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Memorias de una lucha: el testimonio del hijo de una víctima de la dictadura militar


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Pablo Balustra, hijo de Pablo Balustra, recuerda a su papá uno de los fusilados por el III Cuerpo del Ejército de Córdoba el 11 de octubre de 1976. En una entrevista íntima recuerda cómo fue el juicio en 2010 en el que tuvo que testificar y sentenciaron finalmente a los responsables de las muertes y torturas en la Unidad Penitenciaria Número Uno de esa provincia.


El último recuerdo que tiene de su padre, Pablo Balustra, es una visita en la cárcel: “Tenés que ser fuerte porque serás el hombrecito de la familia”. Pablo Balustra lleva el primer nombre y el apellido de su padre. Era solo un niño y no podía imaginar que ese hombre, bueno y humilde, delegado de obras sanitarias y militante de la juventud peronista, iba a ser fusilado en la Unidad Penitenciaria Número Uno de Córdoba. Tenía 33 años y, por su crimen, fueron juzgados, entre otros, los genocidas Jorge Rafael Videla y Luciano Benjamín Menéndez.

¿Cómo viviste el día que declaraste en el juicio?

Cuando me dirigía al juicio me sentí abrumado porque había mucha gente y me sentía ajeno a la multitud. No sabía por qué, pero creo que la cantidad de personas que vi marchando desde Plaza España a Tribunales Federales, que eran unas cinco o siete cuadras, me impactó.

Todo esto estaba relacionado con los 31 fusilados en la Unidad Penitenciaria Número Uno de Córdoba y entre esos 31 estaba mi padre. Pude ingresar al vestíbulo de los Tribunales, pero no al recinto del juicio. 

Todo el proceso de declarar, con la custodia de la policía y el protocolo del juzgado fue una experiencia inusual ya que nunca había estado acostumbrado a tener custodia. Declarar no era solo hablar a los jueces, sino también dirigirse al mundo a través de los medios de comunicación, lo que representaba una gran responsabilidad. 

Cuando llegó el momento de declarar, fue un proceso largo, desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde, encerrado en una sala de espera para ser llamado a testificar. Un momento particularmente difícil fue cuando me llevaron a declarar en una sala donde los imputados no estaban presentes, pero pude ver a uno de ellos al otro lado de una puerta.

¿Qué sentiste después de declarar ?

Después de declarar sentí una sensación extraña, como si hubiera removido una parte de mi niñez que había estado oculta bajo una capa de cemento. El juicio fue una experiencia de altos y bajos emocionales. Descubrí muchos detalles sobre mi padre y su tiempo en la prisión que desconocía por completo. 

A medida que avanzaba el juicio, fui comprendiendo mejor la magnitud de lo que había sucedido durante la dictadura. También me di cuenta de que la Unidad Penitenciaria Número Uno fue uno de los lugares más desafiantes para la dictadura, ya que allí estaban detenidos legalmente bajo el Poder Ejecutivo Nacional. 

El juicio me permitió entender mejor a mi padre y su legado, y aunque la experiencia fue dolorosa, también fue esclarecedora. A medida que avanzaba el juicio, el sufrimiento continuó, pero también surgieron testimonios valientes de mujeres que rompieron el silencio sobre las violaciones y abusos que habían sufrido. El juicio fue un proceso emocionalmente agotador, pero también esclarecedor y reparador en muchos aspectos.

¿Cómo viviste la sentencia?

Ese día estábamos muy expectantes todos. Escuché la sentencia. El recinto estaba repleto. Estaban presentes el Gobernador y el Intendente de Córdoba, el Secretario de Derechos Humanos… 

A la semana, recibimos la visita del juez Baltazar Garzón de España, Adolfo Pérez Esquivel, algunas abuelas de Plaza de Mayo de Buenos Aires y un sociólogo brasileño muy reconocido. Fue el juicio de la UP1, una vidriera social importante a la que muchos quisieron asistir.

Cuando llegó la sentencia, a pesar de algunos casos de absolución absurda que no tenían que ver con el caso de mi padre, sino con el caso de otros asesinados, me quedé sorprendido. 

