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Del campo a la carnicería: un día en el frigorífico Frigar de Cañuelas


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Cómo es el minuto a minuto de una jornada con los empleados que se encargan del trabajo más cruel, pero que colaboran a la alimentación de los argentinos.


Tres horas son las que hacen falta para que 300 vacas se transformen en 600 medias reses. Cien vacas por hora, cincuenta cada media hora. “Quiero llegar temprano”, dice Pablo, en camino al frigorífico y continúa: “Me gustaría mostrarte todo antes de que comience la faena”.

Pablo es el encargado de Control de calidad del frigorífico Frigar ubicado en Cañuelas, provincia de Buenos Aires, a 48 kilómetros de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

“Los viernes son pocos animales, hoy van a ser 300, pero los lunes son entre 800 y 1.000”, cuenta el encargado y agrega: “No cualquiera trabaja acá. Es muy cruel”.

El sol está en el centro de la escena iluminando todo el frigorífico. Una edificación de dos pisos, pintada de blanco por fuera y separada de la calle por un paredón, lo demás es campo.

En la entrada saludan: “Buen día, Doctor”. Más adelante, un empleado sentado en un escalón afila su cuchillo, sereno, firme, plácido; dice: “¡Que sean pocos hoy, Pablo! Así terminamos temprano!”.

Hacia la derecha del edificio están los corrales, adentro hay vacas echadas esperando. Siempre esperando. El aroma en el ambiente es una mezcla de bosta y pasto mojado. “El animal baja del camión e ingresa por acá”, señala una rampa con piso de cemento atravesadas por barras de hierro en forma cuadriculada. “Eso es para que no se patinen y se caigan”, agrega.

Las pasarelas de los corrales están limpias. Pablo trata de no acercarse a los animales. “No me gusta estresarlas, ahora están tranquilas, si me acerco se ponen nerviosas. Tengo que mirar que tengan agua, que estén bien”, comparte. Encuentra un bebedero roto. Se enoja, resopla por lo bajo, anota en su cuaderno: revisar corral 36.

Las vacas observan, parecen entender, algunas se agolpan, otras siguen en su indiferencia reposando al sol. “Ellas son las de hoy. Las de hoy significa ‘las futuras medias reses’. Más tarde ingresará otro camión con las del lunes”, dice.

Según el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (SENASA), los animales deben estar en el establo, al menos, durante 24 horas antes de la ejecución y no más de 72 horas. El viaje es tenso, agobiante. Para que la carne no sea dura, deben descansar. Durante ese tiempo tampoco pueden comer.

Antes de ingresar a la parte donde las sacrifican pasan por otros corrales en los cuales las bañan. Unos tubos que cruzan por arriba les tiran agua a presión. “Es para limpiar si tienen mierda en el cuero”, dice Pablo. Más adelante, la pasarela para llegar al fin, el martillo hidráulico. 

“Esta es la zona sucia”, muestra. Así le llaman a la zona de insensibilización del animal, suspensión de la res y vómito, degüello y sangrado. Todo está conectado por la Noria, una máquina transportadora con un mecanismo similar al de las aerosillas. Un riel alto con varios ganchos de los cuales cuelgan a las vacas de las patas y hará todo el recorrido de manera mecánica.

El piso de arriba, que es donde se realiza la faena, parece un hospital. Paredes de azulejos blancos, pisos de cemento, frío, mucho frío. Todo está extremadamente limpio. El espacio es extenso, 300 m2. 

Hay 33 palcos elevados del suelo para estar a la altura del animal cuando pasa. Cada uno tiene una labor. Más adelante, en las cámaras, están las reses de ayer a 1.8ºC, suspendidas de ganchos y perfectamente alineadas como el perchero de cualquier marca de ropa.

Ahora hay silencio, más tarde todo será ruido.  

***

A las dos de la tarde se quiebra la calma, comienza el trabajo. Los animales son arreados hacia la zona sucia. Corren con temor, miran para todos lados intentando escapar, buscando el hueco que las devuelva al campo. El arriero grita, revolea un trapo.

