A metros de donde ocurrió el asesinato del mapuche Rafal Nahuel en los alrededores de la Villa Mascardi, Bariloche, dos amigas se vieron envueltas en una situación violenta que rompió con la tranquilidad de su viaje de mochileras.
A metros de donde ocurrió el asesinato del mapuche Rafal Nahuel en los alrededores de la Villa Mascardi, Bariloche, dos amigas se vieron envueltas en una situación violenta que rompió con la tranquilidad de su viaje de mochileras.
Clara y Catalina estaban sentadas en el tronco de lo que alguna vez fue un árbol más en esa playa del Lago Mascardi. Cortaban zanahorias y cebollas en unos platos que tambaleaban por el desnivel obvio de la naturaleza. El lago brillaba frente a ellas con los últimos rayos de sol que asomaban desde atrás de las montañas. Estaban preparando la cena de la noche. Sus amigos, los que también acampaban con ellas en esa playa encerrada entre el agua y la Ruta 40, se habían ido a buscar leña.
Catalina se dio vuelta porque sí, para mirar otra cosa que no sea el lago por un momento. El paisaje de la ruta no era de lo más entretenido, pero esta no fue la ocasión. Cinco jóvenes con las caras tapadas, de negro, con palos y piedras en las manos, marchaban en fila por el costado del asfalto. Se dirigían a un objetivo. Unos boyscouts que acampaban en esa playa y que hacía unas horas se habían atrevido a pasar a una zona privada para robar leña. Los encapuchados se acercaban cada vez más a donde estaban las carpas. Los jóvenes exploradores empezaron a gritar. “Pará, pará, calmate”, “Nosotros no hicimos nada”.
De repente, en el aire de esa playa patagónica se respiró violencia. Las dos amigas vieron la situación y en menos de un segundo recordaron lo que habían visto unas horas antes en los alrededores del lugar. No muy lejos de ahí, del otro lado de la Ruta, un territorio mapuche se hacía notar con carteles y telas rojas que rodeaban los árboles y aclamaban: “Prohibido pasar, territorio mapuche. Prohibido pasar, territorio mapuche. Acá fue asesinado Rafael Nahuel.” Y la cara del joven, impresa en una fotocopia blanco y negra y pegada en los troncos y medianeras del lugar, como si el rojo y los carteles que gritaban RAM (Resistencia Ancestral Mapuche), no fueran impacto suficiente. Estaba clarísimo que a ese lugar sagrado (y lleno de leña) había que dejarlo en paz.
Las dos amigas empezaron a retroceder espantadas. Dejaron olvidadas las zanahorias y corrieron para alejarse de las escenas de terror que pasaron como una película por sus cabezas. Se imaginaron un posible enfrentamiento con la gendarmería. Se acordaron de las imágenes que habían visto en los noticieros un año atrás con la muerte de Santiago Maldonado, de los jóvenes tapados con los mismos palos que tenían los que habían visto pasar recién. Del hotel incendiado y abandonado que encontraron esa tarde al lado del territorio mapuche, de las camionetas de Parque Nacionales tiradas al costado de la ruta con sus puertas abolladas y vidrios estallados. De la cara de Rafael Nahuel en los árboles y la palabra Asesinato. Todos estos escenarios pasaron como una ráfaga por sus cabezas. ¿Era posible una casualidad tan grande? ¿Las habrían visto a ellas también investigar el hotel incendiado unas horas antes? ¿Podía ser que todos los enfrentamientos que se imaginaron esa tarde llegarían a suceder en frente de sus narices ahora?
Mientras corrían por las orillas del lago, vieron bajar a la zona de acampe a tres motoqueros que también venían tapados y con la actitud de ser dueños del lugar. Clara y Catalina van a mantener hasta el fin de sus días que esas motos tenían algo que ver con los otros muchachos. El imaginario de las amigas empeoró con estos nuevos personajes, que se acercaban de manera lenta y amenazante.
