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LA BICI


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Ricardito pasaba muchas horas en casa porque su mamá trabajaba afuera y la mía en el almacén. Así que, mi mamá lo quería “como a un hijo más” -decía ella.
Sonia era mi mejor amiga. Nuestras madres se conocían del barrio. Pasaba muchas horas en casa y -mi mamá decía- que la quería “como a una hija más”. A los chicos y chicas del barrio les venía bien pasar el día en casa porque a mi mamá le gustaba cocinar y en el almacén había muchas cosas ricas a mano. A veces, esas cosas, nos alegraban la tarde.
Era el cumpleaños de Sonia y jugamos al juego de la silla. Quien haya jugado, sabe, que el juego se define entre dos cuando la música deja de sonar; todos los que quedaron afuera, lo habitual, es que se pongan del lado del ganador.
La música paró de tocar, y supe que tenía que dejar que ella se sentara para no perder su cariño. Pero un gesto inesperado trazó una línea desconocida entre nosotras: pateó la silla de tal modo que me quebró el tobillo y me caí. Dolió mucho. Me quedé afuera.
Los demás, como suele suceder, se pusieron de su lado. Mi mamá no estuvo en ese cumpleaños. Quién sabe de qué lado se hubiese puesto.
El yeso en el tobillo me mantuvo quieta un tiempito y una vez que me lo quitaron le avisé a Ricardito para empezar con las clases de bici y, como retribución, le regalé el yeso firmado por los chicos y chicas del barrio. Creo que le dibujé un corazón.
El domingo en el que aprendí a andar en bicicleta volví sola a mi casa, pedaleando. Cuando mi mamá me vio, dijo: ¡qué fenómeno este Selza! ¿Y yo qué, le grité?
Me metí en el baño a lavarme los raspones y a secarme las lágrimas. ¿Sería eso la libertad?
Me sentí sola por primera vez.

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