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LOS DESEOS DE LA ROSITA


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La Rosita nació en Tucumán. Nunca supo si fue en el año 1936 o 1938. Se fue de esta vida antes de tiempo porque nunca creyó en la medicina.

Por Silvia Vilta

Cuando murió encontramos una caja que tenía guardada con muchos papelitos con pedidos a Dios y a la Virgen de Luján. En esos papelitos escribía pedidos, por su salud, por Sofía, una nena que había desaparecido misteriosamente en el sur del país, por el asfalto para el barrio, por sus nietos, por la adicción de mi hermano, por mis problemas económicos. También había fotos y alguna cadenita que había dado por perdida junto a una estampita de un santo.

Hija de padre sirio, Mamut, un turco hermoso –decía– , que tenía tiendas de venta de telas y que murió cuando era una niña. Su madre, la abuela Berta, era de origen desconocido. Sólo sabíamos que la abuela Berta era hija de una mujer muy bella de nombre Rosario. Mi bisabuela Rosario tenía  ojos celestes y a los 15 años se había ido de la casa. Se comentaba en el pueblo que andaba por las tolderías de los indios del lugar. ”Malas lenguas”, decía mi mamá. La abuela Berta era de ojos color noche profunda y tenía un pelo largo que lo usaba armado en trenzas renegridas y gruesas.

La Rosita nunca te abrazaba ni te decía te quiero. Ella decía que su madre la había criado así, pero que eso no la hacía mala madre. Cuando se juntaba con sus hermanas discutían sobre este tema. Mis tías decían que esa falta de expresión de amor les había dejado marcas en el cuerpo y en el alma. Yo adhiero a esta última teoría.

La Rosita te mandaba a la escuela con un gorro de lana marrón tipo pasamontaña que nadie usaba. Te decía que no te lo sacaras para no enfermarte. Y andá a desobedecer lo que te decía. Y andá a pensar que a la escuela podías ir a “pavear”. Porque a la Rosita le costaba mucho, demasiado, mandarte a la escuela. En el barrio los vecinos decían con sumo respeto y admiración: las hijas de la Rosita, la viuda, van a la secundaria. Y claro, no eran tiempos de secundaria obligatoria ni de derechos universales.

La Rosita quedó viuda a los 32 años con dos nenas y una panza de 8 meses y medio. Desde ese invierno de junio veneró en su memoria y en los eternos domingos de cementerio a mi viejo. Dos años después se juntó con un tipo que le sumó a sus días pobreza y golpes. Y a nosotras, un hermano que le daba sentido a los días de terror.

Aprendió a convertir la nada en comida cada día hasta que le salió la pensión. Y después también. Me dejó como única herencia material una tapa de olla con la que hacía la mejor tortilla de papas del mundo y la memoria emotiva para repetirla y que me salga casi tan bien como a ella.

Conoció todas las formas del dolor. De niña y de mujer. Todas. Todas. Todas. Y nosotros las conocimos con ella.

Yo pensaba en una época que muchos de esos dolores que pasó eran inevitables. Inevitables para ella, y para nosotros, sus hijos. Y me prometía a mí misma que yo no iba a repetir esos pasos. Muchas veces la juzgaba y otras la indultaba como si tuviera la potestad para hacerlo.

Conservo recuerdos de  retazos de su cara sonriente, como el día que le dio el primer baño a mi primera hija porque yo no me animaba a hacerlo. O la del día que fue abanderada de la escuela de adultos donde terminó la primaria porque de chica llegó hasta cuarto grado.

En sus últimos días de vida, me atormentaba un pensamiento. Varias noches entré a su habitación y la miré sabiendo que el tiempo se me terminaba antes de que se durmiera definitivamente. Necesitaba pedirle algo y no me animaba. Una noche me quedé a cuidarla con mi hija. Pude sacar fuerzas y hacerlo justo ese último día de conciencia que tuvo. Me acerqué a su cama y le pedí que me dijera que me quería. Ella, con los ojos y el cuerpo rotos de dolor me miró y dijo: Silvia, te quiero.

Yo siempre lo supe. Ella me amó y yo también. Como amamos las mujeres. Como estamos aprendiendo a amar.


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