Cuando llegaron a una zona suficientemente apartada, una familia de dos mujeres y tres niños les preguntaron si estaban bien. Ellas contaron lo que habían visto, con las caras aterradas, y el corazón latiendo por el pánico y el mal estado físico. “Deben ser los chicos de la RAM, los mapuches de acá al lado, que no les gusta que acampemos acá”, les contestaron las dos mujeres, con la liviandad propia de una lugareña acostumbrada a los conflictos de la zona. Confirmar que lo que habían deducido era cierto no les tranquilizó el miedo pero ver que a lo lejos el asunto no había pasado a mayores sí. Se sentaron cerca del agua, todavía lejos de su carpa y cocina rustica de troncos, y se abrazaron para sacarse el espanto de la piel.
Caminaron juntas hasta llegar a su zona otra vez. Los boyscouts que tenían la carpa al lado de la suya ahora brillaban por su ausencia. Ese lugar donde antes había una mesa con cacharros y una carpa azul y blanca ahora volvía a ser un espacio más de playa de piedras y árboles. Como si nada hubiera pasado. En ese momento sus dos amigos llegaron con los brazos abarrotados de leña. Les sonreían mientras se acercaban y les gritaban: “¡Miren todo lo que encontramos!”. Clara y Catalina todavía tenían el susto impregnado en sus caras.
Una silla, un cuaderno, un lugar para existir. En un contexto de fuerte defensa de la educación pública y las universidades, el Ministerio de Seguridad intentó avanzar con una resolución que prohíbe los centros de estudiantes en las cárceles. La medida pone en jaque una de las pocas herramientas capaces de transformar realidades y construir ciudadanía.
Más del 70% de las personas privadas de su libertad no finalizaron sus estudios, según datos del Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (SNEEP); y los centros de estudiantes funcionan como aulas colectivas que sostienen trayectorias educativas y vínculos comunitarios. Son espacios autogestivos que nacen desde la organización de los propios estudiantes para poder ejercer su derecho y obligación a estudiar.
“El centro de estudiantes era el único espacio donde de verdad se podía estudiar. En el pabellón no tenés silencio, no tenés luz, no tenés ni mesa. Y si lo tenés, viene un servicio y te la saca. Ahí nos organizábamos, compartíamos apuntes, hablábamos con los profes; es donde te posicionás como estudiante”, dice Abel Díaz que terminó el secundario en la Unidad Penitenciaria para varones de Santiago del Estero.
Allí estudió sociología en el Centro Universitario San Martín (CUSAM) durante su último traslado a la Unidad 48 de San Martín y hoy es docente de comisión de FinEs (Programa de Finalidad de Estudios Secundarios para adultos) que funciona en el Patronato de Liberados de Vicente López.
El Patronato de Liberados, institución que acompaña a personas que atravesaron conflictos con la Ley Penal, estima que el 75% de la población asistida no tiene estudios completos, y que un 15% es analfabeto. En articulación con la Dirección de Educación Jóvenes, Adultos y Adultos Mayores impulsan y estimulan la creación de espacios educativos con una convicción clara: la educación reduce la reincidencia.
En la comisión de FinEs funcionando en Patronato de Vicente López conviven estudiantes con arresto domiciliario, personas con problemas de salud mental, personas en situación de calle y adultos mayores. Varones y mujeres que vuelven a sentarse en un aula después de años.
“Muchos vienen más por la contención que por el título. Es el único lugar donde alguien les pregunta cómo están, si comieron, si entendieron el texto”, explica Abel. Los centros de estudiantes, en ese sentido, no son solo estructuras políticas: son aulas vivas donde se juega el derecho a imaginar otro futuro.
Muchos estudiantes del FinEs que cursan en el Patronato recuerdan que dentro del penal, anotarse para estudiar era, al principio, una excusa para salir del pabellón. “Pero no siempre te dejaban. Dependía de cómo se levantaba el cana”, cuenta uno de ellos, Juan, que pasó más de 11 años detenido entre traslado y traslado. Desde el programa de UBA XXII que funciona en la Unidad Penitenciaria de Devoto informan que, de 40 inscriptos, solamente bajan ocho. Las consecuencias concretas de estas decisiones son aulas vacías, talleres cerrados y menos alumnos.
