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¿UNA AUTOBIOGRAFÍA?


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“¿Una autobiografía?” La consigna desconcertó a los alumnos del escritor y periodista Luis Gruss: “En la medida en que puedan narrarse a ustedes mismos les será más fácil narrar lo otro y los otros”. Aquí compartimos uno de esos ejercicios de búsqueda y reflexión.

Por Marcelo Riol

Nací en la ciudad de San Martín —barrio de tauras y malevos, según contaban mis abuelos— hace 47 años. Desde chico viajé solo en colectivo. Lo hacía con Jorge, mi hermano menor. Mi madre nos dio la llave de casa cuando él apenas tenía cuatro años y yo un poco más de cinco. La llevábamos colgada del cuello con una cinta. Así rápidamente ganamos la calle con mucha independencia. Subíamos al colectivo 111 en Villa Zagala, barrio en el que mis padres habían comprado un lindo departamento pero rodeado de villas de emergencia. En aquellos tiempos no había tanta violencia, sus habitantes —en su mayoría paraguayos, obreros de la construcción— no eran vistos como los responsables de la delincuencia. Solo perdían la compostura los domingos, cuando desde temprano el chamamé atronaba y el vino blanco en jarra anestesiaba. Nos bajábamos en Constituyentes y General Paz. Atravesábamos el parque donde está el museo Cornelio Saavedra hasta llegar a la escuela Naciones Unidas, ubicada en un barrio de hermosas casas con techos de tejas que el gobierno de Perón construyó para los oficiales del ejército de los batallones de Villa Martelli. Casi toda mi infancia transcurrió dentro del club Bartolomé Mitre, que pertenecía al ferrocarril. Había sido fundado por trabajadores ferroviarios ingleses y argentinos. Todos los días —salvo los lunes, que permanecía cerrado— viajábamos hasta la estación San Martín y caminábamos por las vías hasta llegar al club. Practiqué hockey sobre césped durante casi veintidós años. Allí aprendí cuán fuertes pueden ser los lazos de la amistad y el profundo código de la calle, a la que algunos consideran una universidad.

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El secundario en el que mis padres me inscribieron era técnico. Todavía era obligatorio asistir con pantalón de franela gris, blazer azul y el pelo no debía tocar el cuello de la camisa. El rechazo por el uniforme fue mi primera muestra de rebeldía. Luego sería un fuerte rasgo de mi personalidad. Elegí construcciones como especialidad, creyendo que la carrera universitaria que seguiría iba a ser Arquitectura. Nada de eso sucedió. Cuando cursaba tercer año mis padres se divorciaron de la peor manera. La secundaria se extendió más de lo programado y la universidad nunca llegó. Los primeros años luego de la separación fueron duros. Mi padre desapareció casi por completo y mi madre salió a trabajar, cosa que solo había hecho algún tiempo durante su juventud. Comencé a trabajar a los dieciséis, lo que dificultó más mi llegada a la facultad. Trabajé en los más variados puestos. Fui cadete, liquidador de mesa de dinero, cobrador, encargado de logística, vendedor de libros, de relojes y de productos gráficos. Finalmente dentro de la gráfica me especialicé en envases de cartulina, un trabajo que aún mantengo.

Muy joven y con dinero en el bolsillo, los planes de llevar adelante una carrera desaparecieron. La noche empezó a atraparme. Mi primera experiencia nocturna fue cuando aún gobernaban los militares. Unos compañeros de escuela me invitaron a ver La canción sigue siendo la misma, la película de Led Zeppelin. Se proyectó durante años en la trasnoche de los sábados, en el mítico cine Lara de la avenida de Mayo. Entré en la sala repleta de peludos que gritaban y festejaban cada acorde. El pesado humo del tabaco y marihuana, más la poderosa música hicieron que entrara en un trance que no me permitió ver la entrada de los milicos que hacían una razzia y sacaban de los pelos a los que estaban sentados cerca del pasillo. Cuando pudimos salir del cine, un colectivo esperaba para cargar a los detenidos. De milagro (el de tener cara de pendejo de dieciséis años supongo) pudimos escurrirnos y cuando llegamos a la esquina corrimos aterrorizados, riendo a carcajadas producto de la adrenalina. Esa no fue solo la experiencia que inauguró mi gusto por la noche y la música, sino también fue con la que desarrollé el profundo rechazo que siento por todo tipo de uniformado, en especial por la policía.

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Durante años trabajé de día y por las noches salía a vagabundear. Tuve muchas amigas y algunas novias —muy pocas— y de a poco fue apareciendo el interés por lo artístico. Primero en un bar de Martínez que pasaba videos cuando MTV aún no existía; luego comencé a coleccionar discos de blues fruto de mi fanatismo por los Zeppelin y sus orígenes. Más tardes creí que ejecutar un instrumento era mi destino. Así maltraté algunas armónicas y estudié bajo en la escuela del sindicato de músicos, donde el éxito mayor fue descubrir que además del rock existían otras músicas que podían conmoverme. De otro modo nunca hubiese llegado a Miles Davis, la orquesta de Pugliese, al Polaco Goyeneche o a Peteco Carabajal. Eso hubiese sido una tragedia. Tiempo después dejé de estudiar y empecé a ser manager de una banda under. Fue una pérdida de tiempo que sólo me dio más trasnoche y alcohol.

Después de cumplir treinta conocí a la que hoy es mi esposa y ahí, como dice una canción de Bersuit, dejé la vida boba. Ese fue el comienzo del proyecto más ambicioso que he tenido: formar una familia. No lo hice nada mal hasta ahora. Ya son dieciséis de pareja y dos hermosas niñas. Igual que para los antiguos navegantes ellas son dos estrellas que guían mi rumbo, incluso en las noches más oscuras.

Para canalizar las inquietudes que hacía tiempo llevaba conmigo comencé a estudiar. Soy lector compulsivo y veo muchas películas, por lo que pensé que sería bueno compatibilizar esto con mi gusto por la música. Hace años que hago psicoanálisis y en ese espacio trabajé la idea de ocupar mi tiempo en algo que fuera placentero. Pronto empecé a investigar qué carreras había para estudiar crítica de cine y las que encontraba eran más extensas de lo que mi espíritu y expectativas podían soportar. Un buen día encontré en un foro de Internet una respuesta que me permitió vislumbrar una solución. Podía estudiar Periodismo y luego especializarme en lo que más me gustara. Así llegué a Eter. Desde agosto del año pasado —cuando promediaba el primer año— colaboro en Al Borde de Tiempo (una revista de rock online), donde me desempeño como cronista de shows. A esta publicación me acercó mi amigo Julián Mocoroa (alumno también de Eter), cuya confianza en lo que podía producir siempre me sorprendió. Él veía algo que yo mismo no podía ver. De este modo descubrí que podía escribir, actividad que creía reservada para personas iluminadas. Otro aspecto importante que de a poco voy descubriendo es que ésta no es tanto una carrera académica sino un práctica, un oficio. Por ello mi tarea como cronista me da un placer que ninguna ocupación me dio jamás.


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