La historia del Heavy Metal, uno de los géneros musicales más importantes y olvidados de la escena nacional argentina. Sus comienzos, prejuicios y sentimientos están plasmados en estos 3 capítulos a puro metal.
La historia del Heavy Metal, uno de los géneros musicales más importantes y olvidados de la escena nacional argentina. Sus comienzos, prejuicios y sentimientos están plasmados en estos 3 capítulos a puro metal.
Capítulo 1: Luchando Por El Metal.
Los duros comienzos del género en el país. El contexto social y cultural de esa época impulsan a bandas como V8 a postularse como una alternativa musical.
Capítulo 2: El Nuevo Camino Del Hombre
Luego de la llegada de Rata Blanca al mainstream local, muchas bandas comienzan a reformar el género para adaptarse a los tiempos modernos. El sentimiento de aguante y la vestimenta toman un rol importante para el fanático del metal.
Capítulo 3: Por Propia Elección
Violentos, salvajes y marginados. Estos son los prejuicios que tuvieron y todavía tienen que enfrentar los músicos y el público del Heavy metal. De todos modos, los entrevistados explican cómo es realmente el ambiente metalero y cuán alejada es la realidad ante esa ficción de destrucción y odio.
En el extremo sur de Japón se encuentra una pequeña isla subtropical: Okinawa. Si bien es una prefectura de Japón, tiene una historia y cultura totalmente opuesta.
Cuando los japoneses colonizaron la isla en el siglo XIX, una parte de su cultura fue reprimida, y por lo tanto, se fue perdiendo con el paso del tiempo.
El hajichi, un tatuaje que solían hacerse las mujeres isleñas, había sido silenciado por muchos años.
Hay muchas versiones de los motivos de la realización de estos tatuajes, pero principalmente se cree que era para marcar la transición de la adolescencia a la madurez, para demostrar que estaban casadas, para asegurarse una vida tranquila después de la muerte y sobre todo, para que no las expulsaran de su país natal y se las llevaran a Yamato (Japón).
En la actualidad, las nuevas generaciones de descendientes de Okinawa, sobre todo mujeres, comenzaron a revitalizar estos tatuajes con un nuevo significado.
Introducción al hajichi: una historia, una conquista y la prohibición
Sobre la historia del hajichi no se puede hablar con total certeza. La poca documentación que se logró conservar, se debe al registro de comerciantes, viajeros, algunos libros que se realizaron a partir de encuestas y sobre todo, las que se obtuvieron por el recuerdo de los isleños que se fueron transmitiendo de generación en generación.
A partir de estos registros, se cree que el hajichi existía desde el siglo XVI y formaba parte de la cultura del Reino de Ryukyu (S.XV-XIX), un conjunto de islas de la cual Okinawa formaba parte. Estos tatuajes se realizaban únicamente entre las mujeres y la razón de esta exclusividad se basa en un mito: “Se cree que el origen del hajichi, empezó con las sacerdotisas del reino Ryukyu, las cuales eran solamente mujeres”, manifestó Karina. “Los hajichi están entrelazados con la posición especial de la mujer en la sociedad ryukyuana como poseedora del poder de la comunicación y el contacto espiritual”, señaló Miwa Higa, tercera generación uchinanchu-brasileña y licenciada en Ciencias Sociales por la Universidad Federal de San Pablo (UNIFESP).
Los diseños eran muy diversos ya que dependían de la zona en que residían y del estatus social. Mientras la clase alta solía tatuarse con diseños más delicados y finos, la clase baja tenía patrones más gruesos y de mayor tamaño. Sin embargo, era una práctica extendida independientemente de su condición.
Cuando Japón invadió el Reino de Ryukyu en el siglo XIX, comenzó un proceso de implementación de políticas que buscaron privar a los ryukyuanos de sus costumbres y su cultura, con el objetivo de lograr una nacionalización japonesa en su nuevo territorio.
“El hajichi se prohibió en 1899. A partir de entonces, se prohibieron las costumbres consideradas «bárbaras», y no sólo en Okinawa, sino también en otras partes de Japón. Se prohibieron las lenguas ryukyu y otras costumbres como los peinados y la espiritualidad (chamanismo)”, detalló Karina Satomi Matsumoto nacida en San Pablo, Brasil, tercera generación okinawense, quien tiene un blog (“Okinawando”) en donde se detiene a escribir sobre la historia de Okinawa.