Juan también recuerda que si la salida se otorgaba, estudiar en la celda era casi imposible. “No hay mesa, no hay silencio. Y en los lugares de todos, siempre había algún cobani haciendo bardo”, lamenta. En ese marco, los centros de estudiantes funcionan como trinchera y como aula: una mesa, un libro, una charla.
Son necesarios porque, además de la función social, son el único espacio donde quienes de verdad están interesados en estudiar pueden ejercer su derecho con calidad, al menos con la calidad que permite estudiar en un penal. Los centros de estudiantes dentro del penal funcionan mucho más que como un centro de articulación con las universidades. Son un espacio que acompaña a todas las trayectorias educativas, y donde quienes lo conforman se encargan de ayudar a sostener lo recorrido.
El barrio también puede educar
Fuera del penal, la educación popular sigue. En José León Suárez, territorio marcado por el camino del Buen Ayre, donde se elevan el predio del CEAMSE y el predio de Unidades Penitenciarias más grande del Partido de San Martín.
Yanina “Yeni” Benítez terminó el secundario en el FinEs de la Biblioteca Popular La Carcova. Ahí notó que muchas compañeras faltaban a clases por no tener con quién dejar a sus hijos, o que al ir a estudiar con ellos no terminaban de sentirse cómodas porque las tareas de cuidado seguían en el espacio donde debían estudiar.
Yeni entonces decidió tomar acción junto a otras compañeras de la Biblioteca. Improvisaron un espacio de infancias al lado de las aulas. Esa experiencia, que comenzó con juegos y meriendas, creció hasta convertirse en el Espacio de Primera Infancia (EPI) “Todo a su tiempo” que asegura el aprendizaje de 35 niños y niñas del barrio, conteniendo también a sus familias.
Las mujeres que sostuvieron ese espacio se fueron profesionalizando y hoy Yeni está recibida de Técnica en Socialización y Desarrollo en Primera Infancia por la UNSAM. Su mamá, Blasida “Doña Nena” Cubilla fue la que empezó el recorrido para finalizar el secundario en el FinEs. La convenció un profe de historia que la veía motivando pibes en la esquina.
Se animó, se entusiasmó y terminó el secundario a los 69 años, realizando maquetas con los mismos pibes a los que convencía para estudiar, a pesar de la diferencia de edad entre ellos. Es así que se forma una red educativa que trasciende los títulos, se teje una red que se sostiene por los agentes territoriales que están decididos a mejorar su contexto.
La educación popular se mete entonces en esos espacios donde la fuerza de voluntad está presente y el Estado no llega a dar respuesta. Hoy en día, estos espacios que nacen impulsados por experiencias en espacios de contexto de encierro motivan y son referentes para nuevas historias, mostrando otras oportunidades y realidades, nuevas formas de narrarse.
“Veo mi cambio y no lo puedo creer. Yo era una piba de la esquina, era ese mi lugar en ese momento”, comenta Yeni y sigue: “Veo que fui a la universidad, que tengo a cargo mío 30 pibes y no lo puedo creer todavía”.
Madres y vecinas destacan que el EPI no solo cuida: permite organizar el día, poder trabajar y estudiar. En ese tejido, donde se aprende a leer y a pensar, también se aprende a desear. Cerrar los centros de estudiantes es intentar romper ese entramado. Pero como muestran estas historias, los saberes que nacen del barro siempre encuentran forma de volver a brotar.
*Estudiante de la carrera de Periodismo y Producción de contenidos a distancia.
Soñar con conocer el mar, caminar por calles antiguas o contemplar montañas lejanas es un deseo universal. Viajar es, para muchos, una forma de libertad. Sin embargo, para millones de personas con discapacidad ese derecho sigue estando limitado por barreras físicas, comunicacionales y sociales que, en pleno siglo XXI, aún no han sido superadas.
Hay una necesidad urgente de visibilizar cómo la falta de accesibilidad en el turismo excluye a una gran parte de la población mundial. Mientras el sector avanza con innovaciones tecnológicas, destinos de lujo y experiencias personalizadas, hay quienes siguen preguntándose si podrán subir al bus, acceder a una habitación de hotel o simplemente entrar a un baño público.
