DÍA DEL PADRE
Un amor heredado
El amor heredado por San Lorenzo es una excusa para hablar del amor por su padre que ya falleció.

El amor heredado por San Lorenzo es una excusa para hablar del amor por su padre que ya falleció.
Todos los papás nos marcan, para bien o para mal, con sus defectos y aciertos. El clima futbolero tan intenso que se vivió siempre en la Argentina es capaz de unir familias y afianzar los lazos entre padres e hijos.
Alejandro Fasano nació el 3 de marzo de 1970, fue el segundo de cuatro hermanos y creció rodeado de una familia hincha de River. Sus dos padres, María y José, iban a la cancha constantemente y eran bien futboleros. Sin embargo, Alejandro a sus 12 años era muy inquieto y ayudaba en el trabajo a sus vecinos verduleros, uno hincha de San Lorenzo y otro de Huracán, ambos lo querían llevar a la cancha. Por fortuna, se inclinó por el primero. La hinchada gritaba en la popular y Alejandro quedó totalmente maravillado con los papelitos, las banderas azulgranas y la locura de esa hinchada fiel. Así empezaba la historia de un amor inquebrantable.
Por aquellos años San Lorenzo jugaba en la Primera B, luego de haber descendido por única vez en su historia en 1981. Solamente permaneció un año en aquella división y ascendió a primera sin demasiadas complicaciones, pero lo más destacado fue la gente. En los partidos del Ciclón durante esa temporada se vendieron un total de 1.065.180 entradas, a un promedio de 25.361 por partido, récord total en el fútbol argentino.
Alejandro era un fanático del fútbol en general. A tal punto, que se compraba las ediciones de la revista deportiva El Gráfico y recortaba las fotos que aparecían en las páginas, para después pegarlas sobre un cartón y armar sus propias figuritas de colección. También tenía un cuaderno en el que escribía sus análisis de fútbol y destacaba a los mejores jugadores. Soñaba con ser periodista deportivo como Víctor Hugo Morales o Macaya Márquez.
Su adolescencia y temprana adultez, transcurrió entre fines de los ochenta y principios de los noventa. Alejandro era de una estatura promedia, gordito, pelo negro y algo de acné en su rostro. Agarraba la camiseta de San Lorenzo y se iba a todos lados en colectivo, a la cancha de Atlanta en Villa Crespo, de Ferro en Caballito o de Huracán en Parque Patricios. Fue su etapa más pasional, no importaba si llovía, hacía frío o si el equipo tenía un mal presente, siempre estaba ahí. Eran épocas en las que el Ciclón no tenía cancha propia, la había perdido y debía pagar el alquiler de otros escenarios ajenos.
En tiempos de la última dictadura militar, Osvaldo Cacciatore era el intendente de facto de la ciudad de Buenos Aires y tenía proyectada una liberación del espacio urbano. Por eso, había presionado al club, envuelto en deudas y pedidos de quiebra, para que vendiera los terrenos ubicados en Avenida La Plata al 1782. El 2 de diciembre de 1979, los de Boedo empataron sin goles ante Boca en lo que fue su último partido jugado en el “Gasómetro”, su viejo estadio de tablones.
A sus 15 años, Alejandro conoció a Gloria, su compañera de vida y madre de sus dos hijos, Nahuel y Ailén. Se encontraron en una misa celebrada en diciembre de 1985 en la iglesia Nuestra Señora de Lourdes, ubicada en Villa Maipú. Allí nació el amor, en una iglesia, el mismo lugar en el que nació San Lorenzo el 1 de abril de 1908, fecha en la que además, por esas cosas del destino, también había sido dada a luz Gloria, su mujer, pero en 1972.
“Siempre fue muy intenso con su San Lorenzo, me escribía cartas de amor con escudos alrededor y me llevó a la cancha un montón de veces –dice Gloria –. El colmo fue cuando nos casamos, tenía que decir ‘acepto’ y se le cortó la voz, no le salió porque estaba afónico de haber gritado un gol de San Lorenzo el día anterior”. El casamiento fue el sábado 7 de marzo de 1992 y un día antes, el Ciclón le había ganado 3 a 0 a Coquimbo de Chile por la Copa Libertadores. Por supuesto que Alejandro había ido a la cancha y gritado cada uno de esos goles.
