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Georgina Orellano: “La sociedad está cada vez más fracturada y eso se refleja en nuestros cuerpos”

En un país donde los femicidios vuelven a ocupar la tapa de los diarios y portales, la secretaria general de AMMAR habla de una crisis que empuja a las mujeres a la clandestinidad.

Georgina Orellano tiene 38 años. Nació entre las localidades bonaerenses de Morón y Pilar y empezó a ejercer la prostitución a los 19. Antes fue niñera, maestra particular y ayudante de limpieza junto a su mamá. Con los años, su actividad en las calles la llevó de los pasillos de una comisaría a los de un sindicato. Hoy es secretaria general de la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (AMMAR) y una de las voces más firmes y luminosas de la lucha por los derechos de las trabajadoras sexuales.

En su manera de hablar conviven la urgencia del presente y la memoria de los 90: las razzias, los códigos contravencionales, la persecución. Esa herida fundacional de AMMAR sigue marcando cada palabra. Habla con un ritmo que no se detiene, una voz que mezcla la ternura y la bronca, la claridad política y la fatiga de repetir, una y otra vez, lo que todavía no se escucha.

Orellano se hizo presente en una marcha autoconvocada en Plaza Flores, el pasado 24 de septiembre. Es que el triple femicidio de Brenda del Castillo, Lara Gutiérrez y Morena Verdi volvió a poner la violencia machista en la tapa del diario y en las calles. “Estamos acá porque por este barrio transitaban nuestras compañeras. Era donde trabajaban y de donde habían sido expulsadas”, dijo ante una multitud en la plaza. Tanto en aquel momento como ahora continúa denunciando la violencia que atraviesan todos los días las y los trabajadores sexuales.

—¿Cómo analizás el triple femicidio de Brenda, Lara y Morena?

—Lo que pasó es el reflejo de la descomposición social que estamos viviendo. Nosotras lo vemos todos los días: hay un nivel muy alto de conflictividad y somos consideradas sujetos descartables. Muchos piensan: “Puedo hacer con ésta lo que quiera. Total, ¿quién va a reclamar por su cuerpo?”.

Cuando habla del estigma, su voz no tiembla. Es firme, casi pedagógica, como si hablara para dejar registro, para que nadie más pueda decir que no sabía.

—¿El estigma sigue siendo una forma de violencia?

—Totalmente. Los discursos que nos reducen a víctimas anulan nuestra subjetividad y ponen en duda nuestra palabra. Eso genera vergüenza, culpa. Y legitima que si la policía te roba o te detiene, la culpa sea tuya. Es el mismo “algo habrán hecho” que se escuchaba en la dictadura.

—Ustedes vienen denunciando violencia institucional, ¿cómo se traduce en la práctica?

—La Justicia no responde a nuestros tiempos. Un habeas corpus puede tardar un año en ser leído por un fiscal. ¿Qué hace una compañera que vive al día? Sobrevive, se expone, se arriesga. Por eso muchas dejan de denunciar.

—¿Y fuera de las instituciones?

—La violencia también llega de los vecinos. Y en la calle los operativos de saturación son constantes: en Constitución sufrimos dos o tres por semana. Es una política de higienización. Quieren limpiar la zona, sacarnos de la vista.

Las escenas se repiten todas las noches: linternas, patrulleros, el ruido de los tacos sobre el asfalto cuando hay que correr. En ese paisaje hostil, la calle se vuelve campo de batalla y la clandestinidad, una nueva forma de sobrevivir.

Pero allí no solo se pierde el trabajo, se pierde el abrigo de lo colectivo. Y en ese silencio, la violencia se multiplica.

—¿Qué pasa cuando las trabajadoras sexuales son empujadas a la clandestinidad?

—Pasamos a trabajar en domicilios privados, a usar aplicaciones, a hacerlo en soledad. Eso multiplica los riesgos. Si algo te pasa, no hay quién te vea ni quién te auxilie.

—¿Y en lo económico?

—Cuando no hay opciones, muchas compañeras terminan en economías de la ilegalidad: pasamanos de drogas, narcomenudeo. Y siempre se corta el hilo por lo más fino. Hablan de lucha contra el narcotráfico, pero las que caen son mujeres pobres.

—¿Qué estrategias construyen desde AMMAR frente a esta realidad?

—Tenemos asesoría jurídica gratuita, acompañamiento psicológico y social, atención en salud, comedores comunitarios. También recibimos a compañeras con consumo problemático o que negocian con la policía para poder trabajar. Lo importante es que ninguna quede afuera.

El cuerpo, dice Orellano, es el primer territorio donde se inscriben las desigualdades. Tos, fiebre, cansancio: síntomas de una pobreza que también enferma.

—¿Y qué están viendo en el terreno de la salud?

—Un aumento de diagnósticos de tuberculosis entre las compañeras. Eso habla de precariedad habitacional, de hacinamiento, de la falta de acceso a controles básicos. Todo se resume en lo mismo: la desigualdad se mete en el cuerpo.

—¿Cómo atraviesan este presente con el gobierno de Javier Milei?

—Las compañeras llegan más rotas. Y cuando digo rotas no hablo de identidad, sino de una descripción social. La sociedad está cada vez más fracturada y eso se refleja en nuestros cuerpos. Sin políticas públicas, la alternativa es exponerse a los riesgos o cagarse de hambre.

La historia de AMMAR es una muestra de nuestro país: resistencia en la crisis, organización en el margen, ternura en medio del castigo.

—Después de tantos años de militancia, ¿cómo se sigue sosteniendo la lucha?

—La organización. Saber que no estamos solas. Que si el Estado nos abandona, nosotras nos abrazamos entre nosotras. Lo que pedimos es simple: poder trabajar tranquilas y vivas.

En la voz de Georgina hay un poco de fuego y otro de cansancio. En cada respuesta se mezcla la bronca y la ternura, la herida y la esperanza. Habla de sobrevivir, pero también de organizarse, de no quedarse quietas frente al miedo. Su militancia nació donde más las golpeaban y sigue creciendo ahí, en los márgenes, en los cuerpos que el Poder intenta borrar. Porque, como dice, lo que piden no es mucho: poder trabajar, poder vivir. Y que la vida vuelva a ser un refugio, no una condena.

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