Hablar de turismo accesible no es solo hablar de rampas y ascensores. Es hablar de dignidad, de empatía y de un diseño que piense en todos. El lado menos visible del turismo es ese que deja afuera a quienes se movilizan en silla de ruedas, a quienes no pueden ver o escuchar, a quienes necesitan entornos comprensibles y amables.
Viajar no debería ser un privilegio, sino un derecho. Un derecho que se hace realidad cuando entendemos que la inclusión no es una opción: es una responsabilidad compartida.
Un ejemplo de esto es la Champa Bike. Es una innovadora silla adaptada diseñada por Alejandro Piccione junto a Alejandro López que permite a personas con movilidad reducida disfrutar de actividades al aire libre, como trekking y senderismo, en terrenos agrestes como montañas, ríos y playas.
Es una especie de carrito con un sillón reforzado, tapizado para exteriores, posabrazos plegables y posapies ajustables. Cuenta con una rueda central de llanta reforzada, suspensión hidráulica para adaptarse al terreno y manijas delanteras y traseras que permiten que dos o más personas la maniobren. Incluye hasta una barra antivuelco para mayor seguridad.
Su desarrollo comenzó con una silla anfibia para cruzar ríos en la provincia de Córdoba basándose en el modelo francés “Joelette”, pero mejorado para que se adapte al entorno local. Su nombre rinde homenaje al cerro Champaquí de 2.790 metros en esa provincia donde se realizó la primera prueba exitosa del prototipo.
“Nuestra silla Champa para realizar trekking adaptado tiene la altura necesaria para hacer la transferencia desde el lado derecho como también del lado izquierdo”, explicó López en una entrevista para el diario La Nación. Además, sostuvo que se necesita capacitación y empatía para brindar un servicio acorde a las necesidades y que los recursos humanos son fundamentales para brindar una experiencia satisfactoria.
Estas sillas tipo monociclo adaptadas para senderos se utilizan actualmente en numerosos Parques Nacionales de Argentina, como parte del programa de Turismo Accesible de la Administración de Parques Nacionales (APN) en lugares como Monte León y Los Glaciares (Santa Cruz), Nahuel Huapi (Rio Negro/Neuquén), Los Alerces y Lago Puelo (Chubut), Lenin (Neuquén), Tierra del Fuego (Tierra del Fuego), El Palmar y Pre Delta (Entre Ríos),Talampaya (La Rioja), Ciervo de los Pantanos (Buenos Aires), Iguazú (Misiones) y Sierra de las Quijadas (San Luis). Según declaraciones al diario La Nación en 2021, la APN adquirió 24 sillas de ruedas adaptadas para senderismo en zonas agrestes con una inversión de $7.200.000.
Guías de turismo de diferentes parques nacionales confirmaron que, por ejemplo, en Tierra del Fuego hay Champa pero al no haberse elaborado el manual de uso no se utilizan. “Están juntando mugre”, dice Camila. Gisela, por su parte, cuenta que “las vio” en Parque Nacional Iguazú aunque, por la foto, parece más una silla tradicional con las ruedas más grandes. Alejandra confirma que hay una en el Parque Nacional Ciervo de los Pantanos; Soledad afirma lo mismo sobre el Parque Nacional Quebrada del Condorito. Y, Verónica de Chubut, también: “En Los Alerces hay una pero creo que la gente no sabe que está disponible”. Por su parte, Laura dice que en el PN Palmar hay y se deben solicitar 24 horas antes.
En este marco, los avances se concentran en las grandes ciudades o polos turísticos como Bariloche, Mar del Plata, Puerto Madryn. Sin embargo, aún hay muchas barreras físicas y comunicaciones en hoteles, senderos turísticos, playas, museos, restaurantes y transporte público y turístico.
Marco legal en Argentina sobre el turismo accesible
Argentina ha venido desarrollando un marco legal y algunas iniciativas destacadas en turismo accesible, pero aún quedan retos importantes en su aplicación real, cobertura nacional y concientización del sector privado. Faltaría transformar las directrices en políticas obligatorias, capacitar al personal turístico y fomentar la inversión en infraestructura inclusiva.