Lentamente, la práctica de este tatuaje comenzó a disminuir, representando un acto de vergüenza. Algunas mujeres fueron obligadas a divorciarse de sus maridos y en casos más extremos, para borrarlos, muchas de ellas se quemaban la piel con ácido clorhídrico. Esta mirada despectiva se mantuvo por muchos años y por los mismos ryukyuanos.
Algunos diseños de los hajichi
La reconstrucción
La mayoría de estas nuevas generaciones que comenzaron a indagar sobre estos temas, descubrieron que al menos, algún antepasado suyo tenía estos tatuajes.
KarinaSatomi, tuvo su primer acercamiento con el hajichi en 2001, a los 12 años. Desde allí, su interés se fue intensificando: “En 2013, cuando fui a estudiar a Okinawa, compré algunos libros sobre el hajichi, pero aún no era un tema tan popular entre los jóvenes”, mencionó.
Luego de estar dos años en la isla, cuando regresó a Brasil acudió a un álbum de fotos de su abuela, álbum que vió varias veces, pero que por primera vez pudo ver con otros ojos: “Nunca me había dado cuenta de que mi tatarabuela tenía hajichi”, comentó.
Foto de la familia Yagi: tatarabuela de Karina S. Matsumoto con hajichi
Hiromi Toma, vive en Osasco, Brasil y fundó el colectivo “Hajichaa” en 2022: “El colectivo está conformado por todas las hajichaa (tatuadoras) del mundo que están rescatando el hajichi”. Su objetivo es reunir e intercambiar datos entre las integrantes para “ir rellenando la laguna vacía de información”.
El resurgimiento del hajichi implicó la conexión de mujeres de todo el mundo: Moeko Heshiki en Okinawa; Mona Maruyama en Filadelfia, EEUU; Erin Nagamine en Honolulu, Hawai; Kiki Nakasone en Vancouver, Canadá; Miwa, Hitomi y Satomi de Brasil; entre otras hajichaa del mundo.
Integrantes del colectivo “Hajichaa”
Sobre la técnica que se emplea para tatuar en la actualidad, mencionó: “En el hajichi se aplica la práctica handpoke, que fue utilizada por mucha gente y no era exclusiva de las Ryukyus. En los últimos años, se ha vuelto a implementar por muchos tatuadores para crear distintos tipos de diseños, incluso contemporáneos”. Hiromi decidió seguir con la tradición y usa este sistema para hacer los hajichis.
“Se perdió la corriente de los hajichaa, y las nuevas generaciones de tatuadoras no tuvimos los conocimientos originarios. Por lo tanto, se está realizando una recreación del hajichaa, porque muchas de las cosas que hacemos, son reinterpretaciones”, explicó Hiromi.
La mayoría de las tatuadoras son tercera generación, por lo tanto, no saben hablar el uchinaguchi (dialecto okinawense) y no tienen mayor conocimiento de las tradiciones. Solamente, aquellas que fueron transmitidas por sus ancestros.
“Es por eso que su recuperación es colectiva. La restauración del hajichi es un trabajo en conjunto, con la recolección de información de muchas personas”, especificó.
Una sesión de tatuaje requiere de todo un procedimiento que busca conectar a la persona con su hajichi elegido: “Generalmente se presentan con un símbolo ya decidido. Por ejemplo, algunas se tatúan los diseños que tenían sus tatarabuelas. De todas formas, tengo libros con los símbolos y la historia de cada uno de ellos”.
Antes de arrancar la sesión, Hiromi suele hablarles de su significado: “Para mi es muy importante ser el puente de información entre la persona y el significado de su hajichi”.
La resignificación
“El hajichi es un movimiento para resignificar tradiciones que han sido silenciadas y oprimidas. Además, ha ayudado a muchas jóvenes a buscar sus orígenes y a devolver a las mujeres uchinanchu a la historia, a la memoria y al presente y a construir cosas mejores para nuestro futuro”, expresó Miwa sobre el resurgimiento de los tatuajes.
“Cada tradición se inventa. Si una tradición llega hasta nosotros, es porque tiene sentido para quienes la viven. Y para que tenga sentido,sus significados deben inventarse y reinventarse constantemente”,señaló Higa.
Si bien el hajichi comenzó teniendo un significado relacionado con el pase de la adolescencia a la adultez, el valor que tiene en la actualidad es diferente: “Es una forma de reafirmar y reivindicar nuestra cultura y mostrar que ella no es algo estático, sino que está en movimiento y transformación”, indicó Satomi.
