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Orgullo y hermandad travesti en Neuquén


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Solidaria, militante, trabajadora, divertida y atrevida pero, ante todo y contra todo, una travesti orgullosa. A pesar de haber sido maltratada por ser la primera en un pueblo de Río Negro, encontró en Neuquén un refugio donde poder vivir, trabajar y luchar por los derechos del colectivo travesti-trans.


Amira tiene 35 años. Es parte de una generación intermedia entre las travestis que tuvieron que recurrir a lo que sea para vivir su identidad como inyectarse aceite de avión en pechos, nalgas, caderas y pómulos; y la nueva generación de chicas, chicos y chiques trans. Diferentes pero iguales. “Tengo mucho respeto por las compañeras que iniciaron acá en la zona. Arriesgaron la vida por lo que tenemos hoy. Aunque todas la pasamos mal y todas aportamos un granito de arena para lo que somos hoy como sociedad”, reconoce. 

Amira llegó a Neuquén de un lugar donde era maltratada, llamada por su nombre de varón, nombre que no dice al recordar. Los insultos, la burla, el desprecio, la incomprensión de un pueblo que la vio nacer como hijo menor de una familia tradicional de Barda del Medio, provincia de Río Negro; y luego crecer como travesti, la obligaron a migrar.

Ser la primera travesti en un pueblo que, cuando Amira se fue vivían tan solo 1.650 habitantes, no tiene para ella connotaciones heroicas. “Me fui de escapada. El centro tenía cuatro cuadras y por dos no podía pasar porque estaba amenazada. Vivía encerrada. Ya estaba sufriendo una depresión”, recuerda. 

No obstante, Amira rodeando su cintura con el brazo izquierdo procurando un pequeño refugio ante un pasado que duele, respira y suelta: “Mudarme a Neuquén me cambió la vida: pude vivir mi vida como travesti”. 

Empezó a vestirse de mujer en un tiempo en el que no podía describir con palabras lo que sentía. “Mi infancia fue linda. Tenía papá y mamá. Mis tías me cuentan que cuando tenía cinco años jugaba a vestirme de mujer”, relata con una sonrisa. Se ata el pelo, se acomoda en la silla y cuenta que su mamá “se fue” cuando tenía ocho años y se crió con su papá y su hermano mayor. 

Lamentablemente, su padre pasó del amor a la furia mientras ella experimentaba una difícil transición entre la infancia y la adolescencia: “Mi papá era muy conservador, machista. Me pegaba si se enteraba que me gustaba un hombre. Me obligaba a esconderme cuando venía gente”. Fue “una tortura”, amplía. 

En la casa mantenía las normas pero en la escuela, no. Con 13 años le pidió a cada docente que “por favor” le dijeran “Ami”. “Algunas me decían que sí. Otras me nombraban con mi nombre anterior. Era el chiste del curso. Otras llamaban a mi papá y palizón. Pero, yo la peleaba”, dice quien no se doblegó ante el mandato paterno y cultural.

La escritora trans, Camila Sosa Villada, cuenta que quienes leen su novela “Las malas” ven “realismo mágico” donde ella describe “la realidad de la vida de las travestis”, una en la que, a pesar del reconocimiento ante la ley, de las pequeñas grandes victorias conquistadas con la lucha, la precarización de la vida, las violencias y la discriminación, no disminuyeron. 

DESTACADO: Según un estudio de la Universidad Nacional del Comahue, las personas travestis-trans de las provincias de Neuquén y Río Negro tienen una expectativa de vida de entre 35 y 40 años. El 70 % se mudó de su ciudad natal por la discriminación que vivieron. Asumir la identidad de género autopercibida en el lugar de residencia fue para el 62% de las personas encuestadas, un proceso entre difícil y muy difícil. El 56% tuvo dificultades para establecer vínculos amorosos.  

“Nos negaron el derecho a amar”, lamenta Amira. La vida afectiva de la mayoría de las personas travestis-trans está conformada por sus pares. Son resistentes a los malos tratos, las malas miradas, los malos tragos. Siguen en pie, se unen, tejen redes y lazos invisibles de hermandad, solidaridad y salidas colectivas. 

Según el mismo estudio, el 50 % de las personas entrevistadas participan en organizaciones sociales o en actividades promovidas por ellas. La militancia social y el activismo trans son un motor en la vida de Amira. Los primeros pasos los dio con Mónica Astorga, una monja de la orden de las Carmelitas Descalzas. 

Con la voz entrecortada entre la emoción y la risa resume su primer contacto con “la monja de las trans”, como le dicen ellas en Neuquén: “Cuando llegué a la ciudad me fui a parar a una esquina. Me echaban de todos lados porque era nueva. Laburaba a cuentagotas porque se ponía difícil con las otras. No conocía a nadie, no sabía a quién pedir ayuda. Ahí conocí a Mónica”. 

Y, continúa: “Me dijeron que había una monjita que ayudaba a las chicas trans y fui. Llegué con un vestido, unos zapatos de tacos. Un loco era. Le conté lo que me pasaba, que no me dejaban trabajar en la calle. Mónica me preguntó quién me molestaba, levantó el teléfono, le dijo que me dejen trabajar tranquila. Me encantaba ella, una genia. Ningún prejuicio”. 

