Los reporteros gráficos Pablo Cuarterolo, Gonzalo Martínez y Pepe Mateos recuerdan cómo fue registrar imágenes en aquella noche bisagra de la historia argentina.
El 30 de diciembre de 2004, alrededor de las 22.50, en el viejo laboratorio de fotografía de la redacción de Página/12 sobre la avenida Belgrano, Gonzalo Martínez, terminaba de brindar con sus compañeros cuando las pantallas de televisión comenzaron a llenarse de alertas. “Veo en Crónica que algo estaba pasando —rememora— La noticia era tan cruda que no podía ser instantánea, entonces empezó a venir como una ola. Se hablaba de tres muertos en un incendio en Once”.
Cromañón ya no es una palabra aislada. Desde hace 20 años su significado se desarma en tantas verdades y dolores como historias para armar. “Al ser fotógrafo y un ser humano dije ‘ahí voy’ pero antes avisé a mis compañeros porque los muertos ya eran cinco o seis y quería que un periodista me acompañara. Ellos solo me decían ‘bueno’, porque en un primer momento la información fue minimizada”, lamenta Gonzalo.
En otro extremo de la Ciudad de Buenos Aires, Pablo Cuarterolo de 26 años tomaba cervezas con su amigo en un bar del barrio porteño de Caballito cuando decidió mirar su celular. Tenía 45 llamadas perdidas del editor de la región sudamericana de la agencia de noticias France Press, con oficina en Uruguay. Pablo era el tercer fotógrafo colaborador allí. “Me dice que vaya a Once, que hubo un incendio que parecía bastante importante. Me pareció raro porque no era una noticia de relevancia internacional pero agarré la bicicleta y fui”, recuerda.
Hasta ese momento, dos ambulancias habían pasado en contramano por la avenida Díaz Vélez. Cuarterolo no lo sabía pero se dirigían hacia el Hospital General de Agudos Carlos G. Durand.
A diez cuadras a la redonda se escuchaban gritos, ruido de explosiones y las ambulancias no paraban de salir. Los muertos comenzaban a aumentar pero ni Pablo ni Gonzalo sabrían la razón hasta llegar a República Cromañón.
Aquella noche la banda de rock Callejeros se presentaba allí, un local con capacidad para 1037 personas pero donde había alrededor de 4 mil. Las puertas de seguridad estaban clausuradas y solo dos salidas estaban habilitadas.
Gonzalo recuerda que “con el ‘Pájaro’ Julio Manzini fuimos en moto por Rivadavia hasta Plaza Miserere”. “Me bajé y empecé a correr”, hasta que se encontró con las hileras de muertos que se desparramaban por las calles de alrededor.
—¡Paren, paren! Esto es demasiado. Tengo 14 muertos enfrente, se ven hileras de chicos acostados -advertía por teléfono a sus compañeros de redacción-. Es todo extremadamente desgarrador.
La labor de Gonzalo era sacar fotografías pero las cámaras no eran bienvenidas. En ese panorama, el rol periodístico no era un protector sino todo lo contrario. “La magnitud de todo superaba, por eso también creo que la foto tenía como único sentido registrar, por si acaso”, explica.
NADIE QUERÍA LAS CÁMARAS
Para el momento en el que Pablo Cuarterolo había llegado, los cuerpos ya no estaban en el suelo pero las calles sí estaban cubiertas por zapatillas. “Fui el único fotógrafo que logró entrar a Cromañón ese mismo día”, destaca. Apenas lo vieron dentro de las instalaciones del incendio, lo echaron pero antes logra fotografiar la pila de zapatillas que días posteriores sería tapa de los principales medios del país.
Una vez afuera, un colega le comenta que estaban trasladando los cuerpos a una terminal de colectivos que estaba a unos metros, en la esquina. “Nos colamos en las vías del tren (de la Línea Sarmiento) que están justo arriba de este lugar. El playón estaba lleno de cuerpos y carteles que decían ‘Peligro’ -relata- Nos persiguieron y nos tuvimos que escapar.”
Gonzalo Martínez estuvo en las vías también y recuerda aquella imagen como la más terrible que vivió. “Nos subimos al terraplén de las vías y caminamos 200 metros desde los andenes hasta el lugar donde está la estación de Once –detalla– Era muy difícil trabajar en el lugar porque sentía que estorbaba, que podría haber hecho cualquier otra cosa más importante. Ahí vi una de las escenas más tremendas.”