La legislación en este ámbito tiene como objetivo garantizar que las personas con discapacidad puedan ejercer su derecho al ocio, la cultura y el turismo en igualdad de condiciones que los demás.
Nuestro país cuenta con leyes que respaldan el derecho a acceder al turismo en igualdad de condiciones:
Ley 24.314 (1994): establece normas de accesibilidad para personas con movilidad reducida en el espacio físico.
Ley 25.643 (2002): promueve el turismo accesible, especialmente en hoteles, alojamientos y servicios turísticos.
Ley 26.378 (2008): ratifica la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD) de la ONU, incluyendo el derecho a la accesibilidad y al ocio.
Ley 22.431: proporciona beneficios impositivos a empresas que promuevan la inclusión laboral y la accesibilidad.
A su vez, hay legislaciones en América Latina y Europa para personas con discapacidad y su accesibilidad:
España: es uno de los países más avanzados en legislación sobre accesibilidad. La Ley General de Derechos de las Personas con Discapacidad y de su Inclusión Social (Real Decreto Legislativo 1/2013) incluye la accesibilidad universal como principio básico. Además, existen normativas técnicas como el Código Técnico de la Edificación que obligan a garantizar la accesibilidad en edificios públicos y establecimientos turísticos. Las comunidades autónomas también desarrollan leyes específicas y planes de turismo accesible.
México: la Ley General para la Inclusión de las Personas con Discapacidad establece la obligación de garantizar la accesibilidad en espacios públicos incluyendo instalaciones turísticas. La Norma Oficial Mexicana NOM-005-TUR-1998 regula los requisitos que deben cumplir los prestadores de servicios turísticos, incluyendo aspectos de accesibilidad.
Colombia: la Ley 1346 de 2009, que ratifica la CDPD, y la Ley 361 de 1997, establecen la obligación del Estado de garantizar accesibilidad. También existen programas dentro del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo para promover destinos accesibles.
A pesar de los avances legales, en muchos países el principal problema es la falta deimplementación y supervisión. Muchas leyes son declarativas y no se traducen en acciones prácticas. Asimismo, hay una carencia de formación en accesibilidad en el sector turístico y deficiencias en la armonización normativa entre distintos niveles de gobierno.
Carolina Mazzocchi es Guía Nacional y Técnica de Turismo, recibida en la Universidad de Morón y persona con discapacidad motriz. Además, es referente en el ámbito del turismo porque es una profesional del área y conoce la problemática en primera persona: “Las personas con discapacidad tenemos el derecho a la participación en equidad de condiciones a las actividades de ocio, cultura, turismo”.
Ella no coincide con la definición de “turismo accesible”, porque no es un tipo de turismo. De acuerdo a su punto de vista se debe hablar de “turismo y accesibilidad”, ya que ella no va a un destino solo porque es accesible, sino que su enfoque debe ser la motivación.
Mazzocchi sostiene que todas las personas que estudien y/o trabajen en turismo deberían capacitarse en este tema; y comparte algunas instituciones que facilitan capacitaciones sobre el tema tales como laUniversidad Nacional de Quilmes, Universidad Nacional de Avellaneda, y en la Municipalidad de la Costa.
Ahora Calafate entrevistó a Daniela Aza, licenciada en Comunicación y referente en discapacidad e influencer, quien nació con Artrogriposis Múltiple Congénita, una enfermedad poco frecuente y que ella y su familia pudieron afrontarla con mucha fuerza y salir adelante. Desde su lugar como creadora de contenidos para visibilizar las problemáticas y necesidades de las personas con discapacidad compartió: “Las vacaciones suelen ser un momento de disfrute y descanso. Sin embargo, a la hora de pensar y planificarlas son muchas las barreras que enfrentamos las personas con discapacidad que impiden nuestra participación plena en estos ámbitos”.
