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Un amor heredado


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 El amor heredado por San Lorenzo es una excusa para hablar del amor por su padre que ya falleció.


Todos los papás nos marcan, para bien o para mal, con sus defectos y aciertos. El clima futbolero tan intenso que se vivió siempre en la Argentina es capaz de unir familias y afianzar los lazos entre padres e hijos.

Alejandro Fasano nació el 3 de marzo de 1970, fue el segundo de cuatro hermanos y creció rodeado de una familia hincha de River. Sus dos padres, María y José, iban a la cancha constantemente y eran bien futboleros. Sin embargo, Alejandro a sus 12 años era muy inquieto y ayudaba en el trabajo a sus vecinos verduleros, uno hincha de San Lorenzo y otro de Huracán, ambos lo querían llevar a la cancha. Por fortuna, se inclinó por el primero. La hinchada gritaba en la popular y Alejandro quedó totalmente maravillado con los papelitos, las banderas azulgranas y la locura de esa hinchada fiel. Así empezaba la historia de un amor inquebrantable.

Por aquellos años San Lorenzo jugaba en la Primera B, luego de haber descendido por única vez en su historia en 1981. Solamente permaneció un año en aquella división y ascendió a primera sin demasiadas complicaciones, pero lo más destacado fue la gente. En los partidos del Ciclón durante esa temporada se vendieron un total de 1.065.180 entradas, a un promedio de 25.361 por partido, récord total en el fútbol argentino.

Alejandro era un fanático del fútbol en general. A tal punto, que se compraba las ediciones de la revista deportiva El Gráfico y recortaba las fotos que aparecían en las páginas, para después pegarlas sobre un cartón y armar sus propias figuritas de colección. También tenía un cuaderno en el que escribía sus análisis de fútbol y destacaba a los mejores jugadores. Soñaba con ser periodista deportivo como Víctor Hugo Morales o Macaya Márquez.

Su adolescencia y temprana adultez, transcurrió entre fines de los ochenta y principios de los noventa. Alejandro era de una estatura promedia, gordito, pelo negro y algo de acné en su rostro. Agarraba la camiseta de San Lorenzo y se iba a todos lados en colectivo, a la cancha de Atlanta en Villa Crespo, de Ferro en Caballito o de Huracán en Parque Patricios. Fue su etapa más pasional, no importaba si llovía, hacía frío o si el equipo tenía un mal presente, siempre estaba ahí. Eran épocas en las que el Ciclón no tenía cancha propia, la había perdido y debía pagar el alquiler de otros escenarios ajenos.

En tiempos de la última dictadura militar, Osvaldo Cacciatore era el intendente de facto de la ciudad de Buenos Aires y tenía proyectada una liberación del espacio urbano. Por eso, había presionado al club, envuelto en deudas y pedidos de quiebra, para que vendiera los terrenos ubicados en Avenida La Plata al 1782. El 2 de diciembre de 1979, los de Boedo empataron sin goles ante Boca en lo que fue su último partido jugado en el “Gasómetro”, su viejo estadio de tablones.

A sus 15 años, Alejandro conoció a Gloria, su compañera de vida y madre de sus dos hijos, Nahuel y Ailén. Se encontraron en una misa celebrada en diciembre de 1985 en la iglesia Nuestra Señora de Lourdes, ubicada en Villa Maipú. Allí nació el amor, en una iglesia, el mismo lugar en el que nació San Lorenzo el 1 de abril de 1908, fecha en la que además, por esas cosas del destino, también había sido dada a luz Gloria, su mujer, pero en 1972.

“Siempre fue muy intenso con su San Lorenzo, me escribía cartas de amor con escudos alrededor y me llevó a la cancha un montón de veces –dice Gloria –. El colmo fue cuando nos casamos, tenía que decir ‘acepto’ y se le cortó la voz, no le salió porque estaba afónico de haber gritado un gol de San Lorenzo el día anterior”. El casamiento fue el sábado 7 de marzo de 1992 y un día antes, el Ciclón le había ganado 3 a 0 a Coquimbo de Chile por la Copa Libertadores. Por supuesto que Alejandro había ido a la cancha y gritado cada uno de esos goles.