De vuelta en dirección a Cromañón, Cuarterolo se entera que en el Centro de Gestión y Participación Ciudadana (CGP) que estaba a diez cuadras del lugar del hecho y que iban a leer una lista de jóvenes fallecidos hasta el momento. “Esa situación fue posiblemente la más terrible, porque de repente millones de personas estaban en la puerta de un CGP para escuchar a un hombre con una lista en papel en la mano tirar nombres”, rememora.
En esta escena, Pablo logró retratar el dolor de una mujer que se había enterado de la muerte de su hermano. Días después, se enteraría que se trataba de la hija de Nilda Gómez, Presidente de la Asociación Civil Familias por la Vida.
Su siguiente parada fue el Hospital General de Agudos Carlos G. Durand. “Me colé en la guardia. Algunos no habían muerto pero tenían problemas respiratorios porque aspiraron mucho monóxido de carbono y desarrollaron trastornos pulmonares. Un delirio.”
LAS MANOS QUE BUSCABAN LA SALIDA
Por entonces, Pepe Mateos era fotógrafo de Clarín y dos años atrás su labor había tenido un rol relevante en la Masacre de Avellaneda. No se enteró de Cromañón hasta el otro día. El 31 de diciembre de 2004, tomó el colectivo hacia su trabajo y en el camino, al pasar por locales, empezó a registrar que evidentemente algo había pasado. “Iba muy tranquilo y de golpe veo en los bares el noticiero en la televisión. Un incendio en un boliche, ‘qué raro’, dije”, relata. Sin embargo, al llegar a la redacción no había nadie que pudiera contarle exactamente los hechos ni indicarle qué camino seguir.
“Lo único que hice fue salir a recorrer hospitales y a la morgue que está en Viamonte, donde estaban los padres para el reconocimiento de los cuerpos. Era una situación muy fea y con colegas decidimos que no podíamos meternos en el medio del dolor”, explica.
Sin embargo, los años pasaron y el interés de Pepe Mateos lo llevó a ser parte de los narradores de los hechos más importantes de esa historia. Junto a otros colegas, Mateos ingresó al local. Las cosas no habían cambiado. El escenario estaba igual, había botellas de cervezas por la mitad, vasos desparramados por el piso y muchas zapatillas con el nombre de la banda grabado. Los trapos con la bandera de Callejeros también seguían allí. “No sabía qué hacer, era todo muy fuerte”, reconoce.
Su trabajo estaba por terminar hasta que de repente notó que la luz de las cámaras de televisión presentes en el lugar apuntaban directamente hacia una pared del fondo de Cromañón. Fue allí cuando Pepe Mateo sacó otra de las fotos más comentadas por los portales de noticias de 2009. “Me doy cuenta que la pared era verde clarito y lo oscuro eran las marcas de los cuerpos que buscaban la salida en la oscuridad”, cuenta y asegura que no lo puede olvidar.
El 30 de diciembre de 2004, durante el recital de Callejeros, desde el público se encendieron bengalas que impactaron sobre el techo de. boliche. La mediasombra desplegada allí comenzó a prenderse fuego rápidamente y minutos más tarde todo el espacio estaba cubierto de humo y llamas.
En casos de relevancia social para Argentina, como lo fueron el 19 y 20 de diciembre de 2001 o el asesinato a Darío Santillán y Maximiliano Kosteki en Avellaneda, en 2002, la prensa y, sobre todo la fotografía, fueron clave para contar la historia. Sin embargo, esa noche Cromañón se negó la entrada de las cámaras.
“El rechazo era absoluto, no querían saber nada sobre imágenes y lo entiendo absolutamente -admite Martínez-. A nadie le hubiera gustado que registren esa parte de su vida, encontrarse despidiendo a un familiar totalmente lleno de monóxido, de dolor y de juventud.”
“No hay cosa más dura que la muerte de un joven y esto era multiplicado por 194 muchachos. Ese dolor no tiene registro en la vida. Las fotos pasan a un segundo plano, por lo menos en este caso”, concluyó Gonzalo.
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