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EL JUGADOR


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No tuvo una infancia fácil. Nació en 1938 en Palermo, en una familia acostumbrada a las carencias. Su padre había sido boxeador, delantero de San Lorenzo, vendedor de carteles de neón y muchas otras cosas más para poder llevar el pan a la mesa. Él nunca entendió demasiado de política; lo suficiente como para saber que su clase debía ser peronista: se convirtió a los diez años, cuando Evita recibió su carta y le cumplió el sueño de tener una bicicleta. De grande le cuestionó algunas cosas al general pero jamás nada a la abanderada de los humildes.

Creció flaco y alto entre compadritos y fue tanguero, aunque no macho alfa; todo lo contrario. Tras esa fragilidad había una sensibilidad enorme, demasiado grande para un mundo dividido en lobos y corderos. Eso habrá visto Romea, una poetisa italiana que antes de cumplir los treinta cargaba con una guerra, un exilio, un divorcio y dos críos a cuestas. Se conocieron a mediados de los setenta. La amó hasta sus últimos días, a pesar de las queridas, las deudas y las incontables separaciones. Ella se fue primero, en brazos de otro, harta de las mentiras y las excusas y los manejos con la guita; él, veinte meses después casi en total soledad. Tuvieron un solo hijo al que quiso torpemente pero también con locura.

La vida de los jugadores es igual adentro y afuera del casino: en la próxima mano parece que van a recuperar lo que perdieron hasta el momento y tal vez ganar algo extra, pero de a poco dilapidan todo. Primero es el auto, después la empresa familiar, luego alguna propiedad. Entonces se terminan los amigos, más tarde el matrimonio y al final los conocidos. Para cuando pierden el aliento ya no queda nadie a quien pedirle un favor. Es bestial irse así, con un corazón grande abandonado a la intemperie; es bien fiera la lástima.

Pasó sus últimos años de pensión en pensión, de prestado o rajando sin pagar. Para mantenerse, vendía dudosas obleas de servicios jurídicos y juntaba donaciones para una fundación contra el Mal de Chagas. En un hospital conoció a Patricia, quince años más joven, enfermiza, paranoica y abandonada por la familia; una mujer aún más desamparada que él a la que cuidó con devoción.

Se podría haber muerto de cualquier forma pero se fue como vivió siempre: haciendo malabares para postergar los problemas. Un cáncer que comenzó en la punta de un dedo y era curable se lo comió en un año porque se dejó estar. Se murió un día de agosto a las cinco de la mañana, en el hospital que linda con el hipódromo de San Isidro. Alcanzó a hacerle otro guiño más al destino: cumplió los setenta y cinco justo un mes antes, como para llevarse un número redondo al que jugarle todos los días en el más allá.

Patricia no pudo estar ahí. Sin su cuidado se perdió cuando fue a dar una vuelta, tras tres días de dormir en la sala de espera, convencida de que él se iba a recuperar. Para cuando la encontraron, deambulando hambrienta por Villa Devoto, ya no habia cajón ni velorio ni entierro en el que llorarlo. Es que mi viejo se murió al límite; no conocía otra manera.


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