpretación.

Sin embargo, las características diferenciales de este gobierno no aparecen solo en los números. Un caso que ilustra esta situación es el de Luis Chocobar, el policía que mató a un ladrón por la espalda y fue felicitado por el Presidente de la Nación, en un gesto de respeto por su actitud heroica. Un gesto cínico e irresponsable. Tiempo después sucedió la desaparición de Santiago Maldonado, cuyo cadáver fue encontrado dos meses y medio después a la orilla de un río peritado múltiples veces en ese ínterin de tiempo. Antes de su aparición, la ministra de seguridad Patricia Bullrich banalizó públicamente el caso, circulando historias falsas y minimizando la situación. Gracias a la presión popular, el caso de la muerte de Santiago fue caratulado como “desaparición forzada seguida de muerte”.

Ariel Larroude, director del Observatorio de Política Criminal y autor de Crimen, política y Estado, destaca que, más allá de cuáles sean los números finales, la violencia institucional expone una diferencia territorial y social, ya que en CABA “el 75 por ciento de estos crímenes se producen en la zona sur (Comunas 1,3,4,7 y 8). Por eso, si bien las estadísticas son aceptables, la posibilidad de resultar muerto de la Avenida Rivadavia para el sur de la ciudad es ostensiblemente mayor”.

Los números serán discutibles, pero lo que no se puede negar es lo que se vive en la calle. Además de la profundización de la violencia contra los movimientos organizados en marchas o concentraciones, se intentó establecer una reforma estructural sobre el poder de las fuerzas represivas del Estado. Según Verdú, esto queda en evidencia con varios ejemplos. Uno de ellos es la resolución que habilita a las fuerzas a disparar contra personas armadas (956/18), o también los proyectos de reforma del Código Penal y el Régimen Penal Juvenil. La abogada además considera que “tampoco hay que olvidar otras iniciativas como la universalización de los controles de identidad, requisas y detenciones arbitrarias, el uso de las Taser, y muchas otras. Nada tienen que ver estas medidas con la ‘seguridad’ de las personas, que, por el contrario, se han visto sometidas al más brutal control social, con más de una muerte por día con el gatillo fácil o en lugares de detención como saldo más grave”.

El gatillo fácil no se reduce únicamente a tropezarse con una nota policial de un portal de internet. El gatillo fácil significa pérdida. Pérdida de derechos, de memoria, de voces, de cuerpos, de libertad. El gatillo fácil implica el silenciamiento por miedo, la represión de las voces que nunca son escuchadas. Y así el Estado, supuesto garante de bienestar, es padre, y es verdugo.


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