La locura que tenía por este club duró varios años más, incluso Gloria destaca que llegó a ir a la cancha embarazada, con toda la dificultad que implicaba subir las escaleras de los estadios. Pero Alejandro cambió su actitud hacia con San Lorenzo cuando nacieron sus hijos. Había adelgazado, tenía barba y se le marcaban las entradas de la frente. Tenía que mantener a una familia y ya en 2002 se había recibido en la UBA como licenciado en Relaciones del Trabajo. 

Las responsabilidades de un padre de familia lo sumergían y ya no se involucraba tanto con el club. Y eso que a principios de los 2000 el Ciclón había cosechado varios títulos y excelentes campañas, pero casi siempre los partidos se miraban por televisión.  

Cuando yo tenía 8 años, siempre le insistía para ir a la cancha, pero él ya no quería.

—Pa, tengo ganas de ir a la cancha.

—Bueno, te llevo, pero a un partido tranquilo porque es peligroso por el Bajo Flores —contestaba siempre.

—¿Qué es un partido tranquilo?

—Uno en el que no juguemos contra Huracán, Vélez, Racing, Independiente, River o Boca —respondía con determinación —. Esos los vemos por tele porque se pueden agarrar las hinchadas. 

—¡Pero si vos cuando eras joven ibas solo, en colectivo y de noche!

—Antes se podía ir un poco más, igual ya pasaban cosas, pero ahora las barras bravas se agarran peor —argumentaba. Yo me enojaba, pero de a poco fui entendiendo sus razones.

Durante mi infancia me llevó a algunos partidos de local, siempre en la platea y ante rivales con poca convocatoria, como Olimpo o Arsenal, y es que la violencia en el fútbol siempre fue un problema que se potenciaba o no según el rival. No era lo mismo cruzarse en los alrededores del Nuevo Gasómetro con los pocos hinchas que traían estos dos clubes a pasarle de cerca a la barra brava de Vélez, con los que hubo reiterados enfrentamientos. De hecho, en los noventa, Alejandro fue a un encuentro de visitante en Liniers y un miembro de la hinchada del Fortín le robó algunas de sus prendas cuervas. Es por eso que las veces que fuimos, nunca me dejó ir con la camiseta puesta durante el viaje en auto, por precaución. Recién una vez dentro de la sede nos poníamos la casaca azulgrana. Para colmo no ayudaba el hecho de que este nuevo estadio inaugurado en 1993, se encuentre en frente de la villa 1-11-14. 

Más allá de este cambio en su actitud, Alejandro logró lo que su padre no, heredarle la pasión a su hijo. Tengo recuerdos de estar sentado viendo los VHS viejos de la campaña entera de San Lorenzo campeón del Clausura 1995, del Clausura 2001 y de la Mercosur del mismo año. Me los sabía a todos de memoria y cuando los veíamos juntos, siempre me contaba las mismas anécdotas de cómo había vivido ese partido, qué estaba haciendo o qué tan fuerte había gritado tal gol. Su fanatismo seguía, ya no tanto en la tribuna, pero sus energías estaban puestas en transmitirme ese sentimiento a mí.

Yo era muy chico, no sabía ni leer, pero sí sabía que San Lorenzo le había ganado el torneo a Gimnasia en el 95, supe que fue campeón en el 2001 después de ganarle a Unión de local y que en la Mercosur nos consagramos en los penales contra el Flamengo de Brasil. Prácticamente nací sabiéndolo porque el lavado de cabeza que me hizo fue impecable. Desde que iba al jardín de infantes, cantaba canciones de cancha, lo cual me trajo problemas cuando repetía estrofas como “Me lo dijo una gitana, yo no le quise creer, yo le sigo dando al vino, a los fasos y al papel”. Todo eso me enseñó mi viejo y también a juntar figuritas de los álbumes Panini que se preocupaba más por llenarlos él que yo.

