Inicio » “SOY MÓNICA”, UNA MADRE QUE NO ARRUGA

“SOY MÓNICA”, UNA MADRE QUE NO ARRUGA


Compartir

La historia de la mamá de Luciano Arruga, el chico desaparecido en 2009 y hallado muerto hace un año atrás. “Parí un argentino negro que no quiso robar para la policía y estoy orgullosa de eso.”

Por Rosaura Barletta

arrugainterior4

En la silla al lado de la ventana, Mónica Alegre toma mate y mira la calle. Murió Frida, la perra que la acompañó durante casi siete años a todos lados. Si estuviera aquí, la tendría tirada entre las piernas. Se repiten las anécdotas en las que, queriendo acompañarla hasta el último centímetro, se enredó con cables de audio debajo de algún panel y dejó sin sonido a una actividad entera. Puede ser que en la calle haya comido algo que no es comida y se haya pescado una bacteria que la intoxicó. O que las garrapatas le chuparan la sangre y los glóbulos rojos, lo que la debilitó y terminó con su vida. La perra murió un día antes de que ella volviera de viaje. Mónica Alegre es la mamá de Luciano Arruga, el chico secuestrado y desaparecido por la Policía Bonaerense el 31 de enero de 2009.
En Jujuy participó del encuentro anual de la Red Nacional de Medios Alternativos y acompañó el juicio de un caso de gatillo fácil. Como no la querían dejar entrar a las audiencias, recurrió a una respuesta que aprendió de su hija Vanesa Orieta: “Quiero hablar con personal jerárquico, ¡este juicio es oral y público!”. Era el caso de Gonzalo Calderón y Pablo Obiña, de 15 y 16 años, asesinados a quemarropa en una supuesta persecución. La policía asegura que los dos murieron por la misma bala, pero la pericia indica que, para embestir a ambos, el proyectil tuvo que girar en una curva.
Mónica se presenta al final. Comenzó a hacerlo en enero de 2014, en el festival organizado por familiares y amigos a cinco años sin Luciano, donde leyó una carta. Se disponía a dar un discurso ordenado y premeditado en público. “Durante dos años dañé sin querer. Yo perdí a un hijo. Mis hijos perdieron a un hermano y perdieron a su madre. Quizás fui egoísta. Resta reparar ese daño”, leía, se desafiaba, se imponía un reto.
Se quedó sola con tres cachorros: Mauro tenía meses; Mario, dos años; Luciano, seis. Durmieron en la calle, en hoteles y pensiones, en terrenos fiscales y fueron a parar, pocos años antes de que secuestraran y desaparecieran al mayor, al barrio 12 de Octubre, en Lomas del Mirador. La algidez empieza mucho antes del asesinato de Luciano, tiene un anecdotario demasiado extenso y a ella misma le cuesta reconstruirlo. Quiere hacer un taller sobre violencia de género, un encuentro de mates y charla con las mujeres del barrio. Apuesta que su vivencia con el papá de los chicos sirvió para algo: “Estuve diez años con un golpeador y cuatro años más atrás de él. Yo le rogaba y creía que la otra mujer con la que él salía estaba destruyendo una familia”.
Para hablar de Luciano se le serena la expresión y las líneas de la cara empiezan a responder a la gravedad. El chico era protector. Una vez se subió con ella al colectivo para encargarle al chofer que la cuide. También iba a buscar a la parada a Vanesa, de 26 años, cuando volvía tarde de la facultad.
Instalados en La Matanza, Luciano empezó la secundaria en la 86, pero la dejó poco después para trabajar. En 2007 se inauguró el destacamento de Lomas del Mirador y empezó la cuenta regresiva. Algunos chicos se involucraron rápidamente en el negocio clandestino: la policía les daba un arma, les liberaba una zona y les marcaba qué casa tenían que robar. Después, era la promesa, compartían el botín. Luciano no quiso entrar. Tenía muchos motivos, pero se permitió elegir. La pobreza extrema no podía reemplazarse con la esclavitud perpetua. El ofrecimiento se materializó y el pibe dijo “no”.
El 22 de septiembre de 2008 la familia entera entendió todo. Hubo cacería en el barrio. Diez horas bajo tortura en la cocina del destacamento le explicaron el futuro. “Yo estaba ahí, pero no tenía idea de que a un menor no se lo podía tener incomunicado o que había que dar intervención a un juez de menores”, dice Mónica. En mayo de 2015 se condenó por la detención a diez años de prisión a Julio Diego Torales por torturas. Se acreditó que “Luciano sufrió incertidumbre por no saber, angustia e indefensión por el encierro, dolor físico y psíquico por la tortura. Bronca y desesperación por la impunidad, irritabilidad y pérdida de ánimo como secuela. El silencio, el enojo, el llanto, la depresión, la tristeza, la inseguridad y el miedo”. Esto, en palabras del abogado del CELS Maximiliano Medina. En palabras de su hermana Vanesa, “le quebraron la vida”.
El 31 de enero de 2009, madre e hijo se despidieron cerca de la medianoche. “Como a las tres de la mañana no aguanté más y fui al destacamento”, Mónica dio el primer paso de la búsqueda. Más tarde lo buscó su hermana con una amiga. El oficial a cargo les puso un arma arriba de la mesa. Mónica mira por la ventana y ve unas rejas, y adelante otras más que pusieron hace poco alrededor de la casa porque intentaron prenderla fuego. La causa está signada por marchas, protestas, festivales y todo tipo de actividades. En Jujuy hay paredes escritas: Luciano presente o Sin Luciano no hay justicia. “Me dicen: ‘Sos la mamá de Luciano Arruga, ¡te felicito por la lucha!’, y es como si me felicitaran porque no lo tengo”.