Aza sostiene que en los últimos años se notaron avances al respecto como son las playas más accesibles con apoyos e infraestructuras adaptadas, pero que un turismo “verdaderamente inclusivo” todavía sigue siendo un desafío e ir de viaje implica una odisea para muchas personas con discapacidad.
*Estudiante de la carrera de Periodismo y Producción de contenidos a distancia.
Es un martes, mediados de mayo en San Antonio de Areco. Un pueblo rural de 26 mil habitantes. La noche es profunda y densa como un abismo insondable.
El otoño empezó a mostrarse lacerante. La calle tiene aroma a leña quemada como un incienso cálido que abraza al pueblo entero. El silencio es absoluto como si el tiempo mismo se hubiese detenido en una quietud apacible.
En casa la cena reúne a la familia. Belén de 21 años, comparte sus avances como diseñadora gráfica, Cata de 16 años come lento y con esfuerzo, pero le dice al padre que preparó un guiso bien espeso y campero con osobuco, verduras y legumbres: “Que rico cocinás”. Lola, de 8 años, cuenta emocionada sobre un cumpleaños que tiene el sábado mientras mi marido presume la olla que huele a hogar. Los miro con ese amor que no se explica. Siento que todo marcha bien y disfruto tanto ese rato que quisiera eternizarlo.
Una hora después, Cata sale de su pieza llorando con la libreta del colegio en mano. Todos nos miramos. Belén agarra a su hermana menor y se la lleva a la pieza tratando de preservarla de lo que viene. Veo que las notas bajaron drásticamente en relación con el bimestre anterior, un indicio claro de que algo no está bien.
Cata hace cinco años que está en tratamiento por Trastorno de Alimentación (TCA), una depresión profunda, autolesiones y pensamientos suicidas. Me convertí con los años en una estudiosa de TCA para tratar de entender y de ayudar a mi hija. Por eso, cuando Cata muestra su frustración por las notas, todos intentamos hacer de cuenta que sabemos cómo actuar, aunque la incertidumbre es monstruosa.
Cata en 2024.
Me acerco a mi hija para abrazarla y me empuja con una rabia impropia. Se sienta en el piso. Con un llanto entrecortado va al baño. La sigo y me cierra la puerta en la cara. En menos de cinco minutos sale y me mira fijo con sus ojos grandes y oscuros.
Llorando me dice con su natural voz baja, casi inaudible, aparentemente calmada e irremediablemente agotada: “Mira lo que me hice mamá, no quiero vivir más, no puedo, perdóname. Te amo, estoy viva por vos, pero no doy más”.
Las lesiones en los antebrazos son profundas y sangran. Mi hija desarmó el sacapuntas del delineador que está en el baño y se cortó antebrazos, piernas y abdomen desde las ingles hasta los pechos.
Se me hizo un nudo en la garganta y busco frenéticamente el contacto de urgencias. Llamo con la voz entrecortada. No puedo controlar el temblor de mis manos. Como si el tiempo fuera a pasar más rápido me quedo en la vereda esperando a la ambulancia. Pierdo la noción del tiempo, pero siento que si entro a casa la espera es más lenta y desesperante. Escucho la sirena acercarse y la taquicardia me ahoga.
Entro con el médico de guardia a casa. El profesional se sienta en el piso con Cata y no escucho qué le dice, pero ella asiente y se levantan agarrados de la mano. “Vamos mamá, tengo que llevarla al hospital”, me dice el doctor con suma gentileza.
Llegamos a la guardia. Cata se acuesta en una cama en posición fetal mientras llaman a la psicóloga de guardia porque no hay psiquiatra infanto-juvenil local. La licenciada determina la internación. Y prescribe 2 mg de clonazepam.
Me niego a darle más medicación porque ya tomó lo indicado por su médica: Olanzapina, un antipsicótico que la ayuda a dormir y a evitar cualquier acción autodestructiva y Sertralina, un antidepresivo que regula su estado de ánimo. Pero, la licenciada levanta el tono de voz y modulando exageradamente escucho la norma: “Ahora está bajo el sistema de Salud Mental de este hospital, hable con la psiquiatra que viene el jueves y sepa que la judicializan porque es menor”.