La locura que tenía por este club duró varios años más, incluso Gloria destaca que llegó a ir a la cancha embarazada, con toda la dificultad que implicaba subir las escaleras de los estadios. Pero Alejandro cambió su actitud hacia con San Lorenzo cuando nacieron sus hijos. Había adelgazado, tenía barba y se le marcaban las entradas de la frente. Tenía que mantener a una familia y ya en 2002 se había recibido en la UBA como licenciado en Relaciones del Trabajo.
Las responsabilidades de un padre de familia lo sumergían y ya no se involucraba tanto con el club. Y eso que a principios de los 2000 el Ciclón había cosechado varios títulos y excelentes campañas, pero casi siempre los partidos se miraban por televisión.
Cuando yo tenía 8 años, siempre le insistía para ir a la cancha, pero él ya no quería.
—Pa, tengo ganas de ir a la cancha.
—Bueno, te llevo, pero a un partido tranquilo porque es peligroso por el Bajo Flores —contestaba siempre.
—¿Qué es un partido tranquilo?
—Uno en el que no juguemos contra Huracán, Vélez, Racing, Independiente, River o Boca —respondía con determinación —. Esos los vemos por tele porque se pueden agarrar las hinchadas.
—¡Pero si vos cuando eras joven ibas solo, en colectivo y de noche!
—Antes se podía ir un poco más, igual ya pasaban cosas, pero ahora las barras bravas se agarran peor —argumentaba. Yo me enojaba, pero de a poco fui entendiendo sus razones.
Durante mi infancia me llevó a algunos partidos de local, siempre en la platea y ante rivales con poca convocatoria, como Olimpo o Arsenal, y es que la violencia en el fútbol siempre fue un problema que se potenciaba o no según el rival. No era lo mismo cruzarse en los alrededores del Nuevo Gasómetro con los pocos hinchas que traían estos dos clubes a pasarle de cerca a la barra brava de Vélez, con los que hubo reiterados enfrentamientos. De hecho, en los noventa, Alejandro fue a un encuentro de visitante en Liniers y un miembro de la hinchada del Fortín le robó algunas de sus prendas cuervas. Es por eso que las veces que fuimos, nunca me dejó ir con la camiseta puesta durante el viaje en auto, por precaución. Recién una vez dentro de la sede nos poníamos la casaca azulgrana. Para colmo no ayudaba el hecho de que este nuevo estadio inaugurado en 1993, se encuentre en frente de la villa 1-11-14.
Más allá de este cambio en su actitud, Alejandro logró lo que su padre no, heredarle la pasión a su hijo. Tengo recuerdos de estar sentado viendo los VHS viejos de la campaña entera de San Lorenzo campeón del Clausura 1995, del Clausura 2001 y de la Mercosur del mismo año. Me los sabía a todos de memoria y cuando los veíamos juntos, siempre me contaba las mismas anécdotas de cómo había vivido ese partido, qué estaba haciendo o qué tan fuerte había gritado tal gol. Su fanatismo seguía, ya no tanto en la tribuna, pero sus energías estaban puestas en transmitirme ese sentimiento a mí.
Yo era muy chico, no sabía ni leer, pero sí sabía que San Lorenzo le había ganado el torneo a Gimnasia en el 95, supe que fue campeón en el 2001 después de ganarle a Unión de local y que en la Mercosur nos consagramos en los penales contra el Flamengo de Brasil. Prácticamente nací sabiéndolo porque el lavado de cabeza que me hizo fue impecable. Desde que iba al jardín de infantes, cantaba canciones de cancha, lo cual me trajo problemas cuando repetía estrofas como “Me lo dijo una gitana, yo no le quise creer, yo le sigo dando al vino, a los fasos y al papel”. Todo eso me enseñó mi viejo y también a juntar figuritas de los álbumes Panini que se preocupaba más por llenarlos él que yo.