Estas mujeres buscan difundir el hajichi, y con ella, homenajear a sus ancestros, a su lucha para mantener su cultura. Para demostrar y reafirmar el sentido de pertenencia, el de ser uchinanchu (okinawense).
“Yo digo que mi hajichi simboliza lo que significa ser un uchinanchu: una marca que nunca se borrará. Aunque algún día ya no me guste el hajichi o me arrepienta, es algo que nunca me abandonará, no se puede cambiar, al igual que mi identidad uchinanchu”, finalizó Satomi.
Nicolás Pousthomis nació en 1975 en Villa Urquiza, pero a los cinco años se fue a Francia, a un pueblo perdido de la región de Picardía al norte de Francia, ubicado a unos 100 kilómetros de París con aproximadamente 800 habitantes. Hijo de madre argentina y padre francés, se crió entre vacas, bosques y trenes rurales que lo llevaban esporádicamente a la metrópolis gala. Su madre cocinaba empanadas, batía leche con azúcar durante horas para hacer dulce de leche, y hablaba de Maradona como de un Dios. Él no sabía español, pero sí sabía que era argentino, aunque no entendiera bien qué quería decir.
Su apellido significa “ventana” en patuá, el idioma de la montaña. Una hendidura entre los cerros. Quizás ya tenía marcado su camino en su nombre.
“Mis amigos me pusieron de apodo Macadam”, recuerda y agrega: “Siempre andaba por ahí, nadie sabía dónde. Me levantaba alguien en una casa rodante o me iba a Aviñón, a la montaña”. Era punk, era hippie, escribía canciones de su banda de hard rock. Fue entendiendo que su lugar no era el que su padre quería, la empresa, seguir sus pasos: “No sabía lo que quería, pero sí lo que no quería”.
En 1995 tuvo un punto de quiebre, el contexto era de universidades en huelga, fanzines (revistas por aficionados), militancia antifascista. “Toda la facultad paró menos mi carrera, economía. Mis compañeros no querían sumarse a la protesta. Me dio bronca. Ahí decidí que no iba a seguir”, dice. Pensó en escapar.
A los 21 años, Nicolás decidió volver a Argentina. El servicio militar francés era obligatorio y él no estaba hecho para eso, que le ordenen cómo, cuándo y dónde hacer lo que tenía que hacer.
Viajó a Mercedes, en la provincia de Buenos Aires, lo esperaba su tío con un emprendimiento turístico de caballos. Era una excusa, el verdadero viaje era interno. “Llegué con soberbia. Pensaba que acá la gente se cagaba de hambre. Y los petiseros ( los cuidadores y entrenadores de los animales) me bajaron del caballo (literal y simbólicamente). Aunque no sabían leer ni escribir, me enseñaron a bailar cumbia, a arreglar autos con alambre, a abrir el capot y probar”, cuenta y sigue: “Estos pibes son mucho más vivos que todos los pelotudos con los que convivía en la facultad, que leían a Foucault. Con una inteligencia práctica, emocional o incluso cultural superior”.
Con uno de los petiseros planearon jornadas de turismo rural para extranjeros. Él aportaba idiomas y marketing, el otro los caballos. Y entre monturas, nuevas culturas y vivencias conoció a Gisela. “Era poesía frente a mis ojos”, dice ella.
Gisela estudiaba cine en La Plata. Lo conoció cuando él apenas hablaba español y venía de recorrer medio mundo. Con la excusa de ir a un taller de fotografía, se iba a La Plata y la veía a ella. Lo que no vio venir fue su amor hacia la cámara. “Tenía 21 años y ya parecía que había vivido varias vidas. Era un exótico total”, recuerda. Ella, criada en un pueblo chico, se enamoró instantáneamente: “Dije este es el hombre de mi vida”. Y lo admiró desde el principio, “Para mí, Nico es un sabio. Tiene una mirada propia de las cosas, una profundidad que no es común. Tiene un sentido de la vida que inspira. Es un caminante valiente, un soñador de mundos posibles”, expresa.
Se mudaron a Buenos Aires, a un monoambiente oscuro, en el microcentro porteño, donde crearon Sub, la primera cooperativa de fotógrafos documentalistas con mirada política y colectiva del país. “La subcoop fue hija del 2001”, reflexiona. Los integrantes se conocieron en el estallido, siendo parte de los sucesos, con la necesidad de contar lo que pasaba desde el campo de juego.
