El artista Edgardo Gimenez es uno de los mayores exponentes del pop en argentina. El artista visual reflexiona sobre su obra y sobre la importancia de la risa en las artes visuales.
Por Micaela Graziano
Edgardo Gimenez: Pelo corto, canoso, lentes rectangulares y camisas estampadas de colores estridentes. Su estado de WhatsApp es: “Un día sin risas, es un día perdido”. Una especie de receta para seguir en la vida. En sus fotos da cuenta de ello: sonríe con toda la cara, muestra los dientes, abre la boca.
“San Edgardo Gimenez, San Edgardo Gimenez
Enfant terrible del arte argentino
Bendice y haznos preguntar ¿Por qué somos tan geniales?
Tu que eres la gran bestia pop, todo lo puedes
desde casas, hasta monos y conejos
Bendice nuestras almas
y haznos elevar como si fuéramos una de tus nubes,
haznos brillar como si fuéramos una de tus estrellas
y que seamos libres como uno de tus arcoíris
Amen”
Una estampita con su imagen. Él vestido de negro, sosteniendo su libro autobiográfico, Carne Valiente. Abajo se lee: San Edgardo Giménez, la gran bestia pop y por detrás, la oración. Edgardo la lee frente a la cámara, en el corto documental Creadores, hecho en su honor. Cuenta entre orgulloso y divertido que se la hicieron unos fans. Lo canonizaron, dice y se ríe con un aire infantil.
“Si tuviera que volver a vivir otra vez mi vida, la volvería a vivir con todo gusto. Porque lo he pasado genial, porque no he perdido el tiempo, siempre he estado en mi camino”, asegura Giménez, desde su casa de Punta Indio. Esa casa que construyó él mismo, como una especie de país de las maravillas, donde tiene su taller, donde realiza reuniones y fiestas con amigos, donde guarda sus obras.
Entre tanto color, entre tanto discurso de felicidad y buen humor, cuando Giménez habla, no salpica hiperquinesia y alegría, como sus obras podrían sugerir. Para nada. Habla pausado y con calma, con la voz grave y amable. No hay ilusión, no hay parafernalia ni personajes. Pura autenticidad. Es una persona que elige ser feliz: “Me siento bendecido por el destino. Soy una persona que vive acorde con lo que quiere, con lo que desea”. Cuenta que encontró su vocación muy joven y se cruzó con personas que lo ayudaron en su recorrido. “La mayor gratificación que me trajo el arte fue vivir con calidad mi vida. Yo creo que el arte te salva. No tengo ningún sueño por cumplir. Todos los sueños que me han ido ocurriendo, con el tiempo, se han ido cumpliendo”.
Giménez nació en Santa Fe, en la década del 40. Un día una tía lo llevó al cine a ver Blancanieves y los Siete Enanitos y en algún momento de la película, ese nene, con no más de cinco años, descubrió que lo suyo era el arte. Disney se volvió una obsesión y empezó a dibujar a todos sus personajes. “Encontré el camino de muy chico. A los 5 años, yo tenía claro qué era lo que quería”, asegura.
Hormigas de cartón con patas de alambre y rosas de papel crep. Las que trepaban el rosal lo hacían sin carga, las que bajaban, se llevaban los pétalos al hormiguero. Por detrás la publicidad de un insecticida. Esa fue la primera instalación de Giménez. Con solo nueve años creó la vidriera de una ferretería de Caballito. Había pedido el trabajo de “chico de los mandados”, sólo para que lo dejaran hacer las vidrieras. La gente del barrio, que pasaba por la cuadra, quedaba impactada por la obra y entraba a preguntarle al dueño, quién lo había hecho.
A los 14 años empezó a trabajar en una agencia de publicidad como cadete, pero al poco tiempo, lo pasaron a la sala de arte. A raíz de su experiencia en ese oficio, a Giménez se le ocurrió publicitarse a sí mismo y a su arte. Ideó un afiche que se volvió icono. Su foto junto a Dalila Puzzovio y Charlie Squirru y con la leyenda: ¿Por qué son tan geniales? Un póster-panel que estuvo colgado en la esquina de Florida y Viamonte, en pleno centro porteño. A partir de ahí continuó haciendo afiches, publicitando sus muestras de arte, hasta ganarse el apodo de “afichista de los intelectuales”.
De allí pasó al Instituto Di Tella, donde se encausó en el género pop y marcó junto a otros artistas de la época, como Juan Stoppani, Alfredo Arias, Marilú Marini y Marta Minujín, un antes y un después en el arte argentino. Más importante para él, fue conocer al entonces director de artes visuales del Di Tella, Romero Brest, que fue un amigo y una inspiración para Giménez y con quien trabajó durante 23 años consecutivos. “Jorge era una auténtica persona culta, era una persona que vivía acorde con su pensamiento”, recuerda.
Para Giménez el arte pop es un arte alegre que busca llegar a todos. No es un arte para entendidos. Él se planteó la misión de entretener, alegrar y alejar a las personas de las cosas malas de la vida con su arte. El arte como antidepresivo. “Puede ser que sea político el tratar de alejar a las personas de la cosa cotidiana, de la cosa tensa, aburrida”, dice y se ríe. Agrega que, para él, la alegría es una cosa en crisis. Dice que el mundo está enlutado por los problemas y la incertidumbre: “Trato de resolverlo teniendo una mirada positiva hacia el futuro”. Giménez no tiene rutina. Considera que un arte alegre no puede tenerla. En palabras del artista argentino, Federico Peralta Ramos, Giménez sería un artista “ganista”: “Yo trabajo cuando tengo ganas. Cuando tengo ganas hago las cosas y si no, no. El arte no sale a presión”, afirma. Si se queda quieto se aburre, por eso siempre está en constante búsqueda. Muebles, esculturas, cuadros, escenografías, casas, son sólo algunas de las cosas que hizo a lo largo de su carrera. Ahora prepara un nuevo libro que estará listo en más de un año. Se considera un autodidacta porque no tuvo formación para hacer lo que hizo, aprendió haciendo y le funcionó.
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