Trabajó en el área de Recursos Humanos del diario La Nación, por lo menos así fue siempre desde que tuve memoria hasta que en 2013 pasó al mismo sector en YPF. Nunca supe si le gustaba o no su labor, pero por sus malos humores y quejas constantes tenía la sensación de que no. Si bien en la semana lo veía apenas un rato por la noche, los fines de semana sí podía disfrutarlo un poco más. Esos momentos que compartíamos estaban llenos de fútbol, la pasión que nos unía. Todas las mañanas previas a los partidos me leía la formación y charlábamos sobre los jugadores. Siempre ácido y crítico de todos, pero cuando le gustaba alguno era porque era bueno en serio. Sus ídolos fueron Walter Perazzo, Paulo Silas, Pipi Romagnoli, el Beto Acosta, Torrico, Ortigoza o Mauro Matos, de esos nunca hablaba mal.
Los momentos compartidos fueron varios, pero el recuerdo más importante fue en el Torneo Inicial 2013, cuando San Lorenzo y Boca peleaban el campeonato y se medían en el Bajo Flores. La cancha estaba repleta e increíblemente habíamos ido luego de muchísimos años. Yo estaba más grande, tenía 13 años y capaz que por eso se animó a llevarme a la popular. Sin embargo, él cantaba poco y estaba tranquilo, hablaba en voz baja, un tipo que se había quedado sin voz para su casamiento ahora estaba completamente calmado.
Aquel día ganamos 1 a 0, pero sobre el final del partido Torrico atajó un penal clave que significó un posterior título y un abrazo por parte de mi papá hacia mí. Me sorprendí por eso, ya que nunca había sido demostrativo conmigo. Siempre fue una persona cumplidora, un esposo y padre ejemplar, pero los valores como la exigencia y la seriedad iban todo el tiempo con él. Si bien imponía distancia, San Lorenzo era una fuerza que nos conectaba inexorablemente y nos hacía estar a la par.
Un sábado del 2018 estábamos en el auto, yo lo acompañaba a hacer las compras semanales, como todos los fines de semana. En la época en la que empezó a quedarse pelado y a tener canas en la barba, estas salidas pasaron a ser un ritual para él, y de paso traíamos facturas para la merienda. En esos viajes hablábamos de todo, pero siempre se tocaba el tema San Lorenzo y en una de las últimas conversaciones que tuvimos sobre nuestro equipo le pregunté:
—¿Qué preferirías, ganar dos Libertadores más o volver a Boedo?
—Volver a Boedo, toda la vida —respondió Alejandro muy seguro.
—Nos tenemos que ir a vivir allá, así tenemos la cancha cerca y el día de mañana te llevo con tus nietos —le dije.
—La verdad que estaría bueno—me contestó seco, fiel a su estilo.
Ese fue su sueño más profundo con respecto al club, más que cualquier trofeo, le encantaba la idea de estar cerca de la cancha, en un barrio menos peligroso, quizás de esa manera hubiera vuelto a pisar la tribuna en cada partido de local, como cuando era joven, pero esta vez en Tierra Santa.
Ahora los partidos los tengo que ver en soledad, al menos físicamente porque mi papá siempre va a estar al lado mío. Su corazón se apagó en una noche de octubre de aquel 2018 mientras dormía, se fue en paz, como le gustaba vivir. En la memoria viven esas anécdotas imborrables como cuando escuchamos la final de la Libertadores 2014 por la radio del auto, porque justo se nos había cortado la luz en el cierre del partido y por suerte pudimos escuchar los últimos minutos. Celebramos el triunfo sentados, abrazados, tocando la bocina, aunque rápidamente nos bajamos y empezamos a gritar “¡Campeones de América!” bien fuerte, como para que nos escucharan en toda la cuadra.
Por eso le digo gracias a un hombre que vivía concentrado en su trabajo, pero que encontraba en algo tan banal como un equipo de fútbol, una forma de distracción de la rutina y de conectarse conmigo.
DÍA DEL PADRE
Cuando termina la semana
Su trabajo sólo le permite disfrutar de la familia los domingos. Un perfil que refleja el esfuerzo diario para que esos pocos momentos sean valiosos.

Su trabajo sólo le permite disfrutar de la familia los domingos. Un perfil que refleja el esfuerzo diario para que esos pocos momentos sean valiosos.