image544314835c1a81.04409011

Mónica se siente traicionada por los que comenzaron la lucha junto a ella y “se fueron acomodando” según el devenir de las propuestas electorales del Gobierno. Perdió contacto con muchos y conserva como gestante a las decenas de chicos que le ocupan la vida para acompañarla. Teje y vende sus muñecos en la feria de San Telmo: “Es una cuestión de autoestima, no es que tiro manteca al techo, pero me la gano yo”. Cambió el espíritu y las necesidades para bancarse la lucha. Después de dos años sumida en la depresión, le pudo dar otro sentido al sufrimiento. La ayudó su psicóloga Rosa Díaz Giménez, del CELS. Antes, con los periodistas, Vanesa le salvaba las papas, ella sólo decía: “Quiero encontrar a mi hijo”. “Lo único que sabía hacer era llorar”, se ríe.
El hallazgo del cuerpo de Luciano enterrado como NN en Chacarita no modificó el delito comprobado: desaparición forzada. Es lesa humanidad, crimen del Estado. El chico corría con ropa que no era suya por la avenida General Paz cuando fue atropellado por un auto. Un testigo asegura que en colectora, lado Provincia, había un patrullero de la Bonarense con las luces bajas. El joven que lo embistió declaró que Luciano “corría desesperado, como escapando de algo”. Fue trasladado al hospital Santojanni, y Mónica y Vanesa lo fueron a buscar ahí dos veces al día siguiente. La respuesta fue que ningún NN coincidía con la descripción que daban. Falta reconstruir la noche de su asesinato y juzgar a los responsables.
Luciano pasó meses en la Morgue Judicial y fue enterrado como NN en mayo de 2009. El 17 de octubre de 2014, el juez Salas ordenó reabrir los archivos de la Policía Científica para volver a cotejar las huellas. Esta vez, no antes, coincidieron. Luciano fue velado y llevado al cementerio de San Justo, a unas quince cuadras de la casa de Mónica, la misma de siempre, en Lomas del Mirador. “Me da bronca ir a ver una tumba.” Le hizo una placa con una foto suya y, de fondo, el mar que soñaba con conocer y nunca pudo. El orfebrero se dio cuenta de que era “el chico de las noticias”. La felicitó por su coraje y le regaló una placa con el escudo de River, Luciano era fanático.
“Hago las cosas que quiero. Amo mi libertad, que es lo que me da luchar.” Se presenta al final, así: “Soy Mónica Raquel Alegre, madre de Luciano Nahuel Arruga. Vivo en una villa. Parí un argentino negro que no quiso robar para la policía y estoy orgullosa de eso”.


Compartir

Agregar comentario

Clic acá para dejar un comentario