“Venimos de dos tradiciones distintas, yo del cine, con jerarquías. Él de la fotografía, individualista. Sub fue una síntesis, horizontalidad, militancia, arte. Un laboratorio político y poético”, cuenta Gisela: Sub nació con reglas claras, todos cobraban lo mismo, sin jefes. “Queríamos contar lo que no se contaba”, dice Nicolás. Fotografías desde abajo, desde el barro, siendo activistas.
Una escuela, una editorial, una familia, algunas de sus creaciones. Durante 15 años, Nicolás y Gisela trabajaron y vivieron en una fusión creativa constante. Muchos años después, una caja de diapositivas escondida en su casa familiar reveló un misterio, su padre también había sido fotógrafo. “Excelentes fotos de cuando vivió en Argentina. Él nunca me lo dijo. Luchó para que yo no fuera fotógrafo. Pero ahí estaba su obra, su secreto. Me alejé de su legado, y sin darme cuenta, lo abracé sin saberlo”, confiesa.
Nicolás soñaba con que algún día su padre viera su arte en Libération, el diario que leían juntos. Cuando logró llegar a publicar ahí fue tarde. Su padre ya había muerto. “Cuando vi mi nombre en ese diario, pensé: llegó, pero él no está para verlo”, dice.
Después de la pandemia, con los hijos emancipados, Zoe de 24 años que viaja por Europa y Helios de 23 que vive en Buenos Aires, Nicolás eligió una vida rural. Gisela seguía en Buenos Aires por trabajo. Vivieron tres años separados geográficamente, pero unidos espiritual y creativamente. Emprendieron un proyecto juntos, un libro sobre su historia: Todo y nada. Él la cuenta a ella. Ella lo cuenta a él. Juntos se cuentan a sí mismos. “Fue nuestra forma de abrazarnos a la distancia. Hacer arte fue siempre nuestra filosofía de vida. Y nuestro vínculo, nuestra mayor obra”, cuenta ella.
Hoy, otra vez en Mercedes, habitan un domo en el bosque. “No sabemos qué vamos a hacer. Tal vez menos cosas, pero más profundas dice Gisela: “No venimos con un proyecto armado. Venimos a escuchar el territorio.”
Su hija también migró a los 21 a Francia. Como su abuelo hacia Argentina, y como su padre. “La vi partir y me di cuenta: tenía la misma edad que yo cuando llegué. Era una nena. Pero esa es la edad para tirarse a la pileta”, dice Nicolás. Quizás no haya edad ideal para migrar. Pero los 21 parece un momento de cambios fuertes para los Pousthomis.
Desde Sub hasta Tierra Viva, que nace del movimiento de Trabajadores de la Tierra (UTT), que es la agencia de comunicación que hoy coordina, pasando por Minga que es el primer semillero de fotos libres del sector campesino e indígena, Nicolás nunca se desconectó de lo colectivo. Suele decir que no sabe si va a seguir fotografiando, pero nadie le cree. “Es su lenguaje. Es como respirar”, sentencia Gisela.
La migración lo sorprendió. La cumbia le enseñó humildad. El amor lo hizo quedarse. La cámara, mirar, contar, expresar. La vida, fluir y disfrutar. Y hoy, desde una casa redonda, entre árboles y recuerdos, lejos de la ciudad, espera su próximo destino.
Vehículos históricos que quizás sólo han sido vistos en películas en blanco y negro. Coleccionistas amantes de la historia, obsesivos de los detalles, del armado con piezas originales que quizás llevan años en conseguir. Herederos de una tradición que atraviesa generaciones; son parte de una fiesta que cada año gana más adeptos.
Comenzaron a llegar a la costanera en fila india como desfile militar. Con banderas argentinas y uruguayas que flameaban desde de sus ventanillas como objeto identificatorio de su lugar de procedencia. Tocando bocina para captar la atención de algún desprevenido, como si el propio hecho de ver máquinas de cuatro ruedas de principios del siglo XX, muchas de ellas con un brillo sólo visto en salas de exposición, ya no llamase la atención de los transeúntes.
Acto seguido, bajo las órdenes de un joven con boina, tiradores y zapatos estilo tanguero, empezaron a estacionarse a 45° uno al lado de otro preparándose para la ocasión.
Fierreros avezados, curiosos ocasionales, nostálgicos y apasionados del mundo automotor, deseosos de ver cómo los propietarios desenfundan y exponen sus reliquias que alguna vez fueron tendencia, se hicieron presente en abril en Concordia para disfrutar del “Encuentro Internacional de Autos Antiguos y Clásicos”.