El caso de mi padre se llevó puesto a todo el estado mayor del ejército y al 80% de la D2. Era algo que yo veía difícil, aunque no imposible. ¡Fue una fiesta! 

Al finalizar, había unas siete mil personas afuera. Cuando se dio la sentencia, como que salió un peso de mi cuerpo. No sé si el peso de la historia o de la tristeza. Fue hermoso. Fuimos a casa, éramos unos 15, comimos asado y fue toda una alegría.

¿Cuándo y cómo supiste sobre la muerte de tu padre?

A los diez años. Antes me habían dicho que murió del corazón. Igualmente, yo me preguntaba cómo había pasado todo esto. A esa edad, un día me desperté escuchando una charla de los adultos y ahí me enteré. Fue el antes y el después. 

Mi familia me ocultó, creo que para que no sufriera tanto. Tiene que ver con eso. Lo de mi viejo fue tremendo, el proceso como lo condenaron a muerte dejándolo parapléjico.

¿Cómo te sentís, como hijo, cuando niegan los 30 mil?

Son canallas. No se puede pretender convertir a un canalla en una persona digna. Lo vemos hoy, con personas como Victoria Villarroel, Cecilia Pando… y lo digo con respeto. Es una vuelta más de rosca con buenos modales porque se dieron cuenta de que no iban a lograr nada por el camino que estaban siguiendo. 

Creo que eso se combate con política. Nosotros, los descendientes de los desaparecidos o fusilados, tenemos una gran responsabilidad en esto. Tenemos que hablar todos los días. 

Hablan de listas… pero nosotros sabemos quiénes son nuestros padres y la verdad que queremos saber dónde están. Creo que es una estrategia, pero también es parte de un marco internacional posmoderno. 

Una de las cosas que no me sorprende de los negacionistas es su coherencia. Niegan que la tierra sea redonda, son terraplanistas, niegan el cambio climático, niegan los 30 mil. No es que sean una banda de locos. Esto te lleva a pensar que hay una línea política que está inmersa en un contexto internacional, y ahí encontrás la explicación. La ventaja que tenemos es que son coherentes, niegan todo.

Centro de Documentación “Juan Carlos Garat” del Cispren

¿Vos crees que, a pesar de su corta edad, podrían enseñarnos cosas?  

Imaginate hoy alguien que vivió y fue partícipe del Cordobazo si no tiene para enseñarnos, enfrentaron la dictadura poniendo el cuerpo. Con el tiempo, creo que se estudiarán de la misma manera que hoy se estudia la generación del ochenta, la Década Infame, los procesos de Mitre y Avellaneda, e incluso la Revolución de Mayo. Porque la Argentina vivió una etapa muy intensa entre los años 1955 y 1976.

Imaginate… hoy esa generación sería como nuestro consejo de ancianos, al igual que lo tenían en el Imperio Griego, donde sabios que habían vivido asesoraban. Hoy serían esas personas sabias a las que podríamos acudir en busca de consejo.

¿Odias la posibilidad de perdonar a los que mataron a tu padre?

No tengo odio. No nos moviliza el odio, nos moviliza la justicia. Eso es el amor triunfando sobre el odio. El peor castigo que podrían tener estos sujetos es la condena social. Trabajamos sobre eso. 

A nuestros padres no nos los van a devolver, y no hay nada que nos devuelva. Nosotros íbamos por la condena social y tenemos la condena de sus propios hijos. Eso de que sientan vergüenza de sus padres, eso se logró con amor.

¿Te relacionaste con otros hijos en tu infancia?

Sí. El Taller Cortázar es lo que me permitió ser libre. El proyecto era un espacio que buscaba reunir a niños afectados por la represión y trabajar con esos niños, y yo estaba entre esos niños. Era trabajar la represión desde la libre expresión: teatro, literatura, pintura. 

Me permitió todo lo que yo tenía adentro y relacionarme con otra gente, con otros chicos que habían pasado por lo mismo. Hasta ese momento, eras el único en el barrio, no había otro, y ahí éramos todos la misma historia. 

Ahí todos sabíamos, sin preguntar. Era un espacio donde éramos libres. Nos volcábamos en la escritura, en la pintura, en el teatro, en las actividades que tenía el taller.


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