Cata en 2023.
Mientras mi hija esté hospitalizada mis derechos como madre los tengo que compartir con extraños porque si bien la Ley Nacional de Salud Mental (Ley 26.657) dice reconocerrol de los padres, la intervención judicial actúa como una salvaguarda adicional. Pero, esa ley también dice que una persona debe acceder a un lugar de internación que cuente con las herramientas necesarias y cuidados médicos periódicos. Y eso no está pasando. ¿Puede una psicóloga medicarla?No. Solo los médicos psiquiatras tienen la facultad de prescribir medicamentos. Y acá no hay ninguno en este momento.
Una semana atrás un pibe de 18 años se tiró de una torre de la Cooperativa de Luz a una cuadra de mi casa. Cata no sólo mencionó el caso, sino que tenía datos que había recopilado durante días con una fijación perturbadora llegando, incluso, a contactar a amigos cercanos del adolescente fallecido.
Primero armó una estrategia para no invadir ni molestar. Buscó amigos en común, les habló de su situación, de su tratamiento y no tardó en llegar a los más cercanos del joven con quienes empatizó y pudo saber todo sobre el adolescente. Una vez que terminó de empaparse de la tragedia, me contó todo. Mientras la escuchaba me invadió un espanto inexplicable por la forma en que mi hija se siente seducida por la muerte.
Cata en 2019, año en que fue diagnosticada.
El pabellón dispuesto sólo para pacientes de salud mental es frío y de un gris oscuro. Es de madrugada y no hay un alma, ni la enfermera del área porque su horario termina a las 20 horas y no hay cambio de guardia. Estamos solas.
Frente a la habitación hay una capilla repleta de cruces, estampitas, bancos de iglesia, velas, papelitos con promesas y un Jesús que mira con lástima.
Las puertas rechinan intolerantes cada vez que alguien pasa. Hay dos camas. Hace mucho frío. Cata y yo nos acostamos juntas y abrazadas. La cubro con algunas mantas que me dieron y unos ponchos que llevé conociendo las carencias del lugar. El baño pierde y se inunda. ¡Y esas gotas que no paran de caer retumban perversas y parecen burlarse de mí! Y pienso qué pasa con los9 mil pesos que pagamos por tasa de salud para mantener en condiciones en hospital, son 234 millones en total. Una mentira siniestra.
Me agarro la cabeza mientras miro a Cata apagada con el ansiolítico. Este es el único momento del día en que tengo permiso para llorar hasta ahogarme. Y lo aprovecho. Respiro profundo.
A pesar de la situación estoy más tranquila que en la primera internación de mi hija, hace exactamente un año. Muchas veces intento relacionar el mes de mayo con la salud mental de mi hija y no encuentro conexión. ¿Las dos internaciones en mayo? ¿Tiene alguna relación? ¿Qué pasó en los mayos de Cata? ¿Por qué no puedo contestarme nada?
Me dedico al periodismo y estoy obsesionada con estudiar el hospital local desde adentro y con una mirada más aguda. Me pongo a leer datos que investigué sobre el único efector de salud que tenemos tratando de entender tanta ruina mientras el Gobierno de turno anuncia la compra de un resonador que no tienen dónde meter sin que se lo coma la humedad que dejan las inundaciones.
Tres días pasaron y Cata no quiere salir de la cama. Lo único que hace es dormir y pintar mandalas con los que adornamos las paredes rotas de la habitación. El cuarto día vino la psiquiatra por primera vez.
Discuto por el cambio de medicación, aunque no logro que la médica que atiende a Cata en la ciudad de Mercedes me atienda el teléfono. Le prescribe 1mg de Modafinilo, un neuroestimulante que evita la somnolencia diurna. “Es para que esté despierta en el día”, me argumenta.
No sé a quién consultarle esa decisión. Y traté de confiar en la psiquiatra, pero ese medicamento provoca una reacción extrema en Cata, se pone a correr por los pasillos, ríe, llora, grita y se le cierra el estómago hasta que desencadena en un ataque de pánico. La dosis que le dieron no la soportó y otra vez acudieron a ansiolíticos. Se duerme abrazada a mí y antes de cerrar los ojos con una dificultad desgarradora para modular me dice: “Pensé que esto (el TCA) me iba a matar, pero no quiero morirme. Ayudame mami”.
