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El después de las víctimas


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Hay sobrevivientes que aún tienen pesadillas sobre el boliche de Once. Se asustan cuando sienten olores y encierros similares al del incendio. “Sigo soñando las mismas porquerías, otra vez tuve que empezar el psicólogo”, cuenta uno de ellos.


La tragedia de Cromañón dejó un trauma que hasta el día de hoy atraviesa a los sobrevivientes. Algunos de ellos se han suicidado. Se estima que fueron alrededor de 17, aunque el número no es preciso ya que muchas familias prefieren no hacer pública esta información. Tampoco es claro si estas víctimas recibían la ayuda psicológica adecuada. Desde distintas organizaciones se denuncia que el apoyo del Estado fue decayendo y que los sobrevivientes no solo fueron desatendidos, sino que también fueron invisibilizados.

El caso que encendió las alertas sobre la magnitud del trauma que dejó el incendio del 30 de diciembre de 2004 fue el de Ezequiel Denhoff, un sobreviviente de Hurlingham que en febrero de 2005 tuvo una pesadilla: soñó que se prendía fuego una bandera en el boliche de Once, se tiró de forma inconsciente desde el balcón del primer piso de su casa y terminó con lesiones en sus piernas.

Él, al igual que otros, tuvo que enfrentar el trastorno de estrés post traumático (TEPT) que le causó lo vivido esa noche.

EL TRAUMA DE LOS SOBREVIVIENTES

La psicóloga especializada en suicidiología, Catalina Richter, trabajó en una línea de atención telefónica para personas en crisis y explicó a ETER Digital que los síntomas del TEPT suelen ser recuerdos y sueños angustiosos como reacciones disociativas.

Romina Andreini, sobreviviente e integrante de la organización “No Nos Cuenten Cromañón”, describe: “Tuve varias pesadillas como si lo estuviera reviviendo y me despertaba en el medio de la noche con una crisis de pánico y de ansiedad. Después del 30 volvía cada dos días al hospital porque sentía que me faltaba el aire”.

También ocurre que una víctima evite lugares con mucha gente y que ciertos olores le recuerden el suceso. Sobre esto, Romina confiesa que le costó mucho volver a entrar a boliches y admite que si sentía olor a goma quemada, era como una alarma que la llevaba de vuelta a aquella noche.

Richter explica que el estrés postraumático suele estar aparejado por depresión, ansiedad y por el síndrome de culpabilidad. “Es el hecho de preguntarse por qué yo estoy vivo y otra persona no. No nos olvidemos que en Cromañón la gente se atropellaba por salir”, explica. Además, esto puede generar preguntas de orden filosófico, del estilo: ¿por qué 

yo tenía más derecho que otra persona a vivir? ¿vivir a costa de qué? En algunos casos estos síntomas pueden derivar en ideaciones suicidas.

SUICIDIO: ¿POR QUÉ SE OCULTA?

El suicidio de las víctimas de Cromañón es un tabú en la sociedad argentina, pero también lo es el suicidio en sí. La psicóloga Catalina Richter explica que está comprobado que hay que tener cuidado al comunicarlos porque existe el denominado “efecto contagio”. Por esta razón, desde los medios de comunicación se busca dar la información estrictamente necesaria y no detalles de cómo fue el suicidio.

Pero también sucede que muchas familias lo esconden y no lo quieren hacer público. “Antes el suicidio era un secreto y era la mayor vergüenza de la familia, porque hay mucha culpa también en juego”, sostiene la especialista y reafirma que hay que cuidar a los familiares que pueden llegar a preguntarse “¿qué no vi? ¿cómo no lo salvé?”.

Nicolás Pappolla, sobreviviente e integrante de la organización “El Camino es Cultural”, recuerda que el suicidio en el 2015 de Martín Cisneros, un sobreviviente, tomó mucha trascendencia pública. Cuando desde la organización se acercaron a la familia, la exmujer le confesó que había sido muy duro para ellos transitar esa exposición. Por eso, cuando en el 2018 se suicidó Daniel, otro sobreviviente, de 32 años, Nicolás se acercó a la familia para preguntarles si querían hacerlo público y ellos pidieron que no trascendiera.