Amira no se imaginó jamás que aquella tarde que llegó angustiada al monasterio iba a ser el comienzo de un nuevo destino. La monja la recibió, la escuchó, la alojó, la ayudó a conseguir su primer trabajo formal en una clínica de Neuquén.“Mónica nos hizo sentir personas. Nos hizo ver que podíamos construir nuevos proyectos de vida y salidas colectivas”. Juntas abrieron la primera Casa Trans de la Argentina, un lugar de encuentro y contención para quienes llegaban, por primera vez, en busca de ayuda.

La pelea por trabajo genuino la llevó a habitar otros espacios: en 2017 presentó junto a diputados del Frente de Izquierda un proyecto de cupo laboral trans en la Legislatura de Neuquén. De esa época rescata que aprendió a militar “de una manera diferente”. “Aprendí que no era cuestión de presentar un papelito y chau, había que militarlo. Además, conocí gente maravillosa que me abrió un montón de puertas hasta el día de hoy”, explica.  

Eluney Aguirre, una activista feminista y quien elaboró el proyecto junto con ella, recuerda las reuniones de trabajo: “Siempre sentí esa familiaridad entre ellas, nunca serias, riéndose de lo duro que fue vivir, habitar, y luchar la transexualidad”. Cinco años después, el proyecto de cupo laboral trans no se aprobó, pero Amira aprovecha las puertas que se le abrieron. 

Se baja de un remise en la puerta de la Legislatura. Saluda a un diputado que entra y le grita: “Ahora paso a verte”. Pantalones blancos, botas a la rodilla, un saco largo, el pelo rubio suelto, anteojos negros y una carpeta en la mano. Una sonrisa y un perfume que acompaña su paso firme. Los hombres de negro apostados en la puerta le indican donde anunciarse. Se miran entre ellos, la siguen con la mirada. Ella, que ya sabía dónde ir, agradece con una sonrisa y continúa su camino. 

“Los tipos son muy boludos con las travas. Se fascinan, pero se cagan”, dice con humor, no se enoja. Encoge los hombros y sigue su camino para “manguear” a los diputados y diputadas plata para iniciar un microemprendimiento para trabajadoras sexuales.

Actualmente, milita en la Asociación de Trans y Trabajadoras Sexuales (ATTS) con Georgina Colicheo, una travesti y trabajadora sexual mapuche de 55 años. “Soy activista y sobreviviente en este colectivo”, se presenta y agrega: “Amira es una maravillosa persona. Se preocupa y se ocupa de las travestis y trabajadoras sexuales. No todes tienen la voluntad, la fuerza y la necesidad de poder cambiar la realidad de las compañeras. No es su caso”.

Hace una mueca con su boca y mueve la cabeza asintiendo. Cambia el tono de voz, sonríe, se lleva las manos a la boca y reconoce: “Hemos tenido nuestras diferencias, pero estamos convencidas de nuestra lucha, de nuestro objetivo. Sabemos que nosotras no somos el enemigo sino el sistema que oprime separa, anula”. 

Es una tarde fría en la ciudad de Cipolletti, provincia de Río Negro. Amira llega en bicicleta, zapatillas, short y un paquete de facturas colgando del manubrio. Sus dos “hijos” caniches gritan asomados desde la ventana hasta que entra. Es una casa prefabricada, blanca, como cualquier otra. La puerta se abre y se ve un living con una mesa y dos sillas. Un calefactor y encima una foto de Evita colgada. Una cocina, un baño y una habitación. “No recibo mucha gente, mi vida es esto, la soledad”, dice mientras estira el mantel. 

“Yo soy travesti. Me crié con la palabra trava como una ofensa. A mí me encanta. Soy travesti y voy a morir como travesti”, declara Amira.

El celular no para de sonar. Prepara unos mates, se sienta y dispara: “Nunca renegué del trabajo sexual. Me guste o no, me dio comer. Tengo trabajo formal en el Ministerio de Salud de Neuquén pero, en mis tiempos libres, soy trabajadora sexual porque me gusta vivir bien. No está mal”. 

Se interrumpe y aclara: “Así como defiendo los derechos de las trabajadoras sexuales para que sean reconocidas, soy la primera en salir a buscar un laburo cuando las compañeras quieren dejar la calle”. 

Carolina Figueredo, integrante del Archivo de la Memoria Trans, valora la militancia social de Amira: “Trabaja gratuitamente para el colectivo trans. Siempre está a disposición. Es honesta. Luchadora, trabajadora, emprendedora, solidaria. Nunca va a dejar a nadie que se caiga”. 

El relato de Carolina coincide con el de Lujan Acuña, una “referente de la vejez transexual” de Neuquén y compañera de ruta de Amira. Luján la define como una “buscavidas innata, buena persona, bichera, trabajadora, activista, solidaria”. 

Amira es todo eso: solidaria, militante, trabajadora, divertida, atrevida; pero es, ante todo y contra todo, una travesti orgullosa. Lo aprendió en hermandad. Con las  viejas y nuevas generaciones de travestis-trans, en la ruta sobreviviendo, trabajando, en las calles peleando por la igualdad ante la ley y la vida. 

Los golpes, la discriminación y el odio que se reproducen en los distintos ámbitos de su vida cotidiana, no la doblegaron. Se sabe víctima de esta sociedad heteronormativa y patriarcal pero no se doblega, no se detiene, pelea su identidad y la de su colectivo. “Yo soy travesti. Me crié con la palabra trava como una ofensa. A mí me encanta. Soy travesti y voy a morir como travesti”, respira conforme Amira. 


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