Me dijo que los domingos podía hacerse un tiempo para charlar. También, solo los domingos, él puede encontrarse más de dos horas con sus hijos. Por eso se lo nota contento, en su mirada ya no se ve cansancio como en el resto de la semana. El sábado había llegado de la zapatería a las 9 de la noche, comió un plato de ravioles, se bañó y pudo –por fin- dormir sus ocho horas. Cosa que de lunes a viernes Andrés Mineiro no puede hacer.
Andrés tiene 44 años y dos hijos. Galo de 10, el más chiquito, fanático de Boca como su madre, Lorena. Y Yasmila que es como la reina de la casa, tiene 14 años, hace danza árabe y para orgullo de su papá, es hincha de River.
Nos conocemos hace un par de años, vivimos a dos casas de diferencia, pero yo jamás había entrado a la suya, ni él a la mía.
—Sentate, Cami. Termino de preparar el mate y arrancamos.
Dejé mis cosas sobre una de las seis sillas de madera que rodeaban la mesa del comedor y me senté en la de al lado. Desde ese lugar podía ver perfectamente la habitación de los chicos que habían dejado la puerta entreabierta, permitiéndome ver la cama marinera y una de las paredes pintadas de color celeste, algo gastadas.
Ahora sí, vestido de jogging y con el termo en la mano, Andrés se puso a charlar conmigo.
—¿Qué es lo que menos te gusta de tu trabajo?
—Y mirá— me dijo mientras apuntaba hacia arriba con sus ojos negros y con su mano derecha rascaba su barba algo blanca—, hay algo que cuando me lo pongo a pensar me duele bastante. Si alguno de mis hijos está triste, contento, emocionado, o lo que sea, no me lo cuentan, le comunican todo a su madre porque conviven muchas horas juntos y el tipo de vínculo que construyeron con ella es muy diferente al que construyeron conmigo.
Según el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social, el empleado de comercio no puede superar en ningún caso las nueve horas de trabajo. No es un criterio que aplique en la vida de Andrés. A las 6 de la mañana se despierta, a las 7 ya está partiendo a Grand Bourg, lo espera una hora de viaje. A las 8 está levantando la cortina del negocio que volverá a bajarse recién a las 20hs.
—¿Cómo vivís los domingos?
—Me encantan los domingos, los disfruto y aprovecho muchísimo. Trato de descansar bien a la noche para arrancar temprano el día, a veces hago algo a la parrilla, a la tardecita saco a pasear a mis hijos y lo vivo como una ceremonia. A la noche ponemos una peli con mi mujer y ahí va de nuevo toda la rutina.
Yo sabía cómo eran sus domingos, por eso fui a su casa a la mañana, para no robarle tiempo que podía pasar con su familia. De hecho, mientras charlaba con Andrés, Lorena estaba preparando unos sanguchitos y gaseosa para pasar la tarde en un parque. Me comentó que iban a ir a las playitas de Olivos, que los chicos tenían ganas de andar en bici y que había que aprovechar los últimos días de solcito.
La zapatería era de su suegro, tenía dos, una en Boulogne que la maneja su cuñado, el hermano de Lorena y la de Grand Bourg la manejo él. Está hace más de 15 años, Yasmila, su hija, todavía ni existía. “Antes laburaba en una fábrica de pastas, pero no me pagaban bien, el clima laboral no era muy lindo tampoco, asi que cuando Lorena me contó que su papá estaba buscando a alguien que pueda hacerse cargo del local ni lo dudé”, recordó Andrés.
Aunque pasar poco tiempo con su familia sea algo muy angustiante para él, no se arrepiente para nada, confirma que agarrar este trabajo fue una de las mejores decisiones que tomó en su vida. Gracias a ese cambio laboral pudieron comprar la casa, comer todos los días, les puede dar los gustos a Galo y Yasmila. Dice que es muy gratificante ver los frutos de todo el esfuerzo diario que hace por su familia, es lo más importante que tiene en la vida. No niega que le gustaría pasar mucho más tiempo con sus hijos, ir a los actos escolares, llevar a Yasmila al monumental, prepararles la comida.
