CULTURA
Nicolás Pousthomis: migrar, amar, fotografiar
Por cuestiones del destino, tres generaciones de la familia se mudaron de país a los 21 años. Nicolás nació en Argentina, creció en Francia, volvió por una mezcla de azar, suerte, curiosidad, amor y fuga. Encontró un país que lo sorprendió y le enseñó muchas cosas, conoció a Gisela, una cooperativa de fotógrafos y un modo de vida. También una familia con quien hoy es su compañera. La historia de una triple migración, hasta el momento, de una cámara que se volvió espejo, y de una pareja que se convirtió en obra de arte.

Por Federico Emmanuel Brites Abaca
Nicolás Pousthomis nació en 1975 en Villa Urquiza, pero a los cinco años se fue a Francia, a un pueblo perdido de la región de Picardía al norte de Francia, ubicado a unos 100 kilómetros de París con aproximadamente 800 habitantes. Hijo de madre argentina y padre francés, se crió entre vacas, bosques y trenes rurales que lo llevaban esporádicamente a la metrópolis gala. Su madre cocinaba empanadas, batía leche con azúcar durante horas para hacer dulce de leche, y hablaba de Maradona como de un Dios. Él no sabía español, pero sí sabía que era argentino, aunque no entendiera bien qué quería decir.
Su apellido significa “ventana” en patuá, el idioma de la montaña. Una hendidura entre los cerros. Quizás ya tenía marcado su camino en su nombre.
“Mis amigos me pusieron de apodo Macadam”, recuerda y agrega: “Siempre andaba por ahí, nadie sabía dónde. Me levantaba alguien en una casa rodante o me iba a Aviñón, a la montaña”. Era punk, era hippie, escribía canciones de su banda de hard rock. Fue entendiendo que su lugar no era el que su padre quería, la empresa, seguir sus pasos: “No sabía lo que quería, pero sí lo que no quería”.
En 1995 tuvo un punto de quiebre, el contexto era de universidades en huelga, fanzines (revistas por aficionados), militancia antifascista. “Toda la facultad paró menos mi carrera, economía. Mis compañeros no querían sumarse a la protesta. Me dio bronca. Ahí decidí que no iba a seguir”, dice. Pensó en escapar.
A los 21 años, Nicolás decidió volver a Argentina. El servicio militar francés era obligatorio y él no estaba hecho para eso, que le ordenen cómo, cuándo y dónde hacer lo que tenía que hacer.
Viajó a Mercedes, en la provincia de Buenos Aires, lo esperaba su tío con un emprendimiento turístico de caballos. Era una excusa, el verdadero viaje era interno. “Llegué con soberbia. Pensaba que acá la gente se cagaba de hambre. Y los petiseros ( los cuidadores y entrenadores de los animales) me bajaron del caballo (literal y simbólicamente). Aunque no sabían leer ni escribir, me enseñaron a bailar cumbia, a arreglar autos con alambre, a abrir el capot y probar”, cuenta y sigue: “Estos pibes son mucho más vivos que todos los pelotudos con los que convivía en la facultad, que leían a Foucault. Con una inteligencia práctica, emocional o incluso cultural superior”.












Con uno de los petiseros planearon jornadas de turismo rural para extranjeros. Él aportaba idiomas y marketing, el otro los caballos. Y entre monturas, nuevas culturas y vivencias conoció a Gisela. “Era poesía frente a mis ojos”, dice ella.
Gisela estudiaba cine en La Plata. Lo conoció cuando él apenas hablaba español y venía de recorrer medio mundo. Con la excusa de ir a un taller de fotografía, se iba a La Plata y la veía a ella. Lo que no vio venir fue su amor hacia la cámara. “Tenía 21 años y ya parecía que había vivido varias vidas. Era un exótico total”, recuerda. Ella, criada en un pueblo chico, se enamoró instantáneamente: “Dije este es el hombre de mi vida”. Y lo admiró desde el principio, “Para mí, Nico es un sabio. Tiene una mirada propia de las cosas, una profundidad que no es común. Tiene un sentido de la vida que inspira. Es un caminante valiente, un soñador de mundos posibles”, expresa.