“SIGO SOÑANDO LAS MISMAS PORQUERÍAS”

El caso de Franco Russo, “Franquito” para sus amigos, es una prueba más de las secuelas. Tenía 21 años cuando estuvo en Cromañón. Cuando empezó el incendio, él y sus amigos se tiraron desde el segundo piso para escapar del humo. Todavía tiene “la espalda quemada por el ácido que caía del techo”.

“Desde arriba saltamos todos. Natalia, una chica que salía conmigo y mi primo también saltaron, pero después nunca más los vi. Murieron pisoteados. Mi primo murió parado, aplastado.”

Franco no recuerda cómo salió. Solo recuerda que cuando saltó se golpeó contra una columna y se rompió la mandíbula. Lo demás lo sabe porque se lo contaron. “Dice el perito que me escondí dentro de una heladera y que me encontró un bombero que se estaba yendo a esconder porque se estaba cayendo la mampostería.”

Cuando lo sacaron, “lo cagaron a palos” para ver si reaccionaba. “Me dieron dos, tres bifes y ahí volví.” Lo subieron a una ambulancia con siete personas, después se desmayó y despertó a los tres días en el hospital.

Estuvo un mes y medio internado. Volver a su barrio tampoco fue fácil, el papá de su mejor amigo lo quería apuñalar porque decía que no había salvado a su hijo. Hoy Franquito sigue teniendo pesadillas. “Todas las noches sigo soñando las mismas porquerías. Otra vez tuve que empezar el psicólogo y pasaron como 20 años.” A veces le cuesta entrar a lugares con mucha gente y otras veces no. “Es depende la cabeza como está, a veces colapsás”, detalla. 

EL ROL DEL ESTADO

Para asistir a las víctimas el gobierno porteño promovió la ley 4.786 que, entre otras cuestiones, debía asegurar un subsidio económico a las víctimas, atención médica, tratamiento psicológico y medicamentos gratis.

Sin embargo, Romina Andreini y muchísimas familias de sobrevivientes denuncian que es una ley que “está, pero no se cumple”. “Esta asistencia fue disminuyendo hasta que en un momento los profesionales solo se quedaron con los casos de alta gravedad”, afirma y aclara que por esta razón desde la organización crearon el Programa de Asistencia en Salud Mental. Ella es la psicóloga a cargo.

El caso de Martín Cisneros refleja esta desatención. Él tomó esa decisión el 3 de febrero del 2015 a los 40 años. Sufría ataques de pánico. Vivía en Paso del Rey, en el oeste del conurbano bonaerense y cada vez que tenía algún problema debía viajar dos horas hasta Capital para acercarse al Hospital Alvear, ya que es el único que atiende a los sobrevivientes. Esta deficiencia es la que más se denuncia desde las organizaciones.

Nicolás Pappolla enfatiza la cuestión de la distancia. “Más o menos el 60 por ciento de los pibes que sobrevivieron a Cromañón vive en provincia y quizás para ir a una sesión en la ciudad tienen dos horas de viaje.”

Además, subraya que hay cosas que no se quisieron hacer y reclama: “En 20 años tuvieron las herramientas para firmar un convenio de atención con los municipios del conurbano y poder darle la posibilidad a los pibes de que en vez de viajar hasta Agronomía (donde está el Alvear) se puedan atender en la Matanza o en José C.Paz”, por ejemplo. Romina coincide con este reclamo. “Se pasaban más tiempo viajando que en el mismo espacio terapéutico.”

UNA REPARACIÓN INTEGRAL

A principios de diciembre último, la Legislatura porteña votó una ley de reparación integral con carácter vitalicio, antes era provisorio. Así y todo, para Nicolás el problema es desde dónde el gobierno porteño piensa la atención.

“Nos dejaron muy solos permitiendo que vayamos a un lugar que tenía que estar clausurado y nos dejaron solos en el después. Esperaban que nos arregláramos como pudiéramos sin tener una visión común de cómo abordar, de cómo acompañarnos”, subraya.

También cuestiona que la administración de la ciudad asumió un rol tutelar en lugar de asumir su responsabilidad política en los hechos. Por esto los dispositivos de salud mental estatales fueron escasos en difusión, en convocatoria y en seguimiento. “Quedamos librados a la interpretación del profesional que nos tocaba -cuestiona-, no había un criterio unificado de abordaje y de atención que nos pensara como víctimas de una tragedia social.” 


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