—¿En algún momento tus hijos te plantearon por qué te ven tan poco?
—No de una forma muy directa, pero cuando Yas tiene una muestra de danza, que mayormente la hacen los sábados, me pregunta si voy a poder ir, ella sabe que no puedo, pero mantiene la esperanza de que algún día le diga que sí. Me parte el corazón perderme de esas cosas. Después, cuando llego a la noche, me muestra todos los videos muy emocionada y feliz. Y para rematar me dice: “Me hubiera encantado que estés ahí”— Esa última frase me la dijo con la voz quebrada, así que opté por preguntar otra cosa y mirar a otro lado.
Desde el comedor se podía ver el living, con tres sillones marroncitos frente a una tele. Arriba una repisa de madera con cosas de River, un banderín, una foto de la cancha y otra de Arndrés y Yasmila con Enzo Francenscoli, un exfutbolista, ídolo del club.
—Se nota que sos fanático —le dije apuntando al estante.
—Re. Desde muy chiquito mi viejo me hizo de River, íbamos a la cancha casi todos los domingos, me encantaba eso a mí. Cuando nacieron mis hijos, quise que vivieran lo mismo que yo, con Yasmila lo logré, pero con Galo no hubo caso. Lorena es re hincha de Boca y el nene siempre fue mamero, así que tenemos esa rivalidad. Es más, esas fotos—me dijo señalando la repisa— me las esconden cada dos por tres, es motivo de pelea—de fondo se oyó a Lorena reírse de la anécdota, mientras terminaba de preparar la conservadora para llevar al parque.
Lorena vino a sentarse con nosotros, le pidió un mate dulce a Andrés, así que aproveché para preguntarle cómo vivía ella la ausencia en la casa de la que su marido habla.
—Yo estoy más que feliz con esta familia que formamos, escuché algo de lo que te decía Andrés con respecto al vínculo que tiene con los chicos y no puedo dejar de pensar en cómo él se esfuerza para que la relación sea hermosa. Todos los domingos viene con planes diferentes, planes que sabe que a los nenes les van a encantar. Esas cosas se re notan y encima son súper genuinas. Yas y Galo aman pasar tiempo con su papá, y él también es muy feliz compartiendo cosas con ellos.
Todo lo que Lorena contó se podía ver a simple vista. Mientras ella hablaba, Andrés le acariciaba la mano y la miraba con un amor indescriptible. Ella también durante el relato se perdía en su mirada. En ese momento los chicos salieron de su habitación. Galo se sentó a upa de su papá y le preguntó cuándo iban al parque, estaba muy ansioso por usar su bici nueva. Decidí terminar la charla ahí y no robarles más tiempo.
— ¿Te pido un remis? —me dijo en forma de chiste, porque como mencioné antes, somos vecinos—. Salimos todos juntos.
—Muchísimas gracias por hacerse este tiempo, espero que pasen un día hermoso—les dije mientras los ayudaba a cargar algunas cosas a la camioneta de Andrés.
—Gracias a vos, Cami, nos estamos viendo.
DÍA DEL PADRE
El hombre de un siglo
Berto era un ser querible, gran contador de anécdotas. Este homenaje es a un padre, abuelo y bisabuelo amoroso.

Berto era un ser querible, gran contador de anécdotas. Este homenaje es a un padre, abuelo y bisabuelo amoroso.
Eugenio “Berto” Améndola, mi bisabuelo, era una persona de hierro, nada lo tumbaba. Su segundo nombre va entre comillas, ya que el verdadero es Alberto, sólo que en el DNI figura como Berto. Esto sucedió porque su padre cuando vino desde Italia, no hablaba con fluidez el español y la persona que anotaba los nombres lo entendió mal.
Alberto vivió una vida plena hasta sus 98 años, de hecho, anduvo en bicicleta hasta los 85. Siempre se vestía impecable, el secreto es que un día antes de un almuerzo o cena familiar, él elegía la ropa, la planchaba y la dejaba doblada en la cama para usar al otro día. Los últimos ocho años vivió en Villa Crespo con mi abuela Ester, su hija, luego de que su casa de toda la vida en Chivilcoy fuera vendida por su hijo adoptivo.