¿Y si no puedo ayudarla? ¿Y si le fallo? ¿Qué no me está contando? ¿No me tiene confianza? ¿Soy una mala mamá? ¿Por qué le pasa esto? ¿Qué no hay respuestas de nada? ¿Qué es lo que no la deja en paz y prefiere morir? No puedo ni siquiera imaginar una vida sin ninguna de mis tres hijas. ¿Cómo vivir sin Cata?
Laansiedad aumenta cada día dentro del deteriorado hospital, su peso se desestabiliza y esto provoca crisis adicionales como insultar balanzas después de pesarse, gritar sin parar que la saque de ahí, llorar profundamente por horas mientras yo me siento impotente y totalmente sola. ¿Por qué tienen balanzas en salud mental? ¿Por qué el office de enfermería tiene una ventana tan grande y no tiene llave? ¿Cómo es que las habitaciones del sector tienen cables, ventanas con vidrios, enchufes? Y digo en voz alta: ¿Cuándo van a habilitar un lugar seguro? ¿Por qué sobre el escritorio de enfermería hay una tijera si todos estos pacientes están acá por intentos de suicidio?
Estamos en el cuarto día y pongo un cartel en la puerta de la habitación prohibiendo el ingreso de evangelistas. ¿Cómo es que cualquiera puede meterse en la intimidad de una habitación del área de Salud Mental? “Hay muchos ingresos y poco personal”, se defiende una empleada de seguridad. Esa noche sentí olor a marihuana.
A la mañana del quinto día me dice la enfermera: “No te metas con ese, tiene ataques psicóticos; está en situación de calle”. Me siento más sola que ayer. No puedo esperar a la noche y estallo en llanto en el patio del hospital.
Me senté en el piso porque era imposible mantenerme en pie y alguien me abraza de atrás. Es Paola, la mamá de Sofía, una nena de 15 años. Nos unimos en esta desgracia, nos acompañamos, hablamos juntas con los médicos, psicólogos y enfermeras sobre nuestras hijas. Poco después se acerca Josefina, mamá de Almita de 14 años. Sofia y Almita logran que Cata salga al patio, al sol.
El séptimo día, Sofia busca a mi hija para ir a matear afuera. “¿Y Almita?”, pregunta Cata. “No se siente bien”, dice Paola. Cata sale corriendo a verla. No la dejan pasar. La enfermera me dice que una practicante le dio a Almita la medicación de otro paciente y estaba en observación. La nena sufrió una sobredosis que casi la mata.
“Pedí cambio de sector, estoy sola y sin seguridad. Cada semana, cinco pibes menores de 18 años entran a Salud Mental. Manejamos medicación muy peligrosa y no puedo ver más como prueban con los chicos. Tienen que derivarlos y dejar de negar esta realidad. No estamos capacitados para lo que nos está pasando y acá no hay inversión. Se nos viene todo encima”, me dijo Julia Grandelmeier enfermera a cargo del sector mientras le comparto un mate en el patio. Luego, siguió contando: “Nadie quiere agarrar ese turno, pagan dos pesos (280 mil pesos por mes y con horas extras o alguna bonificación que no supera los 400 mil pesos) y es muy complicado, no tenemos herramientas para ayudar a estos pibes”.
Es el día diez y viene la psiquiatra. Cata y Sofia son dadas de alta. Almita no. Esta mañana ingresaron a unacriatura de 11 años en pediatría que intentó suicidarse y en Terapia Intensiva una mujer joven que tomó dosis altas de litio. “Pobrecita, ¿por qué la obligan a vivir?”, me dice Cata y la miro fijo mientras pienso que yo también la estoy obligando a vivir. “Quiero que la vida te seduzca más que la muerte”, le respondo y le digo que la amo tanto. Me sonríe y salimos de la mano.
*Estudiante de la carrera de Periodismo y Producción de contenidos a distancia.