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LAS VALLAS DE LE BATACLAN


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¿Cómo sigue la vida en el barrio del teatro que hace cinco meses fue escenario de 89 de los 130 asesinatos ocurridos en el mayor atentado terrorista en Francia?

Por Damián Kogan, desde París

Bataclan (2)

“Estamos esperando otro atentado. Aquí no pero tal vez en la Torre Eiffel”, cuenta Tomás con una risa irónica mientras prende un cigarrillo. A la salida de la estación Saint Ambroise, llueve. La calle Voltaire se presenta con un aire denso que se hace más espeso al acercarse al cruce con el pasaje Saint-Pierre Amelot. Un pasaje que no pasa de los tres metros de ancho y que todavía tiene la suela de las víctimas que aquella noche corrían, que se pisaban entre sí para no morir ante el gatillo fácil de los terroristas. Las ventanas de los edificios están cerradas. Silencio de hospital abandonado. En un teatro de ese cruce de calles –ahora vallado- murieron 89 de las 130 personas que el 11 de noviembre de 2015 cayeron ante los disparos de extremistas que creyeron responder a un presunto pedido de Alá. Fue el peor atentado en la vida de París, la ciudad de las luces que hoy está menos iluminada.

Una pareja asiática fotografía unas vallas verdes y grises, arriba de las cuales hay un toldo con la inscripción Bataclan Café, un teatro donde tocaron Lou Reed, John Cale y Téléphone, y en el que ahora hay tachos de pintura, martillos y madera. La planta superior de amarillo y carmín del frente tiene puertas altas con un balcón para ver París, para tomarse un café o una cerveza y fumarse un cigarrillo. Lo colorido no contrasta con el verde y el gris de las vallas que impiden el paso y rodean todo ese teatro que hasta noviembre del año pasado no era más que eso, un mero espacio cultural.
Hace cinco meses, al grito de “Allahu Akbar” (Alá es grande) y con armas automáticas, un grupo de terroristas disparó sin piedad en ese teatro contra personas como Suzon, de solo 21 años y que seguramente merecía algo más para su vida. Hoy, una foto con su rostro está al pie de las vallas.
En parte de la vereda y sobre la calle hay algunas flores acostadas cuyos pétalos se lleva el agua como los terroristas se llevaron el alma de los padres de Suzon, que estuvo en un rincón sentada con la cabeza entre las rodillas, jadeando y rogándole a todo los dioses que no le tocara a ella. “Lo más triste es que a veces viene gente y saca la cosas que le dejan a los fallecidos”, cuenta con la cabeza gacha Tomas, que aquella noche comía unos fetuccinis y miraba la tele, hasta que escuchó un ruido muy fuerte, se asomó al balcón y vio gente que disparaba para todos lados perseguidos por otros que disparaban para todos lados.
Los que pasan por la fachada oriental de Le Bataclan no se detienen a mirar ni se sorprenden por el vallado. Siguen con sus vidas rutinarias, como en la casa de tatuajes “Black Bird”, al lado del teatro, que se tomó vacaciones por una semana.

Bataclan

Sobre las maderas y las vallas, la empresa Al SyEc ofrece un seguro de alarmas y deja su teléfono. Paradójico. Enfrente hay una plazoleta que junta a las calles Voltaire y Richard Lenoir. Está enrejada y ofrece una mesa de ping pong verde con red, sin paletas, sin pelotas y que nadie usa. La humedad le sale de las puntas. Hay unos toboganes por los que ningún chico quiere tirarse y unas hamacas que se mecen por el viento. “Prohibido el paso con animales, prohibido fumar y prohibido pisar el césped”, alerta un cartel en la entrada a la plaza. “Prohibido sonreír”, le faltaría decir.
Una madre tiene un cochecito con su bebe, al que mira y acaricia la mejilla. En un costado de la entrada de la plazoleta hay un andamio con cuerpos tirados en el piso, otros arrinconados y otros sin salida, representados por flores, fotos, cartas y lágrimas… Hace algunos meses, no todo era tan frío y tranquilo allí, sino que sonaban guitarras, bajos y batería como cuando tocó Oasis en 2008.
Todo se justifica en nombre de la religión, el capitalismo y el revanchismo. “Es culpa de Hollande, nuestro presidente no tuvo que intervenir en Siria”, se le escuchó decir a algunos de los sobrevivientes. Una chapa a la derecha con la bandera de Francia escrita por todos lados pide “Stop la guerra”. Paren la guerra. No importa en qué idioma se diga.
Las gotas de la lluvia hacen llorar a un cuadro con la foto de una mujer sonriente. A su lado, flores y velas apagadas y un rejunte de cera que ya es parte del suelo y de a poco parte del olvido. La servilleta escrita de un restaurante con la leyenda: “Siempre a favor de la vida. Desde España”. Una estrella de David pidiendo por la paz saca los prejuicios: “No importa ni la religión ni el credo ni el color, nadie merece la muerte”. Nadie, incluso los que esa noche estuvieron en la calle Voltarie al 50 a las 21.30 escuchando a la banda Eagles of Death Metal.
Un ramo de rosas blancas recién traído por un familiar se posa en las vallas. Lo acompaña una carta escrita a mano que pide por la paz y por el recuerdo de quienes se fueron. Al lado, un corazón dice: “A+PV”, las iniciales de los fallecidos, junto con fotos de la pareja en sus momentos de felicidad, como su casamiento.
Fotografías, rosas, mensajes y velas son abrazadas por un “trapo” como el que usan las hinchadas de fútbol para hacer banderas: “Corran por París”, dice escrito con aerosol. Corran y no dejen de correr. Por la calle Voltaire y el pasaje Saint-Pierre Amelot muchos tuvieron que hacerlo buscando un lugar donde esconderse, donde refugiarse, chocándose entre sí, torpes, desesperados, humanos.
Joan, un empleado del local de comidas “Kikafaim”, que se encuentra a 50 metros de Le Bataclan, está cansado de hablar del tema. No quiere que le pregunten más nada. “Las personas aquí están muy cansadas de hablar. Es muy difícil seguir después de lo que pasó. Perdimos mucha plata y las personas salen nada más que para comer. Aunque siguen con normalidad, no caminan por la zona”.
A la vuelta del teatro, sobre el pasaje, los estudiantes de la escuela Comunicación Progress fuman un cigarrillo y se empujan jugando como sin percatarse de que enfrente hay un lugar vallado donde cambió la historia de Paris. ¿Se habrían preguntado qué hubieran hecho si el tableteo de las ametralladoras comenzaba a la tarde, con ellos en la escuela?

El que resume lo que se siente en ese lugar es Tomas, del Boulevard Richard Lenoir, al lado del supermercado Monop con una única clienta y una cajera: “Es muy triste. Cada vez que salgo de mi casa veo a Le Bataclan y me pongo mal”. Pero Joan, mientras le pasa el trapo a la mesa para secar las gotas de la lluvia, deja una buena noticia: “En noviembre se estima que reabre”. El 16 de ese mes, a las 20, se presenta Peter Doherty. Está anunciado. Al pasaje Saint-Pierre Amelot le espera un nuevo horizonte en el que no habrá vallas.


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