Ester cuenta cómo fue cuidarlo por tantos años: “Hacerme cargo de él fue difícil en algunos momentos, pero me dio la hermosa oportunidad de conocerlo más y creo que en todo este tiempo aprendí muchas cosas sobre la vida. Hacíamos muchas cosas juntos, cuando yo tenía que hacer trámites lo llevaba a dar una vuelta, se quedaba en el auto cuando yo bajaba, y después nos íbamos a tomar un café. Yo también le daba cosas para hacer en la casa, crucigramas, juegos de cartas, juegos de memoria y él estaba contento de poder hacerlos”.
El esposo de Ester, mi abuelo Guillermo, tenía una gran relación con él. Cada vez que recuerda los almuerzos y cenas familiares, sonríe con cariño. Para él era un excelente compañero, gran amigo. “Nos alentamos mutuamente, nos contábamos cosas que habíamos vivido, charlábamos sobre nuestros padres, jugábamos a las cartas”.

Alberto era un gran contador de anécdotas, en ninguna cena familiar faltaba el momento en el que él pudiera contar una de sus aventuras. Las más escuchadas, la de cuando vio emerger un submarino nazi en la plataforma de la Marina, o cuando salía a bailar de joven con su hermano por Chivilcoy. Tenían que hacer 20 kilómetros de camino de tierra en bicicleta de traje para poder estar con sus novias.
Desde muy joven, sin tener ni el primario terminado, pasó por un montón de oficios, trabajó en un taller mecánico, en un molino donde fabricaba harina, de chofer, pero su trabajo más duradero fue en el Sindicato Luz y Fuerza. Al cumplir 25 años en la empresa, le dieron una medalla de oro que conservó hasta el último día en su mesita de luz. Él tenía contados los años, días y meses que había trabajado en el sindicato (25 años, 8 meses y 21 días) y lo repetía muy seguido.
Era muy amoroso con la gente que quería, nunca voy a olvidar cuando para su cumpleaños de 90, organizamos entre toda la familia el “Torneo de truco Alberto Améndola” con una copa y todo. Tiramos reyes y me tocó hacer pareja con él. Era un muy buen jugador, muy mentiroso y pillo, pero no podías pasarle señas porque no las veía, y todas las jugadas que se discutían se tenían que hacer gritando porque si no, no oía. La copa la terminamos ganando y todavía tengo el trofeo en mi habitación.

Conmigo era el típico abuelo de antes, venía de atrás me agarraba la mano, me pasaba un billete y al oído me decía: “No se lo digas a tu madre, esto queda acá”. Mis tíos recuerdan que también con ellos, cuando eran chicos, fue un abuelo muy cariñoso. Su única nieta mujer cuenta cómo fue su niñez con él: “Mi abuelo fue muy compinche, sólo lo veía los veranos porque él vivía en Chivilcoy y yo en Capital, pero cuando iba a su casa, me quedaba un mes y medio de vacaciones. Me dejaba hacer cosas que mis papás no, me acompañaba a buscar juncos al lado de la ruta para hacer una choza, y después nos quedábamos a dormir ahí.”
Ester, mi abuela, recuerda verlo con ropa de trabajo. Le gustaba ir a trabajar, siempre iba contento. Cuando volvía, leía unas novelas de cowboy que en ese momento estaban de moda y a veces jugaba con ella. “Me llevaba a la escuela de danzas y a la vuelta nos traía en auto a mí y a mis amigas, siempre le pedíamos dar una vuelta a la plaza en el pueblo donde vivíamos, y él nos llevaba sin chistar.”
Los últimos días de Alberto fueron variando, estuvo bien el último tiempo, aunque cada vez más limitado. Nunca perdió las ganas de vivir ni dejó de hacer fuerza para estar bien, nunca se entregó. “Los últimos quince días de su vida fueron feos, pero en noventa y ocho años y medio, quince días no estuvo tan mal, ¿no?”, dice Ester. Alberto se contagió de COVID y estuvo internado una semana en el Sanatorio Colegiales, se recuperó y terminó en un hogar de ancianos ubicado en las calles Serrano y Vera, donde falleció.