Se mudaron a Buenos Aires, a un monoambiente oscuro, en el microcentro porteño, donde crearon Sub, la primera cooperativa de fotógrafos documentalistas con mirada política y colectiva del país. “La subcoop fue hija del 2001”, reflexiona. Los integrantes se conocieron en el estallido, siendo parte de los sucesos, con la necesidad de contar lo que pasaba desde el campo de juego.
“Venimos de dos tradiciones distintas, yo del cine, con jerarquías. Él de la fotografía, individualista. Sub fue una síntesis, horizontalidad, militancia, arte. Un laboratorio político y poético”, cuenta Gisela: Sub nació con reglas claras, todos cobraban lo mismo, sin jefes. “Queríamos contar lo que no se contaba”, dice Nicolás. Fotografías desde abajo, desde el barro, siendo activistas.
Una escuela, una editorial, una familia, algunas de sus creaciones. Durante 15 años, Nicolás y Gisela trabajaron y vivieron en una fusión creativa constante. Muchos años después, una caja de diapositivas escondida en su casa familiar reveló un misterio, su padre también había sido fotógrafo. “Excelentes fotos de cuando vivió en Argentina. Él nunca me lo dijo. Luchó para que yo no fuera fotógrafo. Pero ahí estaba su obra, su secreto. Me alejé de su legado, y sin darme cuenta, lo abracé sin saberlo”, confiesa.
Nicolás soñaba con que algún día su padre viera su arte en Libération, el diario que leían juntos. Cuando logró llegar a publicar ahí fue tarde. Su padre ya había muerto. “Cuando vi mi nombre en ese diario, pensé: llegó, pero él no está para verlo”, dice.
Después de la pandemia, con los hijos emancipados, Zoe de 24 años que viaja por Europa y Helios de 23 que vive en Buenos Aires, Nicolás eligió una vida rural. Gisela seguía en Buenos Aires por trabajo. Vivieron tres años separados geográficamente, pero unidos espiritual y creativamente. Emprendieron un proyecto juntos, un libro sobre su historia: Todo y nada. Él la cuenta a ella. Ella lo cuenta a él. Juntos se cuentan a sí mismos. “Fue nuestra forma de abrazarnos a la distancia. Hacer arte fue siempre nuestra filosofía de vida. Y nuestro vínculo, nuestra mayor obra”, cuenta ella.
Hoy, otra vez en Mercedes, habitan un domo en el bosque. “No sabemos qué vamos a hacer. Tal vez menos cosas, pero más profundas dice Gisela: “No venimos con un proyecto armado. Venimos a escuchar el territorio.”
Su hija también migró a los 21 a Francia. Como su abuelo hacia Argentina, y como su padre. “La vi partir y me di cuenta: tenía la misma edad que yo cuando llegué. Era una nena. Pero esa es la edad para tirarse a la pileta”, dice Nicolás. Quizás no haya edad ideal para migrar. Pero los 21 parece un momento de cambios fuertes para los Pousthomis.
Desde Sub hasta Tierra Viva, que nace del movimiento de Trabajadores de la Tierra (UTT), que es la agencia de comunicación que hoy coordina, pasando por Minga que es el primer semillero de fotos libres del sector campesino e indígena, Nicolás nunca se desconectó de lo colectivo. Suele decir que no sabe si va a seguir fotografiando, pero nadie le cree. “Es su lenguaje. Es como respirar”, sentencia Gisela.
La migración lo sorprendió. La cumbia le enseñó humildad. El amor lo hizo quedarse. La cámara, mirar, contar, expresar. La vida, fluir y disfrutar. Y hoy, desde una casa redonda, entre árboles y recuerdos, lejos de la ciudad, espera su próximo destino.