“Dale, daleee.. ehh, ehh, dalee”, grita Pablo.

En la pasarela final algunas mugen asustadas. Intentan sobrepasarse, como apurando el desenlace. Cuando llegan, un operario le apunta frontalmente en el punto medio entre los ojos, el ruido que hace el martillo es seco, fuerte, ¡PAC!. El golpe es preciso. 

Las piernas que se aflojan son las de la vaca. Se abre la compuerta del costado del cajón y cae desmayada. Desde ese momento, según las normas de SENASA, tienen 15 segundos para degollarla, pasado ese tiempo puede despertar. 

Dos empleados le agarran una de las patas traseras, la atan y la izan como si fuera una bandera de guerra. El animal, que aún se mueve, queda colgado cabeza abajo. José, el encargado del sacrificio, le agarra la mano como si quisiera calmarlo, como si quisiera acompañarlo. 

“Ya no siente nada, los movimientos son reflejos”, justifica José. Con el cuchillo afilado y desinfectado con agua a 82ºC, le corta primero el cuero y luego lo entierra en la entrada del pecho de manera que seccione los grandes vasos cercanos al corazón. La sangre brota violentamente, como un grito de odio. Diez son los segundos que tarda en desangrarse y morir.

La lengua del animal se arrastra por el suelo. La res es grande, larga, pesada. Ya no le queda nada más que cuero y carne. La Noria empieza a subirla hacia el primer piso, la zona intermedia.

En esta zona se realiza el desollado. A la res se la cambia de riel, se le cortan las patas traseras a la altura de las articulaciones y se la cuelgan de los tendones. Una vez suspendida, se le amputan las manos y comienzan a quitarle el cuero de forma manual, con cuchillos. Los operarios se mueven tan rápido que casi no se ven, en pocos segundos ya no queda cuero por quitar. A la altura del palco 16 ingresa a la zona limpia. Le cortan la cabeza y la cuelgan en otros ganchos para lavarla y controlar que no tenga parásitos. 

***

La tarde avanza sin pausa como los cuerpos por los palcos. Los empleados gritan, se molestan, se divierten, trabajan. Mientras esperan que llegue el animal a su puesto, afilan sus cuchillos con ansiedad, casi como un reflejo, sin mirarse las manos, sin pensar en lo que hacen. Por un ventanal pegado al techo, un halo de luz ilumina las reses que por ahí desfilan. De ellas emana un vapor espeso. Todavía están tibias.

En el palco 18, una sierra le atraviesa el pecho para que en el palco 19 un empleado le haga un corte en el plano medio abdominal y con sus manos retire las vísceras que caerán de manera estruendosa sobre unas bandejas para ser inspeccionadas. Luego, otro operario con una sierra eléctrica realiza el aserrado longitudinal. La res se transforma en dos medias reses.

Lo que queda por delante es un lavado mediante un chorro de agua para que por acción de arrastre elimine toda suciedad, materia fecal u otras partículas contaminantes. Si en algunos de estos palcos se encuentra algo anormal como tumores o tuberculosis, se detiene la faena y se descarta la res.

Una vez terminado el lavado, se las pesa y etiquetan. Pablo, las inspecciona antes de que ingresen a cámara. Mientras las examina nota el temblor de los músculos: “Tarda 24 horas en dejar de hacer esos movimientos”. 

En la cámara deben estar a una temperatura menor a 7ºC durante 24 horas, para luego ir a las carnicerías. 

Cerca de las cinco de la tarde han pasado por los palcos 300 animales. Ninguno fue descartado. Todos estaban sanos. Los operarios golpean el mango de los cuchillos contra los caños y gritan: “La faena terminó”. 

Se apagan las máquinas, la calma abraza al personal de limpieza que ingresa para dejar nuevamente inmaculado este lugar. Afuera, bajo el manso sol del otoño, unas nuevas vacas están tranquilas, recostadas, echadas a su suerte, esperando. Siempre esperando.

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