Mi bisabuelo será recordado como una gran persona y en mi familia lo llevamos en el corazón, no hay un truco que no te haga acordar a él y las cenas familiares ya no son lo mismo que antes. Fue la persona más fuerte que conocí, siempre tuvo ganas de seguir para adelante y eso es una enseñanza que me va a quedar para toda la vida.
DÍA DEL PADRE
¿Papá se fue?
Este perfil cuenta la historia de una hija de padres separados, cómo aprendió a relacionarse con un padre al que ya no veía todos los días.

Este perfil cuenta la historia de una hija de padres separados, cómo aprendió a relacionarse con un padre al que ya no veía todos los días.
El departamento chiquito asfixiaba. Tan pequeño que se podría decir que todos soñaban lo mismo. Las paredes blancas estaban pobres de cuadros, nada las adornaba. El sillón donde Florencia dormía todas las noches se convertía en su cama. Sus papás dormían juntos. Esos actos le hacían creer a la niña de cinco años que eso iba a durar para siempre, pero no fue así.
—¿Papá se fue? —preguntó la nena de pelo castaño con los cachetes rosados.
—Después hablamos, Flor. Andá a jugar un ratito, ¿sí?
Los ojos de la nena pestañaron varias veces y siguieron mirando a su mamá con ingenuidad. El silencio fue abismal. Ahí entendió todo. Su papá se había ido.
Florencia cuenta que cuando él se fue, era una tarde como cualquier otra, abrió el cajón donde estaba la ropa interior de su progenitor y se encontró con que estaba vacío.
Al entrar a la casa de Florencia me recibieron dos bracitos que me rodearon por las piernas, porque esa es su altura a comparación de la mía. Lucía, la hija mayor de mi hermana, con el pelo hecho un desastre y el pijama, corrió al verme en la entrada de su hogar. “Te extrañe, tia Eri”, me dijo la nena que se roba cada una de mis sonrisas. Cuando pasé al comedor, vi a mi otro sobrinito, más chiquito que su hermana, sonriendo y con toda la cara manchada de comida. El ambiente era muy familiar. Las paredes estaban todas pintadas con garabatos, la casa estaba calurosa gracias al sol que entraba por las ventanas y hacía que olvidara el frío de afuera.
Mientras mi hermana me preparaba el café en la cocina, yo aprovechaba a jugar con los dos niños que alegran cualquier lugar donde pisen.
—Eri, ¿Tres de azúcar está bien? —gritó mi hermana desde la cocina– ¡Que Valentino no toque la estufa!
—Ponele cuatro —respondí lo mejor que pude, tratando de que el más chiquito de la familia no me causara problemas con mi hermana–. ¡Y mucha leche!
Ya las dos sentadas, frente a frente, con una taza de café en las manos, nos pusimos a hablar de un hecho que a ella le duele muchísimo recordar. Los nenes ya se habían ido a dormir la siesta y la casa estaba silenciosa. El sol entraba por el enorme ventanal y alumbraba el comedor.
—Fue muy triste y duro para mí, pero uno, como hijo, cuando crece entiende que los adultos tomamos decisiones por algo. Cuando sos niño, te duele que tu papá se haya ido, pero cuando sos grande, entendés que fue por algo y fue para que la familia esté mejor a la distancia —contó la chica de hoy 29 años.
La relación de Florencia y Sergio era muy divertida, les gustaba compartir momentos, ir al teatro, caminar por las calles y jugar a buscar carteles de “vende” y “alquila” (los de “vende” valían dos puntos, y los de “alquila”, uno). Iban sumando puntos y se solían reír mucho. La pasaban bien juntos.
—Tengo recuerdos con mi papá de que me llevaba al jardín en el auto, nos moríamos de frío y me acuerdo de reírnos porque a mí me salía humo de la boca y jugábamos con eso. Me acuerdo de viajar en el auto y siempre escuchar música que nos gustaba a los dos y lo recuerdo a él cantando las canciones —dijo Florencia con una sonrisa, recordando aquellos momentos.
—¿Cuándo vas a volver, pa?
—No voy a volver, Flopi —Sergio le dio un beso en la frente —. Es lo mejor para mamá y para mí.
