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UN MUNDO DE 24 ASIENTOS


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Un viaje de punta a punta por la mítica Línea 60, la decana de los colectivos. Sus colores, sus olores, los personajes, la historia. Una crónica que recorre lo cotidiano.

Por Milagros Moreni, Mariano Cervini y Matías Fernández

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“Todos mis días son distintos, pero siempre empiezan igual: tomando la línea 60.” La que habla es Candelaria, una estudiante de 22 años que mientras apoya un pie en el escalón cambia de brazo sus apuntes y busca la SUBE en su cartera. Como todas las mañanas a las 7, va de Belgrano a la Facultad de Ingeniería de la UBA. El recorrido de la línea más famosa de Buenos Aires recién empieza.
A esa hora, el ómnibus ya está lleno. Conseguir un asiento es el entretenimiento de algunos y la batalla de otros. Día tras día, millones de personas cumplen el mismo ritual.
Desde arriba del colectivo, la mañana porteña se ve distinta: sólo capots de autos y multitudes como hormigas que van y vienen. El inicio es vertiginoso. La gente espera, los choferes pasan. El “Rápido” a la provincia de Buenos Aires es el más buscado. La hora pico es apenas el inicio de un viaje que parece no tener fin.

LA TARDE DESDE EL PASAMANOS

El bocinazo de un auto hace que varios de los pasajeros de la fila saquen la vista de sus teléfonos. Son más las cinco de la tarde y en Ayacucho y Santa Fe, en el centro de la Ciudad, no más de diez personas levantan su brazo derecho y extienden la mano para parar al colectivo que los llevará de vuelta a casa.

-¡Arriba! ¿Va a pagar con monedas?
-Con SUBE.
-Apoye acá.

Mocasines negros, medias de nylon azul marino, jeans gastados, un suéter bordó a rayas y una camisa celeste, visten al conductor. Calvo, de frente arrugada, logra ver gracias a unos anteojos grandes. Muy charlatán, trata de ayudar a cada pasajero indeciso que sube y no sabe cómo pagar. Y busca hacerse notar ante los que no le hablan por culpa del celular o la música: “¡Cuidado con la puerta!”, se le escucha decir en cada parada. Es su latiguillo.
En el par de asientos reservados para personas con movilidad reducida viajan, mirando hacia atrás, dos señoras canosas y bien vestidas. Una de ellas le cuenta orgullosa a la otra el viaje que está haciendo su hijo por Alemania, recorriendo Europa. “Allá no es como acá. Allá todo funciona mejor, todo es más limpio”, dice resignada.
El colectivo tiene los vidrios tan sucios que se vuelve difícil ver los edificios de la acomodada avenida Las Heras. El semáforo se pone en rojo y una mujer pide bajar por adelante.

-¿El señor no sube? -pregunta la dama refiriéndose a un hombre que pretende subir en esa esquina.
-Sí –contesta el chofer-, pero no puede subir acá. Espere que se vaya y le abro. ¡Y preste atención cuando baje, que después me la llevan puesta y ando renegando con usted!
Con la mano abierta para tapar el sol palermitano que le impide ver bien el camino, el colectivero maneja rápido con una banda sonora de fondo compuesta por el repiqueteo de la vieja expendedora de boletos con monedas y el coro de silbidos de los frenos de aire comprimido.
A la tarde, el tiempo corre. Debajo del Puente Pacífico, por donde corre el Ferrocarril General San Martín, el 60 tiene la parada más poblada de la hora pico. El inspector de la línea mira su reloj y anota. Llega un colectivo atrás de otro. En sus ratos libres, el hombre conversa y hace chistes con un vendedor de garrapiñadas y tutucas apostado sobre avenida Santa Fe.
Con el dedo índice y el pulgar de su mano derecha, el inspector se aprieta los labios y chifla. “¡Dale, metele que lo tenés adelante al otro!”, le dice al chofer y hace señas con el brazo izquierdo. Prende un cigarrillo. Camina. Y se va.
Cuando ya casi no hay sol, la fila que empieza en esa parada es tan larga que se mete debajo del puente. Aún así, son tantos los colectivos que vienen que la rotación de personas es permanente.

