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Curtidos de cuero: una tradición que aún vive en Argentina
En San Pedro de Colalao, Tucumán, el oficio persiste entre mates, ferias y caballos.
“La tradición no es culto a las cenizas, sino preservación del fuego”, Gustav Mahler.
En San Pedro de Colalao, ubicado al norte de la provincia de Tucumán, ese fuego chisporrotea cada vez que Antonio Osvaldo García a sus 97 años afila su cuchilla vieja sobre el cuero recién curtido. Allí, entre monturas, cintos y bozales, el trabajo de talabarteros y curtidores todavía resiste el paso del tiempo.
El cuero siempre fue símbolo de calidad y, en Argentina, también lo es de identidad. Hoy, ese legado enfrenta un competidor silencioso: el cuero símil. Y si la historia tiende a repetirse, resulta imposible no ver cierta similitud entre el intercambio de oro por espejos de la conquista y el trueque actual del cuero genuino por imitaciones de plástico.
Según datos del Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI) y la Cámara Industrial de Manufacturas del Cuero y Afines (CIMA), Argentina produce más de 12 millones de cueros bovinos al año, pero la mayor parte se exporta sin terminar, principalmente a China e Italia.
En contraste, informes de la Fundación ProTejer y el Centro de Estudios para la Producción (CEP XXI) señalan que cada vez más productos de símil cuero llegan desde China, Brasil y Vietnam. Para los artesanos, esta paradoja es clara: el país vende su cuero genuino y compra plástico disfrazado de tradición.

En San Pedro de Colalao, el oficio persiste entre mates, ferias y caballos. Los fines de semana, los artesanos despliegan sobre mantas coloridas cintos trenzados, llaveros grabados, riendas y sillas de montar que conservan la estética criolla. No es casualidad. En esta zona, el vínculo con los animales y la tradición ecuestre sigue firme: aún se celebran jineteadas, procesiones a caballo y carreras cuadreras. El cuero, en ese paisaje, no es solo un material de trabajo: es parte del lenguaje cotidiano.
En el centro del pueblo, Clara Romero acomoda con cuidado sus productos en el puesto que comparte con su hermana. Cuando se le pregunta por sus artesanías comenta: “Me gusta saber que cada pieza es única. Cuando alguien valora lo hecho a mano, te llena el alma”. Ella aprendió de su padre, que tejía riendas para la tropilla familiar. Hoy enseña a su sobrina con la ilusión de que alguien mantenga viva la trenza cuando ella ya no esté.
La identidad que aporta el cuero se enfrenta a otro rival silencioso: el dinero. Que el trabajo lo haga otro, si al final lo que importa es lo que se vende, puede parecer un argumento válido. Después de todo, ese es el fin de cualquier negocio. Lo auténtico, lo genuino y, —por qué no—, lo simbólico parece quedar reservado para un grupo reducido de apasionados. El tiempo dirá si esa tradición se convertirá en cenizas o encontrará manos capaces de avivar el fuego.
Entre la mirada animalista y la tradición que resiste, el cuero se ubica en un debate que no es nuevo, pero sí más visible que nunca. Organizaciones como PETA (Personas por el Trato Ético de los Animales) sostienen que la industria del cuero forma parte de una cadena de explotación y maltrato, porque convierte cada piel en un recurso económico que incentiva la matanza de animales.

Si bien en tiempos coloniales, durante las vaquerías del siglo XVIII, miles de animales eran cazados solo por su piel, que partía rumbo a Europa desde Buenos Aires; hoy la situación es muy distinta para muchos artesanos rurales. Don Antonio García con más de 80 años dedicados al trabajo del cuero, ofrece su mirada: “Maltrato no, lo que hago es aprovechar aquello que de otra manera habría que tirar”.
El especialista explica que, en invierno, suele ocurrir que por el frío de las montañas o la falta de comida muchos animales mueren, otros por viejos y algunos son presas de pumas. Él solo utiliza los cueros de esos restos. En conclusión, como ocurre con la carne en bandejas, que hace olvidar el origen del producto, el cuero también suele verse sin contexto. Si bien en la época de las vaquerías la matanza de los cimarrones —vacas salvajes— tenía como objetivo principal el cuero y no tanto la carne, hoy es al revés. Se cría a los animales por carne y los artesanos aprovechan lo que de otro modo se perdería.
Entre monturas, bozales y cintos que aún huelen a grasa y tiempo, quedan manos dispuestas a preservar el fuego. Mientras el cuero siga vivo como parte de la identidad de quienes lo trabajan, cada corte y cada puntada serán más que un oficio: serán una forma de resistencia frente a la prisa y la imitación.
El tiempo dirá si estas manos hallarán herederos o si, como tantos oficios antiguos, la tradición acabará reducida a cenizas. Por ahora, cada golpe de cuchilla sobre la mesa recuerda que lo auténtico todavía respira y chisporrotea, como ese fuego que Mahler reclamaba preservar.
*Estudiante de la carrera de Periodismo y Producción de contenidos a distancia.
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