Con diferentes actividades como muestras estáticas de los rodados con sus dueños vestidos de época, puestos gastronómicos y caravanas que recorrieron los puntos claves de la ciudad, el tiempo retrocedió al menos por un rato y copó las calles para el deleite de los espectadores.
Múltiples marcas, colores, formas y motorización, pero siempre dentro del estilo clásico, rememoraron tiempos de más tierra que asfalto, de más fierro que plástico, de más funcionalidad que modernidad.
“Les pido que disfrutemos con los ojos y no con las manos”, expresó micrófono en mano Eduardo, uno de los organizadores, antes de finalizar la presentación del evento y como forma de ordenar al público a la hora de apreciar los automóviles.
Esta vez, en el séptimo encuentro, fueron más de 60 unidades las que participaron superando ediciones anteriores. No importa el cómo, la idea es llegar a donde los convoquen, encontrarse con colegas o camaradas para compartir anécdotas, historias y mostrarle a la gente que lo antiguo también tuvo y tiene su encanto.
Algunos llegan desde diferentes puntos de nuestro país y otros tantos desde la República Oriental del Uruguay. Los menos sacrificados -esta vez- son los locales que apenas tuvieron que abrir su garaje y hacer un par de cuadras para sumarse. Entre ellos está Ismael, quien vive a pocos metros del lugar del evento y que trajo su Ford Falcon modelo 1960 que compró a mediados de la década del 90, y que cuenta que pasó un día por un taller, vio el vehículo y se lo cambió a su dueño mano a mano por su Jeep de ese momento.
“Lo uso los fines de semana para salir a pasear. Pero lo más loco que he hecho, es irme desde Concordia hasta Tierra del Fuego, 8.000 kilómetros ida y vuelta. Tuve algunos percances, pero se la bancó el Falcon”, sostiene orgulloso al hablar acerca del uso y las historias detrás de su Ford.
El resto, en su gran mayoría, deben poner a punto esas máquinas que más de medio siglo atrás recorrían caminos inhóspitos de pura tierra y poca señalización, y montarse al asfalto actual para viajar una gran cantidad de horas hacia la cita de turno.
Otros, deben armar una logística más grande y traer sus autos vía remolque. “En nuestro caso son aproximadamente 11 horas de viaje desde La Floresta, Uruguay. Lo subimos a un tráiler y arrancamos, pero no podemos venir rápido por la ruta”, expresa Beatriz, dueña de un camión de bomberos que este año cumplirá 100 años de existencia.
Asimismo, agrega que si bien fue su marido (hoy fallecido) quien lo armó, actualmente es ella quien continúa con su legado y espera que sean sus hijos y nietos quienes conserven no sólo el vehículo, sino también el amor por participar en este tipo de encuentros y mantener viva la llama de lo antiguo.
El compromiso de los protagonistas es absoluto. En muchos casos, a parte del auto, también se pone el cuerpo al servicio de la ocasión. Los dueños se mimetizan con sus rodados y se visten como si estuviesen yendo a un típico encuentro de té inglés o a un almuerzo tradicional de domingo. Sombreros con plumas, trajes impolutos, zapatos doble color con un brillo inmaculado, decoran -aún más- el clima de época. Grandes y chicos, nadie se pierde la oportunidad de presumir su “look” y mostrar, al menos por unas horas, la elegancia del pasado.
Si bien las estrellas principales que convocan son los automóviles, cada detalle agrega su cuota y genera en el público asistente un efecto inmersivo en lo añejo, en lo alguna vez ocurrido, en la antigüedad muchas veces añorada para transportarse al presente y volverse material a través de esas máquinas.
Ese olor a viejo, a polvo, a cuero artesanal, a chapa y fierro, evocó tiempos de caminos de tierra sin luces, de palancas de cambio al volante, de ventanillas bajas para contrarrestar el calor, de mucho mecánico improvisado que debía aprender sobre la marcha para llegar a destino y donde la intuición y el riesgo eran parte inherente de cada travesía que emprendía ese Ford o Chevrolet.
Finalizado este contacto efímero con el pasado, todo volverá a la normalidad y la modernidad tomará el poder nuevamente hasta que el próximo encuentro convoque a estos fanáticos de lo antiguo y clásico y los vuelva a juntar en un nuevo destino.
*Estudiante de la carrera de Periodismo y Producción de contenidos a distancia.