LA NOCHE A BORDO

El ramal Panamericana va por esa autovía y llega hasta Tigre. Al menos, eso dice el cartel luminoso del interno 152. El chofer maneja y se pelea solo: “Los taxistas son pelotudos, les falla la cabeza”, dice y volantea al ritmo de una cumbia suave de Los Tekis. Después mira por uno de los millones de espejos que tiene el colectivo que maneja y le hace gestos al taxista que quedó clavado en el semáforo de atrás.
Son las nueve de la noche de un martes y a los pasajeros parece no molestarles la música que inunda el colectivo. Hay clima de boliche móvil con soledades apretujadas volviendo a sus casas. A esta hora, la gente parece resignada. Viaja en un miasma de cansancio, alterado por la sonrisa de algún pasajero que recuerda en silencio algo que a nadie le importa.
“¿Bajás?”, le pregunta una chica de ojos verdes y flequillo desparejo a otra de anteojos grandes y cara de zombie.
Cada vez que el colectivo arranca, un vaho de gasoil caliente impregna el aire. Todos los asientos van ocupados y el pasillo acumula cuerpos que se bambolean en el andar cargado de avenida Las Heras. El frío se hace sentir y los pasajeros suben con camperas y gorros de lana.
“Tres con veinticinco”, canta un hombre enorme con una campera Nike al que se le ocurrió subir con un televisor de tubo, que deja en el medio del pasillo. La mayoría de los pasajeros llevan auriculares y celular. Una señora de aros infinitos se aplasta contra un asiento y espía de reojo la conversación que su compañero de asiento mantiene por Whatsapp.
El chofer parece salido de la cueva de lugares comunes del universo: abridor de oro en la oreja, claritos en el pelo, un tatuaje en el antebrazo que dice “mis hijos”, chomba celeste con el cuello levantado y una inscripción bordada en blanco: MONSA, la sigla de Microomnibus del Norte S.A., empresa que desde 1931 brinda el servicio y hoy cuenta con una flota de 400 vehículos, entre comunes, diferenciales y de turismo.
El colectivo pasa Las Heras y, a pesar del horario, va repleto. Llegando a Belgrano, un pibe flaco con cara de cantante de videoclip le pide “el face” a una chica que sonríe detrás de un asiento individual. Un cincuentón de pelo largo y barba candado canta la famosa frase: “No empujen, atrás hay lugar”. Pero atrás no hay lugar. Hay una sola puerta para bajar ubicada en la mitad del colectivo y la gente se amontona ahí, como si inconscientemente quisieran bajarse todos en cualquier parada y así terminar el viaje de una vez por todas.
Las ventanillas sucias de tierra y smog dejan una fina capa que polariza la visión hacia el afuera. El 60 es un espectáculo por dentro y por fuera. Hasta cuando la ciudad se va apagando y necesita de las luces del alumbrado público para seguir viviendo un poco más. El bólido amarillo continúa sin pausa su recorrido.

UNA HISTORIA CON MÍSTICA

La línea 60 siempre tuvo mística. Marcelo Tinelli abrió uno de sus programas manejando un colectivo de esta línea para “cumplir el sueño del pibe”, y Jorge Porcel lo decía en uno de sus sketchs: “Me lleva el 60, me lleva”. Pero la gran historia fue “Un mundo de 20 asientos”, la telenovela protagonizada por Claudio Levrino y Gabriela Gili que en 1978 marcó un hito en su género.

Los trayectos de la 60 van desde Constitución hasta Tigre o hasta Escobar, en la provincia de Buenos Aires. Eso lo hace diferente. Y por la gran cantidad de puntos a los que llega se lo conoce irónicamente también como de “el internacional”. Su destino más popular no es el microcentro ni otras zonas comerciales, sino Tigre. Y los días en los que viajan más pasajeros son los lunes y los viernes.
La línea inició sus actividades en el año 1931 con 82 vehículos y con un concepto innovador para la época: prestar los servicios a frecuencia estable, durante las 24 horas, con personal de conducción uniformado. Hoy quintuplicó la cantidad de coches amarillo, rojo y negro; y actualmente cubre veinte recorridos identificados internamente con letras, que van desde la A hasta la S.


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