El cementerio de la Chacharita es enorme. Se lo puede ver desde las vías del Ferrocarril San Martin, justo antes de llegar a la estación, a medida que el tren va aminorando la marcha.
Por Nicolás Di Santo
“Trabajar en un cementerio no es lo mismo que trabajar en un supermercado, acá te pasa la gente llorando todos los días”, dice un guardia de seguridad privada, con cara de nada, como si hablara del clima; parece no estar al tanto de la inflación.
Está parado entre los pilares, al mejor estilo Partenon, que sostienen esa especie de domo rosado que constituye la entrada principal del cementerio, sobre calle Guzman, antes de que empiece Corrientes.
A diferencia de otros cementerios de barrio, este es una especie de pequeña ciudad, con calles pavimentadas, entrada para autos y enormes bóvedas grises y negras que se erigen al costado del camino como antiquísimos y misteriosos serenos.
Tras recorrer 100 metros, la calle principal desemboca en un rellano en donde están las salas velatorias, hay varias. Una, la más pequeña, tiene la puerta principal abierta; se puede ver un grupo de gente bien vestida agrupada en torno a un hombre trajeado que, con un rosario en la mano, hace los gestos de un cura.
El playón central tiene un pequeño espacio verde en el medio, es de esos jardincitos testimoniales que tienen algunas plazas justo en el centro: suele haber mástiles, obeliscos, o flores misteriosamente bien cuidadas y, por regla general, son lugares irresistibles para los niños.
Ese círculo de cemento se abre en dos calles más angostas que forman una i griega respecto de la principal. Por allí se avanza, en declive, hacia el fondo del cementerio donde está la mayor parte de las tumbas. Hay gente trabajando bajo el sol que, a esta hora, ya empieza a picar; Una brisa cálida que se empasta en la cara trae el aroma a pasto recién cortado; es el olor del verano: calor, agua y atardecer. Y ahora aparece: un jardinero corta el césped que cubre una de las tumbas, lo corta como se cortaría una ligustrina, parejo y cuadrangular. Tiene una remera negra demasiado apretada para la temperatura que hace, trabaja encorvado y transpira: su frente está cubierta de esas pequeñas gotas incomodas que no terminan de caer.
Un grupo de hombres recios descansa más abajo, allí donde el camino se abre perpendicular en dos callejuelas, a izquierda y derecha.
Los sepultureros estrechan la mano pero no hablan. Visten mamelucos azules gastados; uno de ellos, el más viejo, está sentado en un banco de cemento mirando hacia las tumbas, otro se lava las manos sucias de tierra en una canilla de pie bastante alta, y el resto está sentado dentro de la cabina de un viejo camión, almorzando y hablando poco pero ruidosamente.
Si se levanta la mirada, entre las tumbas, como si se tratara de grandes hormigueros, hay una docena de montículos de tierra que se acumula en la superficie a medida que se cavan los pozos donde irán los féretros.
De fondo se escuchan llantos entrecortados por la brisa densa. Un grupito de gente despide a su muerto mientras dos de los hombres vestidos de azul cavan sin interrumpir nunca sus movimientos, como si fueran variantes humanas de esas palancas metálicas y gigantes que sacan petróleo del desierto.
En Pilar, al norte de la provincia de Buenos Aires, donde últimamente se han popularizado los sofisticados Jardines de Paz privados, todavía funciona, a 4 cuadras de la plaza, el viejo Cementerio Municipal.
La entrada principal da a la transitada calle Ceballos por donde continuamente, y con andar de viejos animales, pasan grandes y pesados camiones.
La puerta de la recepción está abierta. Detrás de un escritorio hay tres empleadas de más de 50 muy concentradas: una revisa dos grandes biblioratos que ocupan todo el escritorio, otra con gesto grave habla por teléfono y la tercera se encarga de atender a un hombre calvo que, al parecer, viene a entregar algún tipo de cargamento.
La oficina, como si fuera un placard, esta empotrada en una de las paredes laterales del gran arco verde de cemento que constituye la entrada principal al terreno.
“Estaba sin trabajo y me metí con un chico que trabajaba en la Municipalidad. Al principio trabajé en otra área pero de a poquito me fui metiendo acá”
Mario habla y camina a ritmo pausado, como reflexionando antes de cada palabra y cada paso. Tiene 36 años y hace 10 que trabaja como sepulturero en el Cementerio.
Semeja más edad de la que tiene, es alto, morocho y sus brazos son largos y fornidos como poderosas palancas; estrecha la mano con una firmeza casi violenta, como queriendo dar el énfasis que no da su mirada huidiza.
En el cementerio, comenta, hay tres tipos de sepulturas que se clasifican de acuerdo al tamaño, diseño y precio: las bóvedas, los nichos y las tumbas tradicionales. Dice que últimamente, como no hay más terreno disponible, ya no se hacen más pozos, salvo en casos excepcionales en donde la familia del fallecido pide que se lo entierre en la tumba donde han sido sepultados otros miembros de la familia. En ese caso, se abre la tumba y se utiliza el mismo sepulcro.
“Antes la policía traía montones de cuerpos y yo tenía que encargarme de todo, ayudar a cargarlos, limpiarlos, vigilar a la noche…ya se calmó la cosa por suerte. Ahora mismo, ahí adentro no hay nada”. Después de unos años como sepulturero Mario también comenzó a encargarse de la morgue del cementerio, un edificio blanco y austero ubicado en el fondo del terreno, justo al lado del portón para la entrada de autos.
“Acá uno se hace el duro por fuera, pero es difícil cuando ves familias muy afectadas o cuando hay que enterrar bebes, por ejemplo. Yo lo tomo como un trabajo, me concientizo que es un trabajo. Si vos tenés que mantener a la familia no lo dudas.”
Mario está casado y tiene dos hijos. Aunque dice que los años lo han endurecido- y se nota- el trabajo a veces le juega malas pasadas, como en estos casos en donde más de una vez se ve obligado a tapar los pozos a la fuerza.
Con el auge de las cremaciones y los Jardines Privados Mario cuenta que, paradójicamente, el cementerio ya no tiene la vida que tenía cuando él era chico en donde, jóvenes y adultos sin excepción, se daban una vuelta todos los domingos después de misa.
Atardece en Pilar mientras, lejanos, se escuchan algo así como los bombos de una hinchada. Con ese andar cancino que, quizá, le dio el oficio, Mario saluda y se aleja por un sendero de tumbas. Su figura, anaranjada por el sol de la tarde, va desapareciendo a cada paso, como hachada por el declive, como enterrándose.
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