Trabajó en el área de Recursos Humanos del diario La Nación, por lo menos así fue siempre desde que tuve memoria hasta que en 2013 pasó al mismo sector en YPF. Nunca supe si le gustaba o no su labor, pero por sus malos humores y quejas constantes tenía la sensación de que no. Si bien en la semana lo veía apenas un rato por la noche, los fines de semana sí podía disfrutarlo un poco más. Esos momentos que compartíamos estaban llenos de fútbol, la pasión que nos unía. Todas las mañanas previas a los partidos me leía la formación y charlábamos sobre los jugadores. Siempre ácido y crítico de todos, pero cuando le gustaba alguno era porque era bueno en serio. Sus ídolos fueron Walter Perazzo, Paulo Silas, Pipi Romagnoli, el Beto Acosta, Torrico, Ortigoza o Mauro Matos, de esos nunca hablaba mal.

Los momentos compartidos fueron varios, pero el recuerdo más importante fue en el Torneo Inicial 2013, cuando San Lorenzo y Boca peleaban el campeonato y se medían en el Bajo Flores. La cancha estaba repleta e increíblemente habíamos ido luego de muchísimos años. Yo estaba más grande, tenía 13 años y capaz que por eso se animó a llevarme a la popular. Sin embargo, él cantaba poco y estaba tranquilo, hablaba en voz baja, un tipo que se había quedado sin voz para su casamiento ahora estaba completamente calmado.

Aquel día ganamos 1 a 0, pero sobre el final del partido Torrico atajó un penal clave que significó un posterior título y un abrazo por parte de mi papá hacia mí. Me sorprendí por eso, ya que nunca había sido demostrativo conmigo. Siempre fue una persona cumplidora, un esposo y padre ejemplar, pero los valores como la exigencia y la seriedad iban todo el tiempo con él. Si bien imponía distancia, San Lorenzo era una fuerza que nos conectaba inexorablemente y nos hacía estar a la par.

Un sábado del 2018 estábamos en el auto, yo lo acompañaba a hacer las compras semanales, como todos los fines de semana. En la época en la que empezó a quedarse pelado y a tener canas en la barba, estas salidas pasaron a ser un ritual para él, y de paso traíamos facturas para la merienda. En esos viajes hablábamos de todo, pero siempre se tocaba el tema San Lorenzo y en una de las últimas conversaciones que tuvimos sobre nuestro equipo le pregunté:

—¿Qué preferirías, ganar dos Libertadores más o volver a Boedo?

—Volver a Boedo, toda la vida  —respondió Alejandro muy seguro.

—Nos tenemos que ir a vivir allá, así tenemos la cancha cerca y el día de mañana te llevo con tus nietos  —le dije.

—La verdad que estaría bueno—me contestó seco, fiel a su estilo.

Ese fue su sueño más profundo con respecto al club, más que cualquier trofeo, le encantaba la idea de estar cerca de la cancha, en un barrio menos peligroso, quizás de esa manera hubiera vuelto a pisar la tribuna en cada partido de local, como cuando era joven, pero esta vez en Tierra Santa.

Ahora los partidos los tengo que ver en soledad, al menos físicamente porque mi papá siempre va a estar al lado mío. Su corazón se apagó en una noche de octubre de aquel 2018 mientras dormía, se fue en paz, como le gustaba vivir. En la memoria viven esas anécdotas imborrables como cuando escuchamos la final de la Libertadores 2014 por la radio del auto, porque justo se nos había cortado la luz en el cierre del partido y por suerte pudimos escuchar los últimos minutos. Celebramos el triunfo sentados, abrazados, tocando la bocina, aunque rápidamente nos bajamos y empezamos a gritar “¡Campeones de América!” bien fuerte, como para que nos escucharan en toda la cuadra.

Por eso le digo gracias a un hombre que vivía concentrado en su trabajo, pero que encontraba en algo tan banal como un equipo de fútbol, una forma de distracción de la rutina y de conectarse conmigo.


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