Los días luego de la separación de sus padres fueron repartidos entre su papá y su mamá. Algunas noches dormía con Sergio y otras con Verónica. Trataba de verlos siempre a los dos. Pero la separación de estos fue como una bajada a la realidad. Ya nada era igual.
–Hoy en día siendo adulta, teniendo hijos, uno comprende que las relaciones de pareja y familia tienen que ser lo más sincera y amigables porque uno a sus hijos les enseña con el accionar del día a día, entonces, una familia que no está bien, que no se escucha, que no se comprende, que no se quiere y que no está fuerte, no es una familia real –dijo mirando a sus dos pequeños, mientras el más chiquito le tiraba del pelo a su hermana.
Los gritos, peleas y discusiones de sus padres afectaron a Florencia. No iba al colegio, se llevaba materias, iba muy seguido a la maestra particular. Se volvió una chica problemática en el mundo estudiantil.
—Supongo que era mi manera de llamar la atención. Ir al colegio era como un bajón— confesó Florencia—. No hablaba con nadie. Lloraba sola, a veces incluso tenía episodios de asma nerviosa por la tristeza.
Era una noche como cualquier otra, Florencia se había levantado del sillón para buscar un poco de jugo de la heladera. Cuando volvió, dio un repaso con los ojos por todo el comedor. La guitarra de su papá ya no estaba, tampoco sus cosas, ni su aroma.
Se le inundaron los ojos de lágrimas, no le salía la voz. Lloraba en silencio, no quería despertar a su madre, y mucho menos que esta la viera llorar. Se empezó a hiperventilar. Estaba todo oscuro, le dolía el pecho.
Inhalaba y exhalaba como le había enseñado su médico, pero no funcionaba. Hasta que explotó. El llanto en silencio se convirtió en uno ruidoso, en un grito ahogado, roto. Y se prendieron las luces, el ruido del nebulizador hizo presencia en el hogar y su madre rodeándola con los brazos le dio a entender que no estaba sola. Pero ella no quería que solamente la consintiera su mamá, sino que él también, su papá.
Florencia cuenta que hoy cualquier discusión con alguien del exterior la afecta. No puede estar presente cuando las personas se pelean, se pone nerviosa, se angustia. Si ella tiene que confrontar con alguien, prefiere evitarlo, ya que las peleas de sus papás la afectaron mucho.
Las discusiones entre padres pueden considerarse normales, pero la manera en la que se manejan puede afectar drásticamente la salud de los hijos. Así lo defienden en un artículo publicado en el Diario de psicología infantil y psiquiatría, el profesor Gordon Harold y la académica Ruth Sellers.
El profesor Harold concluye que una amplia selección de la investigación académica desarrollada desde la década de 1930 en torno a la psicología del niño demuestra que los menores expuestos al conflicto pueden experimentar una mayor frecuencia cardíaca y tener desequilibrios en las hormonas relacionadas con el estrés.
También es posible que sufran retrasos en el desarrollo del cerebro, problemas de sueño, ansiedad, depresión y problemas de comportamiento.
Sergio, el padre de Florencia, fue muy unido a ella desde que nació. Fue su primer hija y primer amor. Durante los primeros seis años, la llevaba al jardín, iban al parque, jugaban, cantaban, la llevaba a distintas actividades como comedia musical, y siempre apoyaba a su pequeña niña con lo que quería hacer. Jamás pensó que esa rutina se iba a romper.
—Cuando me fui sentí un dolor muy fuerte, porque en realidad, vos estás dejando atrás un montón de cosas, de vivir cotidianamente un montón de situaciones, de compartir cómo va creciendo tu hija, de estar al lado ella cuando te necesita. Fue una decisión muy difícil —contó con voz apenada Sergio.
Florencia hoy en día ya es mayor, tiene dos hijos y aprendió de los errores de sus padres a jamás pelear o levantar la voz a su pareja delante de ellos. Valora cada momento con cada uno y es muy unida a su papá y a la hermanita menor, hija de su padre con una nueva pareja. Queda claro que no hay un solo modelo de familia ni un único camino para el amor de padre.